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Pintar uñas, un oficio que recluta a más y más jóvenes mujeres en Bolivia

Categorías: Latinoamérica, Bolivia, Economía y negocios, Medios ciudadanos, Mujer y género

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Este post por Mabel Franco fue publicado [1] originalmente en La Pública y reproducido aquí mediante nuestro acuerdo de colaboración.

La vamos a llamar Claudia. No es su nombre, pero ella quiere proteger su identidad para cuidar el trabajo que ha conseguido. No será el mejor, pero es el único que ha encontrado hace un mes y es tan precario que no puede darse el lujo de despertar suspicacias en su empleadora.

Claudia está en el rango de edad de 20 a 30 años. Es mamá de dos niñas y tiene un esposo que trabaja en una fotocopiadora. “Lo que gana no alcanza, así que yo ayudo”. Estudió peinados en un instituto, pero donde ha hallado trabajo es un lugar dedicado a pintar uñas con diseño.

En un espacio ubicado en la zona de Sopocachi (centro oeste de La Paz, Bolivia), mediano y con ventanales a la calle, ella y otras tres chicas esperan sentadas detrás de mesitas a las clientas deseosas de tener uñas primorosas. Es martes por la tarde, así que no hay mucho movimiento. Sólo una de las manicuristas está ocupada; Claudia y las demás dormitan con medio cuerpo sobre la mesa.

Llega una clienta, así que las muchachas se incorporan de prisa.

Claudia apenas habla. Cuesta sacarle palabras, menos si se refieren a su empleo. Como el diseño escogido es de mucho detalle, cada uña distinta, hay tiempo para vencer su resistencia.

“Trabajo medio tiempo; hay otras chicas que están todo el día. Me toca por la tarde”. De 14.00 a 21.00, dirá luego. Como son casi las 17.00, una de las compañeras sale a comprar algo para comer. Unas empanadas de Bs 1,50. Todas dan su parte.

De manera que siete horas son medio tiempo.

¿Cuánto gana? “Depende; la dueña nos paga un porcentaje de lo que ganamos por cada clienta, y el monto a cobrar depende también del diseño”. Claudia evade la pregunta sobre el porcentaje. “Saco Bs 800 si el mes es flojo y hasta 1.200 si hay movimiento”, revela en voz baja. Habrá que creerle, aunque otra pintadora de uñas, Marcia, quien trabaja por el centro paceño, comentará al respecto: “Mmmm, puede ser que sí, pero también puede ser que no”.

No hay contrato firmado ante el Ministerio de Trabajo. Sólo un acuerdo privado que no incluye el pago de aguinaldo.

Claudia no está segura de si la dueña del local le dará algo extra a fin de año. “Ojalá”.

Uña tras uña, la charla se va animando. Sin saber cómo, Claudia ha terminado hablando del pueblo de su mamá. Caquiaviri. “Conozco”, le digo; “tienen allí una iglesia hermosa”. Parece sorprendida y por vez primera me mira de frente y sonriente. Insisto: “He viajado mucho por el altiplano, conozco historias muy lindas, algunas de terror”. Claudia se anima y recuerda los sustos que pasó junto a su hermanita caminando por la noche en un pueblo que no tenía energía eléctrica y sí muchos cuentos sobre aparecidos y hasta OVNIS.

Puntitos, rayitas, rojo, blanco y negro, las uñas van quedando carnavalescas. Claudia está irreconocible por lo parlanchina. “Este gobierno, con su doble aguinaldo nos está arruinando”, comenta. ¿Por qué? “Todo ha subido. Las caseras del mercado me dicen: hay plata, que paguen. Yo les respondo que no todos recibimos ese doble aguinaldo, pero no les importa. Si hay una marcha en contra o algo así, yo voy a participar”.

Listo. La última capa de esmalte invisible ha sido colocada. Mientras soplo mis uñas para que sequen del todo, Claudia llena un ticket en el que detalla el trabajo. Bs 15, de los cuales una parte irá para ella.

Marcia, una detallista

Marcia es una mujer dinámica. “Quienes no me conocen piensan que soy peleonera; pero no”, se describe quien podría pasar por la dueña del lugar en el que una docena de chicas pinta uñas.

El salón, metido dentro de un conjunto de oficinas en un edificio, sin ventanas por tanto, huele a químicos tan intensamente que “a veces llego a mi casa con dolor de cabeza o casi drogada”, explica esta mamá, de una edad entre los 30 y 40 años, cuyo único hijo, un joven universitario, necesita todavía de su ayuda.

En el lugar hay un solo hombre detrás de una mesita. Pero no está allí para pintar sino para anotar qué hacen las empleadas de la dueña del local que tiene otro de peinados y de pintado de uñas en el piso superior. Como Claudia, había comentado que algunos chicos se estaban animando a ser manicuristas, a instancia nuestra Marcia comenta en voz alta mirando al joven: “Ya sabes poner sellitos, ¿no? (una técnica de pintado de uñas)”. “Claro que no”, se avergüenza el varón. Su compañera de trabajo lo explica: “Tiene miedo de que crean que es gay”.

Marcia dice que trabaja hace tantos años en el oficio, que ya es independiente. Es decir, paga un alquiler a la dueña, además de que le compra a ella los esmaltes, y a cambio puede trabajar en el salón cobrando por su cuenta.

No tiene aguinaldo ni vacaciones ni seguro médico. A la de Dios pasa sus días. ¿Cuánto gana? No alcanza, es su respuesta; “por eso yo no solamente pinto aquí, me muevo a otros sitios y también peino, que para eso he estudiado”.

A Marcia se la podría llamar artista. Una flor, elegida de entre el abundante muestrario, adquiere sombra, tallo, hojitas. Todo en el diminuto soporte de una uña.

“La competencia es el problema”, se lamenta. “Hay muchos sitios como éste y cada vez más chicas que saben cómo pintar. Son universitarias, vienen por horitas. Algunas son tan bonitas, que las dueñas de los locales las eligen a ellas”.

Sobre el pago, Marcia explica que a las nuevas la dueña les reconoce el 35% de lo que ganan por clienta; las antiguas reciben 50%. “Sólo de eso, nadie podría vivir”.