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Cómo la masacre de Tlatelolco formó al héroe mexicano Raúl Álvarez Garín

Categorías: Latinoamérica, México, Juventud, Medios ciudadanos, Protesta
Students March In Memory of 1968 Massacre

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Este artículo, escrito por David Bacon, fue publicado originalmente [1] en el sitio web de NACLA (Congreso Norteamericano sobre América Latina, por su nombre en inglés). David Bacon es un reportero gráfico, y ha sido activista de derechos laborales y de inmigración durante cuatro décadas. Ha escrito cuatro libros de los cuales el último es El derecho de quedarse en casa (The Right to Stay Home; Beacon Press, 2013).

El 2 de octubre de cada año, miles de estudiantes mexicanos inundan las calles de la Ciudad de México, marchando desde Tlatelolco (la Plaza de las Tres Culturas) a través del centro histórico de la ciudad, a la plaza principal, el Zócalo. Recuerdan así a los cientos de estudiantes que fueron abatidos por su propio gobierno en 1968, un acontecimiento que formó la vida de casi cada joven con conciencia política en México durante esa época.

Este año, pocos días antes de la marcha, la policía municipal en Iguala, Guerrero, le disparó a estudiantes de la escuela local de pedagogía en Ayotzinapa. Más manifestaciones y marchas están llevándose a cabo en México, exigiendo que el gobierno encuentre a los 43 estudiantes que siguen desaparecidos. Muchos especulan que las tumbas encontradas en Iguala contienen sus cuerpos —asesinados por la misma policía, actuando como agentes del cártel de drogas local. Los estudiantes que marcharon el 2 de ocutbre estaban en las calles por ellos también, conscientes de que los sangrientos acontecimientos de 1968 no estaban tan lejos en algún pasado distante.

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Raúl Álvarez Garín fue uno de aquellos cuyo mundo cambió en Tlatelolco. Era el líder del comité de la huelga nacional estudiantil, que organizó huelgas en la universidad y movilizaciones callejeras durante la primavera de 1968. Este levantamiento rebelde fue simultáneo con protestas estudiantiles en Francia, Estados Unidos y, según parecía entonces, el mundo entero, En México culminó en una enorme manifestación en la Plaza de las Tres Culturas.

March In Memory of 1968 Massacre, and to Protest Taking of Land

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El gobierno mexicano se preparaba para las Olimpiadas de México ese año. Nunca había tolerado desacuerdo político más allá de límites muy estrechos, pero esa vez fue mucho más defensivo que lo habitual, pues temían cualquier movimiento social que apareciera para desafiar su control en la política del país. Las autoridades decidieron sacar el ejército y dispararales a los estudiantes.

De alguna manera, Álvarez sobrevivío a las balas en la plaza, y luego fue encerrado en una celda en la infame prisión de Lecumberri durante dos años y ocho meses. Murió el 27 de setiembre, luego de pasar la vida tratando de asignar responsabilidades por la decisión de dispararle a la multitud. En realidad, no había misterio al respecto. Las órdenes para la masacre fueron dadas por el entonces Secretario del Interior (Gobernación) Luis Echevarria. Pero Echevarria actuaba como parte del sistema político de México, organizado en el Partido Revolucionario Institucional (PRI). Álvarez quería que el crimen fuera reconocido públicamente y que se castigara a los culpables. Por pasar el siguiente medio siglo tras ese objetivo se convirtió no solamente en un héroe de la izquierda mexicana, sino en su conciencia.

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Álvarez ya era hombre de izquierda cuando llegó a Tlatelolco. Se había unido a los Jóvenes Comunistas, pero se retiró antes de 1968. Se casó con María Fernanda Campa, hija de Valentín Campa, uno de los radicales más famosos de México que vivió vivió en la clandestinidad y fue a prisión luego de liderar una huelga de trabajadores ferroviarios en 1958. Luego de su liberación, Campa se convirtió en el candidatp presidencial en 1976 del Partido Comunista Mexicano, antes de que se fusionara con otros partidos y desapareciera a la larga.

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Más adelante, era difícil imaginar a Álvarez tal como lo describían sus amigos en el ‘68 —un delgado muchacho impetuoso de 27 años. Cuando lo conocí en 1989, ya era un hombre de sustancial corpulencia. Fuimos a almorzar con su hermano, el economista Alejandro Álvarez, y pasamos horas hablando de política. Raúl se animaba, hablando por debajo de su enorme bigote más rápido de lo que mi defectuoso castellano podía captar. Hizo cientos de preguntas sobre los mexicanos y sindicatos en Estados Unidos y planeamos artículos para el periódico que editaba, Corre la Voz.

Álvarez creía que las palabras tienen poder. Antes de Corre la Voz, empezó otro famoso diario de izquierda, Punto Crítico, con otros veteranos de 1968. Su objetivo era hacer que su política fuera accesible a la gente común y corriente, no inspirar el debate entre dogmáticos. «Puso nuestros debates en contexto y mostró sus límites», recordó Luis Navarro, ahora editor del diario mexicano de izquierda La Jornada. «Su lenguaje era siempre comprensible».

