Precariedad y resiliencia en Calais

Migrants protest that UK open the border Calais Eurostar Terminal France. PHOTO © Jess Hurd/reportdigital.co.uk  © Jess Hurd/reportdigital.co.uk Tel: 01789-262151/07831-121483   info@reportdigital.co.uk   NUJ recommended terms & conditions apply. Moral rights asserted under Copyright Designs & Patents Act 1988. Credit is required. No part of this photo to be stored, reproduced, manipulated or transmitted by any means without permission.

Migrantes se manifiestan para exigir que el Reino Unido abra la frontera en el Terminal de Eurostar en Calais, Francia. FOTO © Jess Hurd/reportdigital.co.uk. Aplican términos y condiciones recomendadas de NUJ. Derechos morales válidos según la Ley de Derechos de Diseños y Patentes de 1988. Se requiere mencionar el crédito. Ninguna parte de esta foto puede ser conservada, reproducida, manipulada o transmitida por medio alguno sin autorización.

A la entrada del matorral y dunas de arena cubiertas de basura que sirven como hogar precario a más de 5,000 hombres, mujeres y niños que los habitan, hay carteles pintados en trozos de madera contrachapada y cartón, que dan la bienvenida a los visitantes de “La Selva” y piden justicia, libertad y refugio para sus habitantes.

Delgadas carpas multicolores y refugios de lona provisionales están agrupados en diversos campamentos en las afueras de Calais, permanencia comparativa marcada por intentos de crear una sensación de hogar y relativa normalidad. Algunas de las lonas están adornadas con pinturas, símbolos y recuerdos de lugares y personas que han quedado atrás y declaraciones de pérdida, esperanza y lucha: “Darfur está sangrando”, “Libertad, no rejas”, ”Esas fronteras matan”, “Ser negro no es un delito. Orgulloso de ser negro”, “Somos sobrevivientes”.

Las personas que buscan refugio que intentaron cruzar el Canal de la Mancha la noche anterior caminan lentamente de regreso al campo en grupos, exhaustos y coreando calladamente mientras pasan las fogatas madrugadoras de los que se están despertando. Pasan noticias de los que lograron cruzar y de los muchos que no lo consiguieron. Algunos de los que buscan calor alrededor de las fogatas usan muletas, o palos para caminar de fabricación casera, a la espera de que sanen las múltiples fracturas sufridas mientras trataban de viajar de polizones en camiones o al saltar a trenes de alta velocidad antes de volver a intentarlo. Otros tienen los ojos hinchados por exposición a gas lacrimógeno o gas de pimienta, extremidades y costillas amoratadas debido a la violencia policial que visitó sus cuerpos.

A pesar de los desolados alrededores, los ocupantes —de Eritrea, Etiopía, Sudán, Afganistán, Siria, Somalia, Palestina, Iraq, Libia, Argelia, Mali y muchos otros lugares— intentan crear una comunidad y espacios de bienvenida. Los ocupantes del campo organizan restaurantes, una pequeña panadería, una biblioteca y colegios, un espacio para artes y música, lugares de culto y centros comunitarios, construidos con los mismos materiales de los refugios donde duermen: madera desechada de camastros, sábanas y lonas de plástico, madera contrachapada, planchas de hierro corrugado, materiales rescatados y tela y frazadas donadas.

En la iglesia Ortodoxa Etíope, hombres y mujeres se reúnen para rezar. Con triste y hermosa música ceremonial que suena como fondo y velas e incienso que arden en pequeños altares, Sara, de 22 años, que ha estado viajando desde hace más de un año y medio, se recuesta y exhala. “Es el único lugar en el campo donde me puedo relajar, donde realmente me siento humana. Vengo acá para escapar del caos y ruido de afuera y para sentir esperanza”.

