Este artículo de Venetia Rainey fue originalmente publicado en PRI.org el 14 de marzo del 2016, y es republicado aquí como parte de un acuerdo de intercambio de contenidos.
Cinco años es un largo tiempo. En el Líbano, para unos 1.1 millones de sirios, cinco años es la diferencia entre paz y guerra, ser ciudadano y ser un refugiado, tener planes para el futuro e incertidumbre total.
Para Aicha Hassan, una estudiante de 25 años de Homs, la guerra ha embrollado todo.
«Al principio cuando llegué aqui, buscamos ser refugiados. Pensamos que quizás nos quedaríamos acá por dos años o [algo así],» dice mientras niega con su cabeza. «No más de dos años».
Cuatro años después, ella y sus padres aún se encuentran en el Líbano. Ella fue parte de la primera ola de refugiados que llegaron al país a fines del 2011, cuando la mayoría pensaba que la agitación llegaría a su fin rápidamente, como ocurrió en otros países árabes que pasaron por similares protestas en contra del gobierno. Al comienzo de la crisis, ella y su familia pudieron beneficiarse de la gran cantidad de recursos de ayuda de ese entonces.
«Las cosas no eran tan difíciles tres o cuatro años atrás,» explica con una mirada triste. «Cuando vinimos aquí, más organizaciones estaban listas para ayudar a la gente y nuestro número [los sirios’] era limitado».
Ahora, los sirios representan un cuarto de la población de el Líbano, y proveer a todos de ayuda se ha vuelto imposible; los vales de comida han disminuido y se cortó la ayuda para alquiler. Como resultado, muchos buscan trasladarse a otra parte.
«No puedo imaginar un futuro aquí en el Líbano,» dice Hassan. «Hace cinco años, yo estaba en Siria. Ahora estoy en el Líbano, hasta mis hermanos, dos de ellos …viajaron a otros países. No, no imagino que en dos años más estaré acá en el Líbano».
Ella hace una pausa antes de añadir, «No pretendo regresar a Siria, tampoco, aún si las cosas mejoran. El odio de las personas que matan a alguien, siempre estará alrededor de uno».
Para Marwa, una madre y ama de casa de 24 años de Damasco, le tomó años adaptarse a su nueva realidad.
«¿Ve esta vista?» pregunta, mientras señala a la pintoresca vista fuera de su ventana. «Me tomó tres años darme cuenta de lo bonita que era. Como refugiados, teníamos otras preocupaciones».
Marwa vino al Líbano junto con decenas de miles de otros a fines del 2012, cuando la guerra en Siria se tornó fuera de control y franjas de ciudades principales se estaban volviendo zonas de exclusión. Como refugiados nuevos, ella se trasladó con su familia de pueblo en pueblo, buscando trabajo desesperadamente para su esposo y una escuela que aceptase a sus dos pequeños hijos.
Cuando al final se asentaron en un pequeño pueblo en la Cordillera del Líbano, ellos también tuvieron que lidiar con la sospecha y desconfianza extendida por parte de la población que cada vez más se mostraba recelosa del rol de anfitrión. En la actualidad, los locales se han acostumbrado a los residentes adicionales, pero mientras que el tiempo ha mejorado las relaciones en la comunidad, no ha sido generoso con las finanzas de los huéspedes.
«Mi vecino regresará a Siria,» explica Marwa. «Aun cuando hay mucho sufrimiento allá, ella ha incurrido en mucha deuda acá. Mi esposo está pensando lo mismo porque él recibe muy poco dinero por su trabajo y no puede soportarlo más».
Ella levanta sus brazos al aire y dice, «Le digo ‘Puedes regresar, pero no iré contigo. ¿Qué hicieron nuestros hijos para merecer vivir en medio de una guerra?'»
En la actualidad, la frontera del Líbano está cerrada a nuevas llegadas. El gobierno tomó la decisión, a fines del 2014, de aceptar sólo los casos de emergencia extrema y aquellos en tránsito a otros países. Desde entonces, el número de refugiados en el país ha permanecido aproximadamente igual. Las condiciones en las que viven, sin embargo, se han vuelto significativamente peores. Los requerimientos de visa, en particular, ahora son tan onerosos que la mayoría de refugiados ya no pueden vivir legalmente en el país, con lo cual están expuestos al abuso y la explotación.
«Es tan difícil,» dice Hala, un contador de 31 años de Aleppo. «Tiene que tener un patrocinador, y éste debe ser libanés y tener propiedades en el Líbano».
Además de un patrocinador, los sirios deben pagar $200 por una visa de un año — un cambio drástico del permiso gratuito, fácilmente renovable, de 6 meses que se podía obtener en la frontera. Sin los papeles adecuados, los refugiados no pueden alquilar un apartamento, obtener un empleo o hasta ir al hospital sin temor a ser detenidos.
Hala sabía todo esto, y por ello pospuso ir al Líbano todo lo que pudo. Cuando al final huyo de Aleppo en setiembre del año pasado con su mamá, fue sólo porque recibió la noticia de que habían pasado a la ronda de entrevistas de su solicitud de asilo en Canadá. Tuvo más suerte que otros: encontró un patrocinador, obtuvo su visa, y consiguió un trabajo mientras espera su entrevista.
Aún así, ella dice que la incertidumbre en la vida acá como una ciudadana siria es insoportable.
«No podemos quedarnos acá por que las leyes libanesas para los sirios cambian día a día,» ella dice. «No sé cuando el gobierno libanés decidirá emitir nuevas reglas y decirle al pueblo sirio, ‘Regresen a Siria’. Lo que tengo en mente es que debo ir a Canadá, donde existen derechos para los refugiados y nunca se nos dirá que debemos regresar a Siria».