Este artículo escrito por Steven Cohen se publicó originalmente en el sitio web de NACLA y se republica en Global Voices como parte de un acuerdo para compartir contenidos.
Probablemente sea bueno que el artículo de opinión de mayo, escrito por el general del ejército estadounidense, John F. Kelly en el Heraldo de Miami pasase en gran parte desapercibido, sin embargo, hallazgos recientes han vuelto al cinismo que representa tan evidente que es difícil ignorarlo.
El objetivo del editorial del general Kelly es, aparentemente, extrapolar lecciones destacables de la campaña militar del gobierno colombiano contra la insurgencia izquierdista de la guerrilla del país. Siendo más específico, Kelly sostiene que el Plan Colombia, el paquete de asistencia militar proveniente de los Estados Unidos valorado en nueve mil millones de dólares que fue aprobado en el año 2000, les ha «mostrado el camino» para derrotar a ISIS, que según afirma, representa de manera similar un «enorme reto para los Estados Unidos y sus aliados».
A primera lectura, el artículo es un desfile relativamente directo de banalidad y adulación; notable solo porque el individuo que lo encabeza es el líder del Comando Suroeste estadounidense (SouthCom). Claro que, casi en su totalidad, contiene falacias, verdades a medias y tópicos sin importancia pero nada que se aparte demasiado del discurso oficial de Washington.
Alex Lee, subsecretario de estado adjunto para Latinoamérica y Cuba y, Bernie Aronson, enviado especial de los EE.UU. para las negociaciones de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FARC) en Colombia, presentaron evaluaciones positivas similares ante la Cámara de Representantes del Comité de Asuntos Exteriores justamente el mes pasado. Y la administración de Obama, en general, no se ha opuesto a ignorar los problemas en materia de derechos humanos y a exagerar el progreso económico en Colombia – particularmente, cuando se trata del Tratado de Libre Comercio cada vez más terrible entre EE.UU. y Colombia- al cual el Sr. Obama se opuso fuertemente en su campaña del 2008, pero que ha apoyado en calidad de presidente.
La relación entre EE.UU. y Colombia es, según indica Kelly, «especial». Aparte del denominado Gran Oriente Medio, ningún otro país ha recibido más apoyo militar y entrenamiento de EE.UU. en las últimas tres décadas. Aunque la mayoría de los colombianos no se apuraría en describirlo como un gobierno «responsable y fuerte, que protege a sus ciudadanos, defiende el imperio de la ley, combate la corrupción y brinda oportunidades económicas para todos», es lógico esperar cierto grado de relaciones públicas favorables. El editorial de Kelly no es el primer ejemplo, ni el más notorio. El expresidente colombiano Álvaro Uribe Vélez ha sido acusado verdaderamente de todo, desde crímenes en contra de la humanidad hasta repartir licencias de aviación para el cártel de Medellín. Y en el año 2008, George W. Bush lo condecoró con la Medalla presidencial de la Libertad.
Kelly no consigue fundamentar su premisa inicial, pero eso tampoco sorprende. Si realmente «sabemos cómo ganar» la batalla contra el Estado Islámico – y cualquiera que haya escuchado al circo de neo-opositores y soñadores geopolíticos que conforman el ámbito fundamental presidencial republicano se vería obligado a afirmar que «nosotros» en verdad sabemos – definitivamente no lo descubrimos analizando un conflicto que lleva más de medio siglo en las junglas de Sudamérica. El título de ese artículo, «La resolución de Colombia merece respaldo», parece reconocer que Kelly está interesado en servir a los intereses de uno de nuestros «amigos más fuertes y aliados más incondicionales», y no en compartir reflexiones estratégicas con la audiencia estadounidense.
Eso nos conduce directo a la verdadera misión de Kelly, que se le escapó tras una ronda de clichés particularmente manidos. Colombia, escribe, nos «ha enseñado que la batalla del relato es quizás la más importante de todas». Esto es lo más cercano que llega a reconocer que su editorial constituye un deliberado e incesante aluvión de información errónea.
El mes pasado, Human Rights Watch (HRW) publicó «On their watch«, un reporte de 95 páginas que debe terminar con las dudas acerca de las verdaderas intenciones de Kelly. Luego de haber evaluado entrevistas e investigación exhaustiva que llevaron meses, los autores del reporte concluyeron que «existe evidencia abundante que indica que numerosos oficiales militares de alto rango son responsables de la generalizada práctica militar colombiana conocida como ‘falsos positivos'».