Sara vive con otros cuatro amigos de Eritrea y Etiopía, todos con familia inmediata y extendida en Inglaterra. Todos esperan lograrlo, juntos, a lo largo de la resguardada frontera de rejas y alambre de púas y otros que indican la distancia final de su larga travesía. Detenida en Libia con otros eritreos mientras sus familias se vieron obligadas a pagarle a los traficantes más dinero para que los liberaran, conoció a otros viajeros que habían sido torturados o violados por sus captores. “Esa fue la peor parte”, dice. “Las mujeres estaban tan avergonzadas, no querían que sus familias supieran, pero era obvio que realmente estaban sufriendo. Estamos vivos y somos fuertes, pero hemos pasado por experiencias en este viaje que nunca olvidaremos”.

Luego, en la pequeña estructura donde viven Sara, Awet, Mariam y sus amigos, nos sentamos juntos mientras hacen injera (pan muy fino, básico en la comida etíope, N. del T.) y estofado condimentado de tomate en una estufa de campamento. Un recién llegado, un kurdo que viaja solo, entra y pregunta si puede tomar prestada una olla. Meron, graduado de 25 años, le da una, luego lo invita a que se una a nosotros en el suelo para almorzar. Él duda, antes de declinar tímidamente. “La solidaridad es tan importante en el campo”, relfexiona Meron. “Nos mantiene fuertes y nos da esperanza. Si no nos ayudáramos entre nosotros, nuestra situación sería mucho peor”.

En una carpa cerca de la clínica de madera contrachapada del campo, Ahmed, ingeniero palestino y trabajador juvenil del campo de refugiados Yarmouk en Damasco, da la bienvenida a los transeúntes con té y recuerdos. Ahmed es miembro de un dinámico centro comunitario en Yarmouk, y él y sus amigos intentaron imitar algunas de sus actividades mientras estuvieron en campos de refugiados en Turquía. “Pensamos que podríamos conservar una sensación de comunidad recordándonos nuestra identidad más allá de ser refugiados, de nuevo”, dice, “pero nuestra experiencia —en Turquía y en Europa-— ha sido difícil y humillante. Solamente pedimos que nos traten como iguales, como seres humanos”.

Sentados en las bancas para quienes esperan afuera de la clínica, un grupo de hombres sudaneses y eritreos hablan acerca de quienes conocieron y de quienes han escuchado que han muerto en los últimos días, semanas y meses tratando de cruzar a Inglaterra. Un profesor somalí electrocutado al tratar de saltar a un tren, una estudiante eritrea atropellada por un auto al huir de la policía que la perseguía; un músico kurdo que murió aplastado por un camión; un padre sudanés de tres hijos atropellado por un tren; cuerpos sin identificar empujados por la marea, de quienes estaban tan desesperados como para tratar de nadar a través del canal de noche; y muchos otros que se suman a una lista de muerte creciente y evitable donde hay rutas de paso seguro y legal.

“Escapamos de las guerras y la opresión, pero cuando llegamos acá nos trataron como criminales”, dice Mulu. “También tenemos que enfrentar agresiones de la policía y grupos racistas locales que nos atacan si nos encuentran solos”.

Khalil es un tendero argelino cuya esposa e hija se quedaron en Londres cuando él regresó a Argel para el funeral de su madre. Después le negaron el regreso a Inglaterra y afirma: “Tenemos el derecho de estar con nuestras familias y hacer nuestras vidas. Miren alrededor de este campo, ¿de dónde es la mayoría de gente acá? Somos de países que han sido colonizados o han luchado guerras contra ellos —por lo mismos países que ahora nos tratan como criminales y nos hacen arriesgar nuestras vidas para reunirnos con nuestras familias”.

Después, caminamos a través del barro y los charcos de aguas servidas hacia la biblioteca con Samer, profesor y padre de Sudán. Está ayudando a erigir una escuela para niños y cursos de idiomas para adultos, y a nuestro paso, caminamos junto a un hombre encorvado y mucho mayor. Hussein, abulelo de 74 años de Irán cuyo hijo vive en Londres, señala los desbordados inodoros portátiles y las carpas expuestas al clima. “Mi cuerpo es muy viejo para este campamento y muy viejo para poder subir a los camiones o trenes. Pero, con suerte y la voluntad de Dios, cruzaré”. Lo volvemos a encontrar cuando el sol se ponía, solo, sentado en una caja vacía de plástico. Nos detuvimos a conversar, y al irnos repite: “Con suerte y la voluntad de Dios, cruzaré”.

