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«Donde respira el mar»: Una carta del preso político puertorriqueño Oscar López Rivera

Categorías: Caribe, Latinoamérica, Puerto Rico (E.U.A.), Derechos humanos, Medios ciudadanos, Política, Protesta, Relaciones internacionales
Oscar López Rivera [1]

Oscar López Rivera. Foto tomada de ProLibertad Web.

Oscar López Rivera [1] ha estado encarcelado en los Estados Unidos desde hace 32 años por cargos de «conspiración sediciosa» y «conspiración para escapar» por la que recibió una condena de 70 años.López Rivera, quien ahora tiene 70 años, es un luchador por la independencia de Puerto Rico, una colonia de los Estados Unidos.

Políticos, artistas y activistas de derechos humanos de todo el espectro político se han unido para pedirle al presidente de Estados Unidos, Barack Obama, que indulte a López Rivera, quien ha sido llamado el preso político que más tiempo ha estado encarcelado en el hemisferio occidental. En 1999, el presidente de EE.UU., Bill Clinton le ofreció un indulto, el que Oscar rechazó porque algunos de sus compañeros independentistas encarcelados no fueron incluidos en el indulto presidencial. 

Reconocidos defensores de los derechos humanos han pedido la excarcelación de Oscar, como el arzobispo anglicano de Sudáfrica y Premio Nobel de la Paz, Desmond Tutu (ver video [2]), y la activista de los derechos indígenas de Guatemala y Premio Nobel de la Paz Rigoberta Menchú .

Cada sábado, el periódico puertorriqueño El Nuevo Día [3] publica las cartas que Óscar López Rivera envía desde la cárcel a su nieta Karina, quien sólo ha conocido a través de los barrotes de la prisión. A continuación republicamos su segunda carta [4] titulada «Donde respira el mar», publicada en El Nuevo Día el 14 de septiembre de 2013. Hasta la fecha, se han publicado 12 cartas [5].

Cueva del Indio, Arecbo, Puerto Rico. Foto por NomadicStateofMind, de Flickr bajo Licencia CC BY-NC-ND 2.0. [6]

Cueva del Indio, Arecibo, Puerto Rico. Foto por NomadicStateofMind, de Flickr bajo Licencia CC BY-NC-ND 2.0.

Querida Karina. Después de la familia, lo que más echo de menos es el mar.

Ya han pasado 35 años desde la última vez que lo vi. Pero lo he pintado muchas veces, tanto la parte del Atlántico como la del Caribe, esa espuma sonriente en Cabo Rojo, que es de la luz mezclada con la sal.

Para cualquier puertorriqueño, vivir lejos del mar es algo casi incomprensible. Es distinto cuando uno sabe que está en libertad de moverse a cualquier parte y de viajar a verlo. No importa que sea gris y frío. Aunque veas el mar en un país lejano, te das cuenta de que recomienza siempre (como dijo un poeta), y que por ese mar pueden pasar los peces que se acercaron a tu tierra, y que llegan de allá trayéndote recuerdos.

Aprendí a nadar a muy temprana edad, debía tener unos tres años. Un primo de mi padre, que vivía con nosotros y era para mí como un hermano mayor, me llevaba a la playa donde solía nadar con sus amigos, y me lanzaba al agua para que yo aprendiera. Luego, cuando estaba en la escuela, solía escaparme con otros niños hasta un río cercano. Todo eso ahora me parece lejano.

Aquí en la cárcel he sentido muchas veces la nostalgia del mar; de olerlo a todo pulmón; de tocarlo y mojarme los labios, pero enseguida me doy cuenta de que quizá tengan que pasar años antes de darme ese sencillo gusto.

El mar se extraña siempre, pero creo que nunca lo necesité tanto como cuando me trasladaron desde la prisión de Marion, en Illinois, a la de Florence, en Colorado. En Marion, yo salía al patio una vez a la semana, y desde allí veía los árboles, los pájaros… Oía el ruido del tren y el cantío de las chicharras. Corría por la tierra y la olía. Podía agarrar la yerba y dejar que las mariposas me rodearan. Pero en Florence todo eso terminó.

¿Sabes que la ADX, que es la prisión de máxima seguridad de Florence, está destinada a los peores criminales de Estados Unidos y se considera la más inexpugnable y dura del país? Allí los presos no tienen contacto entre sí, es un laberinto de acero y cemento construido para aislar e incapacitar. Yo estuve entre los hombres que estrenaron esa cárcel.

Al llegar, me despertaban varias veces por la noche y en mucho tiempo no logré dormir por un período mayor de 50 minutos. En aquella galera éramos sólo cuatro presos, pero uno de ellos tenía un largo historial de problemas mentales y se pasaba la noche y el día gritando obscenidades, peleando su guerra contra enemigos invisibles. Estábamos casi todo el tiempo en las celdas, y hasta teníamos que comer en ellas. Todo el mobiliario era de hormigón y nada se podía mover. No comprendía cómo los vecinos del pueblo de Florence habían aceptado una cárcel tan inhumana entre ellos. Pero, hoy por hoy, la industria de las prisiones es de las más fuertes en Estados Unidos. Deja dinero y eso parece ser lo único que importa.

En Florence, por las noches, los presos se comunicaban a través de una especie de respiradero que estaba cerca del techo. Había que gritar para hacerse oír, todos gritaban y aquello lo que hacía era alterar los nervios.

Yo callaba y trataba de concentrarme en el ruido de las olas, cerraba los ojos y las veía romper contra la Cueva del Indio. El griterío de la cárcel se iba desvaneciendo. El mar subía y bajaba como un torso, contagiándome su fuerza y su respiración.

Sé que algún día pasaré toda una noche en la costa, y esperaré a que despunte el día. Luego quisiera hacer lo mismo en Jayuya, ver la salida del sol sobre la cordillera.

Con esa esperanza, en resistencia y lucha, te abraza tu abuelo…