El término falso positivo es un eufemismo, un término aparentemente técnico e inofensivo para referirse a un fenómeno que José Miguel Vivanco, director de HRW de América, ha caracterizado como «uno de los peores crímenes en masa suscitado en el hemisferio occidental en los últimos años». Que el término se haya sido consolidado y que incluso las personas que comprenden su significado todavía lo utilicen es justamente un testimonio de hasta que punto Kelly y compañía han logrado imponer los términos de la «batalla» del relato.
El falso positivo implica realmente el asesinato sistemático a sangre fría de civiles a cambio de lucro y beneficios políticos, una estrategia militar congruente con inflar estadísticas haciendo pasar a civiles ejecutados por rebeldes asesinados en combate. Con frecuencia las unidades involucradas en esta práctica – virtualmente todas las brigadas del ejército colombiano – elegían como objetivo a los elementos más vulnerables de la sociedad: a los pobres, drogadictos e incapacitados mentales. En algunos casos, los soldados recibían cadáveres frescos provenientes de los escuadrones de la muerte derechistas y los vestían con ropa de rebeldes. Esta iniciativa barbárica era permitida, nada menos que, por los mandos más altos de la milicia y por la oficina ejecutiva; además era incentivada de manera explícita a través de bonos, vacaciones pagadas y promociones.
Jamás alguien ha acusado a la justicia colombiana de integrar las «instituciones sólidas» que Kelly asegura admirar, y el falso positivo ofrece ser un caso de estudio bastante representativo. De acuerdo con la organización HRW, los fiscales se encuentran evaluando unas 3,000 ejecuciones extrajudiciales, que se presume son falsos positivos, perpetradas durante el período 2002-2008. (En 2014, un reporte fidedigno del Movimiento por la Reconciliación registró 5,763 presuntos casos entre los años 2000 y 2010). De los 800 soldados condenados hasta el momento, ninguno se encuentra por encima del rango de coronel. El procurador general colombiano declaró recientemente que 22 generales están siendo investigados por el papel que desempeñaron en los asesinatos, sin embargo, hasta la fecha ninguno de ellos ha sido acusado siquiera y, hay escasos motivos para suponer que próximamente alguien lo será.
Este escepticismo proviene, en parte, del hecho que tres de los comandantes de las cinco brigadas que supervisaron las cifras más altas de falsos positivos, han sido ascendidos al rango de comandante general del Ejército colombiano, entre ellos: el general Jaime Lasprilla Villamizar, quien se jubiló discretamente el mes pasado. Álvaro Uribe, el expresidente recalcitrante que instituyó la estructura de incentivos del falso positivo y encendió la llama política de la ofensiva basada en resultados del Ejército, es en la actualidad senador en ejercicio y líder de un destacado partido opositor que ha comparado la investigación de crímenes de guerra castrenses con el terrorismo político. Juan Manuel Santos, cuya gestión como ministro de defensa coincidió con el pico más dramático de esos incidentes, es el actual presidente de la nación.
Sin personal suficiente y saturada de trabajo la oficina del Procurador General ha administrado inadecuadamente sus recursos, por ende, ha fracasado en coordinar las investigaciones concernientes a los falsos positivos. Los fiscales batallan con la obstrucción de las fuerzas armadas recalcitrantes, que a su vez, se consideran víctimas de una «guerra judicial»: una vasta conspiración de infiltrados rebeldes y organizaciones no gubernamentales que simpatizan con los terroristas y periodistas, que trabajan para destruir los logros loables de la administración de Uribe. Y los soldados que deciden hablar al respecto afrontan amenazas y represalias violentas – que presuntamente provienen de elementos corruptos aislados de las fuerzas armadas que, según Kelly, no han «asimilado el entrenamiento de Derechos Humanos». La forma en que la administración de Santos ha lidiado con este problema es impulsando constantes «reformas», que ceden la jurisdicción de los falsos positivos a tribunales militares, donde han encontrado impunidad absoluta.
La única conclusión que se puede realizar sobre esta lamentable situación es que el gobierno colombiano carece de capacidad o de voluntad política necesaria para lograr controlar la criminalidad fanática, que Estados Unidos se ha dedicado a fortalecer durante las últimas décadas. Después de la evidente farsa del proceso de desmovilización negociado con el gobierno de Uribe en 2006, los paramilitares colombianos se han transformado en facciones que continúan aterrorizando a sindicalistas, periodistas y líderes comunitarios en gran parte del país. El nexo «para-político» de intereses lucrativos, mafiosos y extremistas reaccionarios, que apoyó el ascenso combativo a la presidencia del Sr. Uribe, permanece completamente intacto. Y la ley de víctimas de Santos ha contribuido más a legitimar la expropiación de tierras más grande en la historia de Colombia, en lugar de reparar la situación de más de seis millones de víctimas internas que se vieron afectadas por el desplazamiento forzado, la segunda cifra más grande de dicha población en el mundo.