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A través de los años luego de 1968, apoyó todas las luchas de los trabajadores que parecían que podrían lograr mejorar las condiciones, pero eso también desafiaba al orden político. Cuando la estructura política de México empezó a cambiar en la década de 1980, Cuauhtémoc Cárdenas postuló a la presidencia en 1988, contra el PRI que su padre había fundado 40 años antes. Álvarez y otros vieron la campaña de Cardenas como una apertura para despojar del poder al PRI, 20 años después de Tlatelolco. Cuando se contaban los votos de Cárdenas, y era claro que estaba ganando, las computadoras de las elecciones dejaron de funcionar repentinamente. Cuando regresaron a la mañana siguiente, el candidato del PRI, Carlos Salinas de Gortari, uno de los políticos más corruptos del país, fue declarado ganador.

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Durante y después de la campaña, muchas corrientes de la izquierda mexicana se unieron y organizaron el Partido Democratico Revolucionario. Álvarez fue uno de los fundadores. Empezó a buscar una manera de liberar a los trabajadores y sindicatos del PRI, de darle al nuevo partido una base de clase trabajadora. Lo conocí luego de las elecciones, cuando llegué a México con otros sindicalistas estadounidenses. El Acuerdo de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) ya estaba en el horizonte. Raúl y Alejandro Álvarez estuvieron entre las primeras personas que vieron la ventaja de la cooperación al tratar de luchar a ambos lados de la frontera.

Yo empezaba a trabajar como periodista al norte de la frontera. Raúl y Alejandro me ayudaron a entender que para todo el desastroso impacto del TLCAN en los trabajadroes de mi país, el acuerdo comercial tendría consecuencias mucho peores en Mexico. Pasé la última semana como juez en el Tribunal Popular Permanente investigando las causas de la migración de México a Estados Unidos y las terribles violaciones de los derechos de los migrantes en ambos países. Queda claro que subestimaron los daños. Y la represión en México no es solamente algo del pasado. Cuando nos conocimos como jueces en el Tribunal Popular Permanente, apenas días después de la muerte de Raúl Álvarez, escuchamos testimonios acerca de otras muertes en masa —de 73 migrantes muertos y enterrados en el desierto en el norte de México, y el descubrimiento de 193 más en 47 tumbas menos de un año después.

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El PRI finalmente perdió la presidencia en 2000, aunque no a manos de la izquierda sino del Partido de Acción Nacional, de derecha. No obstante, Álvarez creía que sería posible que un nuevo gobierno, incluso uno conservador, pidiera cuentas por las muertes de 1968. Se creó una nueva oficina, la Procuraduría Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado. Álvarez, Felix Hernández Gamundi y Jesus Martin del Campo presentaron una denuncia legal contra Echevarria por la masacre de Tlatelolco, las muertes de otros estudiantes en una protesta callejera en 1971, y la «guerra sucia» en la que el gobierno mexicano apuntó a los izquierdistas por asesinato durante el resto de los años 70.

Finalmente se presentó acusación formal contra Luis Echevarria Alvarez y Luis Gutierrez Oropeza por las muertes en Tlatelolco, y Mario Moya Palencia y Alfonso Martinez Dominguez, entre otros, por los ataques de 1971. Sin embargo, al final estos exfuncionarios pudieron evitar el juicio tras invocar tecnicismos legales que objetaban la capacidad de los procuradores para acusarlos. En realidad, el propio sistema político era reacio a desenterrar una red de responsabilidad que se hubiera esparcido para incluir a muchos otros. Sin embargo, Raúl Álvarez y sus dos codemandantes sintieron que su trabajo dejaba en claro al pueblo mexicano los terribles actos de represión que habían costado muchas vidas, y quién había dado las órdenes.

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En la retaguardia de la marcha del 2 de octubre estaban miembros del único sindicato visiblemente presente —el Sindicato Mexicano de Electricistas (SME). Álvarez y este sindicato han sido pilares de la política de izquierda en la Ciudad de México. Durante 20 años, el SME ha hecho campaña para evitar que el gobierno mexicano entregue el petróleo nacionalizado y las industrias de energía eléctrica a corporaciones privadas. Para neutralizar su oposición, los 44,000 miembros del SME fueron despedidos hace cinco años. El gobierno del PAN de Felipe Calderón ordenó al ejército ocupar las estaciones de generación y declaró al sindicato «inexistente». Cuando el PRI regresó al poder el pasado 1 de julio, forzó una enmienda constitucional que permitía la privatización.

Raúl hubiera señalado que en realidad no hay diferencia entre las políticas procorporativas del PRI y el PAN. Luchó para que partes del PRD no apoyaran las mismas reformas de privatización. Apenas días antes de su muerte, una delegación de líderes del SME fueron a su casa en Ciudad de México, y le dieron una credencial del sindicato, con lo que se convirtió en el miembro #16,600. Les dijo que se enorgullecía de ser miembro de este «sindicato en resistencia».

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La fotografía de Raúl Álvarez, tomada otro 2 de octubre unos años antes, fue cargada como bandera a la cabeza de los manifestantes este año. De haber estado vivo, sin duda él mismo hubiera estado al frente.

Texto y fotos © 2014 de David Bacon.