Al caer la noche empieza a llover, y nos sentamos con familias afganas, sirias, iraquíes y kurdas en una sección del campamente donde se han reunido familias recién llegadas. Sentados alrededor de fogatas alimentadas con restos de madera de camastros y todo lo que sea suficientemente combustible como para quemarse, la gente lucha por permanecer secos debajo de lonas y sábanas de plástico. Circula té caliente y dulce, y los que tienen algún instrumento tocan alguna canción de casa.

Ahmed, florista de Damasco que estuvo sin trabajo en los meses anteriores a su partida —“Las flores son para ocasiones alegres y nos quedaba poco para celebrar”— se sienta con su hijo Mallas, que tiene 12 años, es cariñoso con todos a su alrededor, y tiene discapacidad intelectual. Ahmed luchó para controlarlo en el bote inflable de hule en el que cruzaron desde Turquía a la isla griega de Samos. “Quería pararse y moverse y tuvimos que dominarlo físicamente para que el bote no se volcara”. Dependió de la ayuda de otros compañeros de viaje en el camino y espera que al final reciba servicios de apoyo en donde sea que finalmente pueda pedir asilo. “Es la única razón por la que salimos de Siria. Mi esposa e hija se quedaron hasta que pueda solicitar reunificación familiar y las haga venir, pero los dos queríamos estar en un lugar en donde nuestro hijo reciba apoyo y se le dé el respeto que merece”.

Hozan, kurdo de 65 años de Mosul, muestra las cicatrices en sus tobillos y muñecas y las heridas en sus brazos y cuello. Fue secuestrado por ISIS luego de la caída de Mosul, y torturado durante meses. “Me trataron como un animal y me amenazaron con ejecutarme. Me decían, todos los días, prepárate para morir, pero de alguna manera viví”.

Jamila, con un embarazo de nueve meses, de Dohuk en Kurdistán, ha caminado decenas de kilómetros en las últimas semanas. “Quería esperar hasta que naciera el bebé antes de partir, pero no tuvimos opción”, dice.

Fatima, profesora de inglés de Herat en Afganistán, se sienta rodeada de sus cinco hijos. El menor tiene cuatro años y se sienta en el regazo de su madre, con la cabeza apoyada en el pecho de Fatima. “Me siento muy mal por lo difícil que este viaje ha sido para mis hijos”, dice, “pero no nos quedaba otra —tuvimos que irnos. Espero que tengamos la posibilidad, en el futuro, de vivir en paz y seguridad”.

Mientras quienes intentarán cruzar en la lluvia se preparan —envolviendo teléfonos móviles y documentos en plástico, escribiendo sus brazos o en pedazos de papel para que sus cuerpos puedan ser identificados si quedan heridos o mueren, tomando últimas tazas de té y despidiendo a amigos con la esperanza de que habrán cruzado por la mañana— Amadou de Mali está pensativo. Ha sobrevivido a un barco que se hundió en la costa de Lampedusa y el ahogamiento de muchos que conoció en el barco. Para evitar ser registrado en Italia o en otro lugar en el camino, anduvo cientos de kilómetros para evitar a funcionarios de fronteras y migraciones, y lo explotaron y le robaron el poco dinero que le quedaba. Varado en Calais en los últimos meses, ha dependido del limitado pero comprometido apoyo de organizaciones locales con recursos insuficientes, activistas solidarios y grupos de voluntarios.

“A pesar de todo”, dice Amadou, “he conservado mi dignidad. Y mi esperanza —de una nueva vida— es muy fuerte. He llegado hasta acá y tengo que continuar”. Él y cientos más caminan hacia la noche y hacia un futuro incierto y precario.

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