Un año después del ataque al colegio de Peshawar, las heridas siguen abiertas

Candlelight vigil in London for the victims of the Peshawar school siege. PHOTO: Kashif Haque (CC BY-SA 4.0)

Vigilia con velas en Londres por las víctimas del ataque al colegio de Peshawar. Foto: Kashif Haque (CC BY-SA 4.0).

Por Amber Shamsi

Hace un año, mi hija Hira me contó de un sueño que tuvo. Era la única niña en su colegio. Todo a su alrededor era silencio, mientras se escondía detrás de un tobogán en el patio manchado de sangre, salvo por el chirrido de un columpio, como si alguien acabara de salir de ahí. Su respiración llegaba en rápidas ráfagas de vapor; hacía frío, parecía que un viento terrible se había llevado la mitad del sol por delante. El césped debajo de gruesas manchas de sangre parecían filtrados de color, cubierto de escarcha, casi. No sabía a dónde se habían ido todos los demás, ni de qué corría. Un terror anónimo y amorfo acosaba su colegio.

Me contó de este sueño pocos días después de que regresé de Peshawar. No estuve cerca para consolarla porque había estado informando sobre historias reales de horror y terror el 16 de diciembre y después. Solamente pude brindarle unas cuantas palabras de consuelo y seguridad, consuelo frío, tan inútiles como son los ahorcamientos, las operaciones militares y la retórica contra militantes y militancia para los padres que perdieron a sus hijos de la manera más brutal posible en el Colegio Público del Ejército el 16 de diciembre de 2014.

Este año, me siento muy mal como para informar sobre el año que ha pasado. No puedo hacer preguntas sobre por qué tenían que morir niños antes de que el país pudiera entender el costo de nuestros disparates de profudidad estratégica, o si los del Talibán son monstruos. ¿Buen Talibán, Mal Talibán? Es como el niño sirio arrastrado en una costa europea, o el niño sudanés acosado por un buitre. El mundo no despierta hasta que mueren los niños. El mundo no se indigna hasta que las imágenes de cuerpecitos son transmitidas e impresas repetidamente.

Oh, esos pequeños ataúdes. En el hospital en Lady Reading, la sala de emergencia se tambaleaba con los heridos, los conmocionados, los parientes que desesperadamente se agolpaban alrededor de la listas de muertos. Y los doctores iban de un lugar a otros como zombies, incapaces de lidiar con el dolor de otra manera que no fuera trabajando. En una habitación a un lado, los pequeños ataúdes se apilaban unos encima de otros, esperando que alguien los reclamara.

El 16 de diciembre —tarde, cuando el nublado frío atrapaba la noche— mientras la autopista Warsak retumbaba con los sonidos de batalla y minas que detonaban, los funerales ya habían empezado. A la mañana siguiente, la ciudad de las flores se había convertido en la ciudad de los funerales —un sitio donde antiguos lugares de explosiones de bombas se habían convertido en parte de un sombrío recorrido turístico terrorista.

«En una habitación a un lado, los pequeños ataúdes se apilaban unos encima de otros, esperando que alguien los reclamara».

Duelo, dolor, rabia, multiplicados por cien. Podíamos sentir su aplastante peso por toda la ciudad, en el hogar que visitamos donde se estaba realizando un funeral. “No queremos hablar con nadie”, me dijo una madre, tan furiosa, tan abrumada. ¿Por qué iba a querer? ¿Qué se puede decir? Palabras vacías, vacías aún un año después.

Pensábamos que teníamos suerte de estar entre los primeros periodistas en tener acceso al auditorio del Colegio Público del Ejército. Era un grupo pequeño al comienzo, escoltado y guiado personalmente por el Teniente General Asim Bajwa. Apenas una hora antes, escuchamos que disparaban la última de las minas. Antes de entrar, mientras estábamos afuera del colegio haciendo tomas en vivo para televisión, muchachos asociados con el Colegio Público del Ejército ya me había enseñado fotos en sus teléfonos móviles del auditorio y los cuerpos de los terroristas. Pero el material móvil granulado es casi irreal, casi incomprensible.

En los peldaños del auditorio vi gotas de sangre salpicadas aquí y allá. Mientras tomaba fotos, uno de los escoltas del ejército me dijo: “Espere hasta que esté adentro”.

Carnicería. El auditorio olía como un matadero. «Aquí fue donde mataron a la mayoría de los niños”, nos dijeron. Todavía no lo habían limpiado, para mostrarnos la escala total de los terrores que habían ocurrido ahí. Tomamos fotos, filmamos, entrevistamos. Pero como los doctores en Lady Reading, éramos como zombies. Cómo podría una persona mantener objetividad y composura ante la enorme cantidad de sangre —todavía pegajosa— que cubría libros medio rotos, zapatos tirados, medias, vidrio esparcido, bolígrafos que rodaban en el suelo debajo de nuestros pies. El sistema de un día escolar común y corriente al lado de muestras rojas de crueldad.

Hablé con un mayor de la unidad de eliminación de bombas, y los dos lloramos, parados justo debajo del escenario y el podio, cerca de donde quemaron vivo a un profesor, las paredes manchadas como un espectro negro. “No pudimos protegerlos”, decía una y otra vez.

«Cómo podría una persona mantener objetividad y composura ante la enorme cantidad de sangre… que cubría libros medio rotos, zapatos tirados, medias, vidrio esparcido, bolígrafos que rodaban en el suelo debajo de nuestros pies. El sistema de un día escolar común y corriente al lado de muestras rojas de crueldad.»

Escribo esto porque porque no he podido escribir sobre esto antes, incapaz de enfrentarlo. Informar es diferente: se supone que debemos mantener cierta señal de separación entre el hecho y el sentimiento. Me fui a casa con mis hijos cuando el trabajo estuvo hecho, dolorosamente consciente de que los míos estaban a salvo, los suyos no. Mis hijos habían llegado a casa, intactos, sin miedo ni sangre ni pérdida.

Eso responde otra pregunta que a menudo hago: por qué este ataque terrorista taladró tan profundo que, un año después, las heridas sigen abiertas, como la sangre en el auditorio. Por que la idea de vestir a tu hijo con un uniforme escolar y de enviarlo a la muerte es un miedo tan universal que destroza. No debió llegar a esto. Darse cuenta de que Pakistán tiene que tomar en serio la lucha contra la militancia no debió tener un precio tan sangriento.

En abril, estuve en otro colegio en Khyberpakhtunkhwa, filmando una historia más positiva sobre el uso de tecnología para ayudar en el aprendizaje. En la sala de profesores con té y galletas, la charla versó sobre el 16 de diciembre y empecé a llorar copiosamente. Lloré profusamente de nuevo cuando leí el informe especial Dawn sobre los 144 que perdieron la vida en el ataque. Lloré de nuevo en un jardín en Dubai cuando con flores rojas formaron un flujo de caída de agua y todo lo que podía oler era la carne y hueso en el auditorio del Colegio Público del Ejército.

Tal vez para muchos de nosotros, el trauma yace enrollado debajo de la superficie de nuestra vida cotidiana. Pero un año después, aún no tenemos que vivir con eso como sí deben vivir los sobrevivientes y las familias de las víctimas. Un año después, las ceremonias conmemorativas y la cobertura a toda hora del aniversario parecen vacías.

No debió haber llegado a este punto.

Amber Shamsi trabaja con el Servicio Mundial de la BBC como corresponsal bilingüe que vive en Islamabad y es madre de dos niñas.

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