Este es una publicación de nuestro sitio web asociado EurasiaNet.org escrito por Armine Avetisyan. Se reproduce con autorización.
En su historia “Paloma torcaza”, el escritor Vahan Totovents del siglo XIX, describía la baja posición social de los criadores de palomas torcazas en Armenia.
“Las personas señalan a los criadores de torcazas como si fueran ladrones o delincuentes”, escribió Totovents. “Nadie entregaría a una hija suya al hijo de un criador de torcazas, y nadie le propondría matrimonio a la hija de un criador de torcazas. E investigarían más, para asegurarse de que nadie en la familia del muchacho o la muchacha fuera criador de torcazas”.
David Shirvanyan se ríe cuando recuerda la famosa línea. “Ahora la actitud ha cambiado, ya nadie nos critica. La sociedad nos acepta”, dice este criador de palomas de 38 años de Ereván. “Pero en ningún caso dejaría que mis hijos criaran palomas –es como una enfermedad, no quiero que vivan como yo, todo es por el bien de estas aves”.
Shirvanyan ha criado torcazas, una especie de paloma, desde los cinco años, cuando un pariente le regaló una de estas aves. Quedó enamorado, y ahora tiene 300 ejemplares.
Ejerce su oficio en el mercado de aves de Ereván, que funciona los fines de semana, y ofrece los animales como alimento y como mascotas.
Las palomas empiezan con un precio de 5000 drams (cerca de US$10). El precio más alto que ha conseguido por una paloma es de US$5,000, pero hay algunas a las que considera inapreciables. Dice que recientemente, un comprador le ofreció cambiar un auto Opel Astra nuevo por su torcaza favorita, pero lo rechazó.
“Aunque me ofrecieran el precio de un departamento de lujo en la Avenida del Norte [la mejor zona de Ereván], no la vendería. Aunque me pusieran una pistola en la cabeza, no la vendería. La gente no lo cree, pero cuando te conectas con una torcaza, se vuelve como tu bebé”, dice Shirvanyan.
Shirvanyan y los demás criadores de palomas torcazas –conocidos como ghushbas en armenio– se preparan para la primavera. Es la temporada de competencia de torcazas en Armenia, cuando los ghushbases hacen que sus mejores aves compitan entre sí para ver cuál puede volar más largo.
Las competencias duran semanas, y cada paloma tiene su día para volar. El dinero del premio viene de una cuota de inscripción de US$100 por ave, pero ese no es el mayor incentivo, dice Shirvanyan: “El dinero no es tan importante como el honor: cuando tienes una buena paloma, te respetan mucho”.
El récord de Ereván es un vuelo de 11 horas. De otro lado, si una paloma solamente puede estar en el cielo menos de una hora, se considera deshonroso y el dueño se deshace del ave.
Gyumri, la segunda ciudad de Armenia, también tiene competencias de palomas, pero con diferentes reglas. Las apuestas son menores –la cuota de inscripción oscila entre US$10 y US$20– y a las palomas no se les juzga por su resistencia, sino por su capacidad para realizar trucos aéreos.
“Nuestra ciudad es el centro cultural de Armenia, valoramos la belleza, y en este caso, la belleza del vuelo de la paloma”, dice Ashot Metsoyan, ghushbas de 65 años de Gyumri. «Hay diferentes clases de saltos en el patinaje, y nuestras palomas también deben hacer saltos similares”.
A las palomas no se les usa solamente para competir. Una costumbre pagana, que dura hasta hoy en Gyumri, considera a la paloma como una ave “pura” para ser sacrificada al nacimiento de un niño, o cuando un pariente sobrevive a un accidente. Para matar a las palomas se les corta el cuello, luego las limpian y se comen.
Las palomas también se usan en bodas en toda Armenia, y tradicionalmente, las parejas de recién casados sueltan un par de palomas para asegurar una vida feliz y tranquila juntos.
El abuelo de Metsoyan era criador de palomas, y su hijo y hermanos también siguieron esa vocación. Pero el propio Metsoyan no tenía nada que ver con las aves hasta el devastador terremoto de 1988 en Spitak, cerca de Gyumri.
“Mi padre, mi hijo y la esposa embarazada de mi hermano murieron”, dice Metsoyan. “Me estaba volviendo loco, quería suicidarme, no me importaba nada”. Un dia, salió de su casa y vio un nido con palomas que parecían estar muriendo de hambre. “Se me rompió el corazón”, recuerda. “Decidí darles de comer, y desde ese momento mi vida cambió”.
Metsoyan estima que de su pensión de 36,000 drams al mes, dedica cerca de 20,000 a alimentar palomas: “yo puedo quedarme con hambre y sed, pero ellas tienen que tener comida”.
Como otros ghushbases, Metsoyan dice que pone el amor a las aves por encima de sus intereses comerciales.
Recuerda que le vendió una paloma a un comprador que la llevó a Tiflis, capital de Georgia, a casi 200 kilómetros de distancia. Unos días después, la paloma regresó a Gyumri. “Llamé al comprador y le dije que le devolvía su dinero, pues mi paloma no quiere quedarse con él” cuenta Metsoyan.
Y señala a una paloma amarilla, que dice que es su favorita. “Me han ofrecido una casa, un auto, mucho dinero, pero nunca la venderé”.