Mucha de la evidencia presentada por HRW nunca antes había sido publicada, sin embargo, muchas de las acciones detalladas en el reporte han sido notorias desde hace años. Esto significa que, salvo que todo esto esté contemplado en la definición de un «ejército profesional comprometido con la defensa de los Derechos Humanos y la paz justa y equitativa» de Kelly, el comandante de EE.UU. responsable inmediato de Latinoamérica está actuando como portavoz de propaganda para algunos de los criminales de guerra más abominables de la región.
El Plan Colombia, desde luego, ha sido un ejercicio prolongado y deliberado de este tipo de complicidad y falsedad. Vendido originalmente en el año 2000 como una iniciativa antidrogas, que luego se transformó en un frente occidental de la guerra mundial contra el terrorismo de la administración de Bush, el paquete de nueve mil millones de dólares más asistencia militar, destinado a combatir a los insurgentes hasta el final, es una excusa barata para revivir el vestigio carísimo y letal de la Guerra Fría. Además ha fracasado de manera predecible en cada uno de sus objetivos establecidos – por ejemplo, el Plan Colombia no afectó el precio o la disponibilidad de la cocaína en los EE.UU.- sin embargo, eso no ha evitado que los oficiales estadounidenses se aferraran a sus peores aspectos o que elogiaran la operación en su conjunto como una historia de éxito regional. («Milagro» fue la palabra que Kelly utilizó en una entrevista el año pasado).
Al escuchar a Kelly y compañía contar la historia uno creería que el único propósito fue, desde un inicio, «obligar a un adversario comprometido a participar en la mesa de negociaciones». Dicho adversario, Kelly señaló en la entrevista del 2014, ha sido «el máximo violador de derechos humanos del planeta» durante «los últimos 25 años».
Perdido en algún lugar de la batalla narrativa yace el hecho, de que durante los últimos 25 años, las FARC no ha sido el máximo violador de derechos humanos en Colombia. Es más, según los analistas serios, el Plan Colombia fue uno de los principales factores que provocaron el fracaso de las previas negociaciones del gobierno con los rebeldes. Si Kelly hubiera considerado que su misión era «preparar el camino hacia la paz», él no hubiese publicado su artículo de opinión cuando lo hizo: justo en el momento cuando el proceso de paz, de dos años y medio, estaba tambaleando y las negociaciones se preparaban para abordar el tema de justicia transicional, para los rebeldes de las FARC, que «desplazaron a inocentes y destruyeron los medios de sustento en todo el territorio de Colombia» y para la milicia colombiana, que hizo exactamente lo mismo solo que a mayor escala.
Para que la reformulación final del Plan Colombia funcione como un faro para alcanzar la paz exige describir a los falsos positivos – cuando siquiera los mencionan – como una aberración, más que una táctica militar centralizada indicativa de una lógica de guerra más generalizada. No obstante, las comunicaciones de la embajada revelan que los oficiales estadounidenses estaban al tanto de la modalidad de «contar cadáveres» de la milicia colombiana desde 1994, mucho antes de que la ola masiva de asistencia y entrenamiento llegase con el Plan Colombia. Dentro de una muestra limitada pero reveladora, los comandantes que estuvieron en la infame Escuela de las Américas del ejército estadounidense (SOA, actualmente denominado como el Instituto de Cooperación y Seguridad del Hemisferio Occidental -Whinsec, por sus siglas en inglés) han demostrado ser, de manera significativa, más propensos a liderar múltiples asesinatos de falsos positivos.
En todo caso, las primeras revelaciones más graves de falsos positivos no fueron suficientes como para que el Departamento de Estado suspendiera la asistencia a la milicia colombiana, fundado en violaciones de derechos humanos. Tampoco lo fueron los continuos y bien documentados informes de colaboración entre la milicia y los escuadrones de la muerte derechistas, una alianza que bien pudo haber sido política oficial en gran parte del período inicial previsto para el Plan Colombia.
De acuerdo con un reporte anterior del HRW, la reorganización de la inteligencia colombiana de 1991 de la CIA fue la que «ocasionó la creación de redes que identificaban y asesinaban a civiles sospechosos de apoyar a las guerrillas». Durante los 15 años siguientes, estos grupos paramilitares autorizados por el estado asesinarían, violarían, torturarían y harían desaparecer a decenas de miles de individuos y, provocarían el desplazamiento forzoso de cientos de miles más. Cuando entró en vigencia el Plan Colombia, ellos ya estaban completamente integrados en el sistema militar colombiano, conformando efectivamente así una sexta división del ejército, según una frase de otro reporte de HRW. Según la vigilancia de la Escuela de las Américas, ese Ejército incluyó a más egresados de la SOA que ningún otro cuerpo en Latinoamérica.
