Las mujeres y las maras: otra vuelta de tuerca en el complejo mundo de las pandillas centroamericanas

La presencia de las mujeres en las maras de centroamérica crece y su importancia, tanto dentro como fuera de los grupos es crucial para los procesos de pacificación. En la imagen, una mujer pandillera de El Salvador con los tatuajes que distinguen a los miembros de las maras. Fotografía de The Guardian [seudónimo del autor] publicada en el blog Oriente al Día y usada con autorización.

La presencia de las mujeres en las maras de Centroamérica crece y su importancia, tanto dentro como fuera de los grupos muestra su importancia para el avance en los procesos de pacificación. En la imagen, una mujer pandillera de El Salvador con los tatuajes que distinguen a los miembros de las maras. Fotografía de The Guardian [seudónimo del autor] publicada en el blog Oriente al Día y usada con autorización.

El movimiento de las maras (o pandillas), que representa un porcentaje importante de la violencia que azota a Guatemala, El Salvador y a Honduras (conocido como el triángulo norte), toma tintes más complejos cuando se mira desde las perspectivas de las mujeres.

De acuerdo con el estudio hecho por la UNICEF en 2011, las mujeres representan aproximadamente el 20% de los integrantes de las pandillas solamente en Honduras. Estas pandillas, que vinieron como un coletazo de la guerra civil que mantuvo en jaque a la región por una década, han representado también para muchos un refugio del desamparo y la violencia que determina las vidas de muchos jóvenes.

Para muchas mujeres, pertenecer a las maras significa refugiarse de la violencia cotidiana y fortalecerse frente a las agresiones del entorno (muchas veces cometidas por las pandillas mismas). El Salvador es un país peligroso para las mujeres según el Observatorio de violencia de la ONG Organización de Mujeres. Salvadoreñas por la Paz (ORMUSA), alrededor de 2,521 mujeres han sido asesinadas en los últimos seis años, con un promedio de 420 por año; una estadística que no baja a causa de la violencia por el tráfico de drogas de la región.

En el informe de la ONG Interpeace “Violentas y violentadas, se destaca que los factores que empujan a muchas jóvenes a formar parte de las maras son «la pobreza extrema, la violencia sexual, el maltrato infantil, la deserción escolar, el desempleo, el fácil acceso a las armas y las drogas y, en todos los casos, crecer en un entorno de violencia y barrios donde existen pandillas.»

El sitio especializado InSight Crime hizo también un análisis de los problemas enfrentados por las mujeres de estas zonas y destacó:

 A partir de 2012, El Salvador registró la tasa de feminicidios más alta del mundo. Según el ex ministro de seguridad del país, el aumento de los feminicidios coincidió con la creciente incorporación de las mujeres a las pandillas. En Honduras, especialistas en temas de género informaron en 2010 que las novias y las madres de los pandilleros estaban siendo asesinadas cada vez más en actos de venganza.

De jainas a mareras: La participación de las mujeres en respuesta a la violencia

La pobreza, la violencia estructural y la marginación han sido causas de peso en la entrada de hombres y mujeres a las maras. Sin embargo, la violencia que sacude a las mujeres está más normalizada y fortalecida por el entorno y sus estructuras. Otros motivos por los que las mujeres suelen iniciarse en las maras son por estar relaciones abusivas, por tener una pareja que ya forma parte de las pandillas, o para sentirse segura frente a posibles violaciones en las calles.

En una entrevista con La Vanguardia, Lucía Pérez, miembro de la MS (Mara Salvatrucha, una de las pandillas más temidas), reconoce en su testimonio el contexto de pobreza y violencia que rodeó su entrada al mundo de las pandillas y cómo debió ganarse el respeto de la pandilla:

Yo me gané el sitio dentro de las filas. Era ruda y valiente. En general, a las mujeres nos toca hacer casi lo mismo que a los hombres: robar, vender drogas, armas, organizar algún secuestro y asesinar, claro […] En el barrio era parte de la rutina, de la forma de socializar, de sobrevivir. A mí nadie me dijo que era bueno o era malo. A los 12 años aprendí a ser una asesina, pensaba que era la mejor forma de defenderte, de ser del grupo fuerte y no del débil.

La historia de Lucía muestra también la dificultad que representa separarse de las pandillas, no solamente por los duros códigos internos que lo impiden, sino también por la mirada fuera de ellas:

[Yo] estaba tatuada y [con] eso todo el mundo sabe que es por que perteneces a una Mara. [Además…] la policía me había detenido varias veces, y con estos antecedentes nadie te da trabajo. Un día, me encontré que no tenía pañales para mi segunda bebé, que apenas tenía una semana. Le pedí dinero a su papá y éste me obligó a que lo acompañara a asaltar la casa de una anciana y [ahí] nos detuvieron.

En un testimonio publicado en el blog de noticias y opinión Oriente al Día, un maestro de escuela secundaria ofrece su visión de la interacción de las jóvenes con las pandillas y cómo  permean los distintos espacios. En algunos casos las chicas se hacen novias de mareros y se les conoce como «jainas», en otras, se forman parte directa de la pandilla:

El reclutamiento de mujeres es primordial en la mara, ya que estas ayudan a esconder droga, recoger la renta e incluso asesinar a miembros de la mara rival […] Las jainas son mucho más peligrosas que las mismas mareras. Nadie puede tocarlas, ni verlas. Ellas tienen que ser leales a su marido para no perder este status dentro de la mara, y la vida.

Iniciaciones y salidas de las mujeres en las maras

En un principio, las mujeres aspirantes a pandilleras tenían que soportar ser violadas por varios o todos los miembros de una pandilla. Hoy en día muchas pueden elegir entre ser violadas o ser golpeadas, como a la mayoría de sus contrapartes masculinos. La mayoría elige lo segundo: para muchas de ellas, asumir los golpes supone una forma de imponer respeto y demostrar ser tan fuertes como los hombres, según el informe de Interpeace

Salir de la pandilla es algo que no se plantea, pues los miembros de las maras lo son hasta la muerte. En el testimonio recogido por Andrés Martinez en Soitu.es, «Little One», una expandillera, explica cómo entrar a «la 18″, una de las pandillas más importantes de El Salvador fue una decisión sin regreso:

Ingresar en una mara te marca de por vida, y en el caso que nos ocupa de forma literal: un 18 tatuado en su cara le recuerda cada vez que se mira al espejo que hace tiempo tomó una decisión sin marcha atrás […] Hoy se ha convertido en su castigo, en el responsable de que no pueda salir a la calle. […] Si la ve la policía, seguramente la detengan. Si se le ocurriese borrarse el tatuaje, los '18’ podrían sentirse ofendidos, entenderlo como un rechazo a la mara, y eso se castiga.

La estructura pandillera puede verse como una réplica, más violenta, del sistema machista fuera de las maras. En el documento Segundos en el aire, de la Universidad Simeón Cañas y el Instituto Universitario de Opinión Pública, señalan que su estructura patriarcal hace eco de la sociedad “macro” salvadoreña:

Es un grupo de hombres, configurado por hombres, pensado por hombres y diseñado por hombres, en el que las mujeres son minoría cuantitativa, y en el que no existen razones para creer [… están] todos los estereotipos, prejuicios, desbalances y desigualdades entre hombres y mujeres que prevalecen en la patriarcal sociedad salvadoreña […]. De hecho, el machismo de la pandilla es una réplica, en versión micro, del extenso patriarcado salvadoreño.

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