Tina Alvarenga vivió ocho años en una casa donde tenía prohibido comer con la familia. Casi convertida en una profesional, volvió años después y escuchó a la señora hablar de ella con orgullo. «Es como nuestra hija, la que mejor nos ha salido», dijo. Pero Alvarenga nunca fue tratada como una hija en esa casa. Desde los diez años, ella fue la «criadita» de la familia, una palabra usada en Paraguay para calificar a más de 46.000 niñas y niños que se ven obligados a trabajar para poder ir a la escuela.
El trato es sencillo: una familia numerosa de poca plata cede a su hijo o hija menor de edad a otra familia más adinerada, a cambio de que se le dé techo, comida y educación. Lo que no se dice es que el niño o la niña tendrá días interminables de trabajo doméstico jamás pagado, y podrá sufrir abusos o malos tratos, sin que el pacto pueda ser anulado por las partes. Esto se conoce como «criadazgo», una práctica vigente en el país a pesar de varias denuncias de organizaciones de derechos humanos y la aceptación cómplice de una buena parte de la sociedad.
Después de terminar sus estudios universitarios, Alvarenga trabajó durante años en una organización de defensa de los derechos de niños y niñas. Entrevistó a criaditas, recabó testimonios, redactó informes, investigó, denunció. Trató de llamar a las cosas por su nombre, porque el sentimiento de gratitud instalado en las criaditas es, por lo general, una garantía de silencio.
«El criadazgo se apoya en un doble espejismo», dice Alvarenga. Por un lado, está la ilusión de la familia que entrega a su hija a otras personas y piensa que, gracias a eso, podrá terminar sus estudios, mejorar su posición social y ser alguien en la vida. Por otro, la familia que recibe a la niña justifica la explotación creyendo que da una oportunidad a alguien que, de otra forma, no solo no podría estudiar, sino que incluso se moriría de hambre.
Las víctimas del criadazgo
Si la niña es maltratada, sus familiares no lo sabrán hasta muchos años después. A veces, ni llegan a enterarse. Pero en enero de 2016, una historia puso rostro a un fenómeno oculto al interior de las casas paraguayas.
Carolina Marín ingresó al Hospital Regional de Caaguazú con señales de haber recibido fuertes golpes. Murió poco después. Tenía 14 años. Era criadita en casa de Tomás Ferreira, ex-militar, y Ramona Melgarejo, funcionaria del Registro Civil. Vivía con ellos en Vaquería, una localidad de poco más de 3.000 habitantes ubicada a unos 250 kilómetros al este de Asunción. A finales de enero de 2016, Ferreira, golpeó a Marín hasta matarla con una rama. Fue el último castigo que recibió la adolescente.
Los medios difundieron este hecho unos días más tarde. Las noticias resaltaron que la menor asesinada era una «criadita». Organizaciones como Unicef o Callescuela responsabilizaron de esta muerte a la muy arraigada costumbre del criadazgo. «Una forma moderna de esclavitud», la calificaron. Decenas de personas convocaron manifestaciones para pedir que en Paraguay no haya «ni una Carolina más». El nombre y las fotos de la adolescente recorrieron las redes sociales.
«En Paraguay hay más vacas registradas que niños», denuncia Tina Alvarenga. Sin identidad, es más fácil vulnerar los derechos infantiles impunemente. Si no hay un registro, es difícil controlar en qué condiciones vive un niño, o una niña.
La rutina
Tina Alvarenga tenía diez años cuando la fábrica donde trabajaba su padre quebró y él se quedó desempleado. Todos sus hermanos se pusieron a trabajar para traer dinero a casa, vendiendo dulces en la calle o en el mercado. Todos ellos continuaron estudiando en la escuela. Solo ella se fue de criadita a Asunción.