Esto recuerda mucho al papel de los Estados Unidos para fomentar la Operación Cóndor: el programa secreto transfronterizo para reprimir, torturar y asesinar presuntos subversivos implementado entre las dictaduras militares del cono sur durante la década de 1970. Y nadie que esté familiarizado con las aventuras de cocaína de la administración de Reagan en Centroamérica se sorprenderá de saber que estos mismos grupos paramilitares colombianos asumieron el control en aspectos clave del tráfico de drogas colombiano, después de ayudar a los Estados Unidos a rastrear y asesinar a Pablo Escobar.
El «narcoterrorismo», la causa de guerra del Plan Colombia, fue en sí un producto del aparato de comunicaciones de Reagan, una alianza público-privado dudosamente legal y secreta para manipular la opinión pública estadounidense. Como bien lo explica Greg Grandin en el libro Empire's Workshop, la nueva derecha estadounidense busca «reducir la política exterior a una serie de puntos de discusión emocionalmente cargados», similar a los esparcidos en el artículo del general Kelly, como sobras de la recaudación de fondos de Heritage Foundation. Con este fin, la administración de Reagan enumeró una red de cristianos fundamentalistas, charlatanes financieros y desguazaderos políticos conservadores en una campaña coordinada de guerra psicológica contra la ciudadanía estadounidense, que comenzó con sus propios medios de comunicación.
En 1944, George Orwell escribió en su columna habitual para London's Tribune que «la historia es escrita por los vencedores», un adagio, banal en la actualidad, rescatado por la afirmación ingeniosa de que «nuestra única reivindicación de la victoria es que, si ganamos la guerra, tendremos que mentir menos que nuestros adversarios». Como Grandin ha argumentado de manera convincente, la contribución más perdurable de Ronald Reagan en política exterior y de la política del partido conservador en general, ha sido la codificación del principio opuesto.
La administración de Reagan comprendió, al igual que lo hizo la administración de Bush durante la invasión en Irak y, como el general Kelly lo comprende ahora, que la historia no es un trofeo que pende amorfo sobre el campo de batalla. Constituye su propio ámbito de conflicto, vinculado pero no determinado totalmente por las realidades sangrientas de la guerra. Perder la batalla militar no implica necesariamente ceder el territorio de combate intelectual. (Solo pregúntenle a los hijos de los veteranos confederados). Con frecuencia, el resultado de un determinado conflicto bélico depende de cuál adversario puede contar más mentiras de manera consistente.
El relato colombiano importa no solo porque Estados Unidos tiene la obligación moral de reparar, tanto como sea posible, el daño que ha provocado en el país. El relato es importante porque los hechos nunca lo fueron, y porque Colombia es un peldaño más en el camino hacia el imperio y las bases que se construyeron conducen a una nueva conquista.
Cualquiera que tenga la esperanza de vender el Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP) en base a disposiciones de Derechos Humanos o ambientales debe explicar por qué el Plan de Acción Laboral no fue descartado en el mismo momento en que entró en vigencia el Acuerdo de Libre Comercio colombiano. Pero no lo explicarán. Y no lo harán por las mismas razones que el narcoterrorismo, un término acuñado por un gobierno que ha vendido misiles a los mullahs iraníes y hecho circular cocaína entre los «luchadores de la libertad» nicaragüenses, podría ser utilizado una década después como una justificación seria para tener una mayor intervención militar estadounidense en el extranjero. Por las mismas razones que el Plan Colombia ha sido considerado, desde entonces, como un modelo para la desastrosa y privatizada guerra contra el narcotráfico en Afganistán y el catastrófico combate al narcotráfico en México y Centroamérica.
Esto es lo que sucede cuando la verdad fracasa en la «batalla por el relato». El resultado es Estados Unidos financiando tropas colombianas para que operen como entrenadores sustitutos para fuerzas corruptas y abusadoras en Latinoamérica y demás países. Se obtiene una situación en la que un ejército que siempre ha sido mejor asesinando campesinos que derrotando enemigos en el campo de batalla, ahora, alberga expectativas realistas de un rol más amplio en «el mantenimiento de la paz internacional», como afirma el general Kelly.
La misión militar estadounidense en Colombia ha venido perdiendo fuerza desde hace unos años, no obstante, la guerra por el relato es más vital que nunca. Y si la historia es algún indicador, entonces, la verdad por sí sola no sobrevivirá.
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Steven Cohen es un periodista-investigador para The new Republic. Experiodista autonómo y editor para Colombia Reports, su trabajo sobre Colombia fue publicado en ThinkProgress, The Nation, The New Republic, Vice, entre otros. Puedes seguirlo en Twitter a través de su cuenta @SD_Cohen.