Viajes, migraciones, reencuentros e identidad: Una entrevista con el artista paraguayo Enrique Collar

Enrique Collar. Fotografía de Juanma López Moreira, publicada originalmente en Kurtural y usada con permiso.

La siguiente es una versión reducida de la entrevista hecha por Sofía Hepner, Silvia Sánchez Di Martino y Juanma López Moreira al artista paraguayo Enrique Collar y publicada originalmente por Kurtural, en su serie «Artífices». 

Cuando tenía cuatro o cinco años, Enrique Collar (Itauguá Guazú, 1964) le escondió los zapatos a su mamá. Como casi un millón de otros paraguayos, Crescencia había emigrado a Buenos Aires para trabajar mientras Enrique quedaba al cuidado de su abuela en Itauguá Guazú. Crescencia estaba de visita en la casa familiar y quería salir esa noche. Enrique se opuso escondiéndole sus zapatos.

En 1971, Enrique y Crescencia se fueron a vivir juntos a Buenos Aires, donde él hizo el colegio, estudió dibujo publicitario y Bellas Artes en la Escuela Manuel Belgrano, sin dejar de trabajar. A partir de 1990 expuso anualmente en Asunción, yendo y viniendo entre Argentina y Paraguay, quedándose ya permanentemente en Asunción desde 1999. En 2003 se fue a vivir a Rotterdam, donde vive con su esposa Mireille, sus hijas Roos y Lila, y Sisi, la perrita adoptada.

Esta entrevista se hizo en convivencia de una semana en Rotterdam, donde vive Enrique desde 2003; en Utrecht, donde vive el niño de San Jorge del retrato El guardián; en Delft, donde nació Jan Vermeer; y en los trenes que conectan estas ciudades holandesas en un guiño de justicia poética a una vida de migrante. A lo largo de esa semana surgió un chiste que, como todo chiste, tiene un fondo de seria verdad: hay un Enrique el Joven y un Enrique el Viejo, que vendría a ser este Enrique el de Mediana Edad, el de la entrevista.

Enrique el Joven comenzó a pintar el Paraguay en Buenos Aires, a caballo entre la Escuela de Bellas Artes y el taller de pintura que tenías en el caserón de San Telmo que funcionaba como sede social de la colectividad paraguaya. ¿Cómo se dio eso?

Porque fue la atmósfera para recuperar la identidad, en todo sentido. Argentina había perdido las Malvinas y se dio cuenta de que pertenecía a Latinoamérica. Charly García comenzó a juntarse con Mercedes Sosa, el folk con el rock; el posmodernismo comenzaba a sonar fuerte. Aunque no tenía ni idea de lo que pasaba con el arte en Paraguay, convivía con la colectividad, y esa conexión era una conexión con la memoria. «Pintá el lapachito, pintá la carreta», me decían. Yo nada que ver. Pero fue un poco la motivación para recuperarme a mí mismo, para recuperar esos primeros seis años en el campo, porque la mayoría eran migrantes del campo paraguayo. Fue una decisión empezar a pintar el Paraguay, pero para mí. Empecé a imaginar un universo propio donde encontrar elementos y personajes, como mi abuela y el sordomudo del pueblo.

Así surgió esa primera producción, que la hice en 1989. Trabajaba de día haciendo dibujo gráfico para imprentas y de noche pintaba. Cuando fui de vacaciones con mi vieja a Paraguay, en 1990, llevé mis diez o quince cuadros. Y comencé a recorrer galerías. Así fue que Belmarco se interesó en mi obra. Exhibimos esa primera producción y fue un éxito total de crítica y de prensa. Volví a Buenos Aires con unos dólares en el bolsillo y sin un cuadro, diciéndome: «Pero ¿qué hice? ¡Vendí mi alma al diablo!». Porque en la Escuela de Arte de Buenos Aires los profesores no vivían de su obra, entonces lo que te transmitían es que vender tu obra es pecado. La obra debe ser inmaculada. Para mí trabajar es vivir de lo que hacés, ¿o no?

Decís que no estás pintando más Paraguay porque cerraste un círculo y saldaste una deuda. ¿Cuál fue esa deuda?

Cerré un círculo con respecto a las artes visuales, pero trasladé esa experiencia al audiovisual. Lo de la deuda interna siento que es algo que nos pasa a todos los que emigramos. Siento que cualquier ser humano —sobre todo si tiene cierta sensibilidad— que se va de su lugar de origen por fuerza o necesidad, o simplemente por probar otra experiencia, a la larga quiere aportar algo al lugar donde nació. Hay una cuestión romántica en eso. Y el paraguayo en el exterior es eso: sueña con volver, sueña con hacerle una casa a su familia, aportar algo de acuerdo al nivel que puede.

La decisión de pintar el Paraguay significó retomar mis primeros seis años de vida. Con toda esa pintura, todos esos grabados y dibujos de Enrique el Joven sentí que esa necesidad estaba resuelta. Todo artista latinoamericano, si es sensible, quiere transformar su sociedad de alguna manera. Con más de 200 obras más el cine, me pareció que el trabajo de dejar testimonio estaba hecho, que ya había aportado. Y claro, me veo en esta situación nueva que es Europa, donde la utopía que se plantea un artista latinoamericano acá está resuelta de otra manera. Aquí las necesidades son otras: el contexto es otro, el artista es más individual, trabaja más en su interior, en su persona. Al llegar acá me di cuenta de que esa necesidad externa ya había sido cumplida.

¿Pensás que hay una diferencia entre el arte que gusta en Paraguay y lo que gusta afuera?

Creo que no hay que pensar para el público. Hay que pensar en la historia del arte, en lo universal. El artista que pinta para un público definido, para vender, se está subestimando a sí mismo. Yo pinto para el mundo, no sé para quién pinto.

He pintado obras que son invendibles para el pensamiento del «lapachito» y el «decorativismo», y se vendió igual. No tengo obra paraguaya conmigo, se vendió todo, incluso las invendibles. El público está siempre abierto a cosas nuevas. Eso de pintar para vender es también comodidad, y el arte es incomodidad, no podés sentirte cómodo nunca.

Más del testimonio y de la obra de Collar puede verse en el video hecho por Kurtural como parte de la misma serie:

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