En la casa de sus patrones, Alvarenga trabajaba entre cuatro y seis horas por día, y tenía cronometrado el tiempo que debía dedicar a estudiar. Se despertaba alrededor de las cinco de la mañana y preparaba el desayuno de los señores. Cada día de la semana tenía que dedicarse a limpiar y ordenar una parte de la casa. Los viernes, por ejemplo, limpiaba la heladera y la sala, lustraba los muebles, desinfectaba el suelo. Después, iba a la escuela.
Cuando terminaba las clases, regresaba a la casa y tenía tiempo para estudiar. Cuanto antes acabara, más tiempo libre tendría, pero este también era limitado ya que debía preparar la cena de los señores. Alvarenga dice que nunca pasó hambre, pero la comida estaba medida. «Tenía más acceso a la biblioteca del señor que a la heladera», cuenta.
La biblioteca estaba bien nutrida y pertenecía al dueño de la casa, un militar simpatizante del Partido Liberal, opositor a la dictadura de Stroessner (que tuvo lugar entre 1954 y 1989). Algunas noches, ya después de la cena, el patrón obligaba a Alvarenga a ponerse de pie a su lado y leer los editoriales de periódicos opositores como «Sendero» o «El Pueblo», y la persuadía para que no creyera lo que los medios oficiales decían sobre el régimen dictatorial. La consideraba inteligente, pero no conversaba con ella. «El señor había encontrado a alguien que le escuchara hablar sobre política», dice.
«No me dejaban ir a menudo a mi casa, porque decían que de ahí volvería con ‘la mala costumbre’ » Se referían a que hablaría en guaraní, su lengua materna, ya que ella es indígena guaraní. Sus patrones temían que perdiera la educación que ellos le daban, cuenta. Igual, era perfectamente consciente de que todo lo que ellos le proporcionaban, lo estaba pagando con su trabajo.
La discriminación se trasladaba también a la escuela. «Una de las cosas de las que menos se habla es del bullying, del acoso que sufren las criaditas cuando van al colegio. Porque los otros niños tienen a sus padres y enseguida se dan cuenta si vos no los tenés, si sos criadita. Yo no podía invitar a nadie a la casa donde vivía, no tenía mi grupo de amigos del colegio o entre mis vecinos. Lo que más sentí fue no pertenecer a un grupo en la adolescencia, que es cuando se forman las amistades. Lo peor de todo fue el aislamiento», relata Alvarenga.
Un sistema respaldado por la sociedad
En enero de 2015, una mujer publicaba este texto en un grupo de Facebook dónde comparten avisos de empleo para personal de limpieza y niñeras en Paraguay. La administradora del grupo es Pepa Kostianovsky, una concejal de la Municipalidad de Asunción.
Hola, necesito una compañerita para mi nena, para jugar con ella a la mañana y a la tarde. Para estudiar. Avisen por favor. Para el lunes si es posible.
El anuncio recibió cinco «me gusta» y varios comentarios. Una mujer de la ciudad de Ñemby dijo que tenía una nena de once años y dio su número de teléfono. Otra mujer, también de Ñemby, ofreció a su sobrina de 15 años. «Le gustan las criaturas y es muy guapa», escribió. Un tercer comentario hablaba de «una chica del interior que quiere trabajar». Ante la cantidad de respuestas, la autora del anuncio intervino:
Amigas, conseguí una, voy a ver si me funciona. Muchas gracias, aviso otra vez cualquier cosa.
La transacción estaba cerrada.
«Si a lo largo de nuestra historia hemos sido capaces de terminar regímenes como la esclavitud, el cuñadazgo, las encomiendas, los mensú, es inexplicable que sigamos aceptando con amena complicidad la servidumbre que enfrenta a tantas niñas y niños a un sistema esclavizante, exponiéndolos a todo tipo de abusos y explotación», escribe Ortiz en el prólogo de Criaditas, ¿hasta cuándo?, una colección de testimonios de ex criaditas. La desigualdad social y la forma de ostentar poder en Paraguay dan algunos indicios para comprender la vigencia de este fenómeno.