Encuentros inesperados con genios del Caribe: Derek Walcott, Wilson Harris, Aubrey Williams

Desde arriba, en el sentido de las agujas del reloj: «Tumatumari» de Aubrey Williams, parte de una serie de murales Timehri en el Aeropuerto Internacional Cheddi Jagan, Guyana (CC BY-SA 4.0 vía Wikimedia Commons); novela «El palacio del pavo real de Wilson Harris»; estampilla postal sueca que conmemora al premio Nobel de literatura de 1992, Derek Walcott.

Por Ian McDonald

Chispas del fuego central – fui afortunado de estar lo suficientemente cerca para sentir el resplandor que esos hombres despertaron en el mundo.

WALCOTT
(23 de enero, 1930 –17 de marzo de  2017)

El poeta santalucense Derek Walcott, o más bien su poesía, entró a mi vida cuando él tenía 20 años de edad y yo 17. En mi juventud, leí los poemas de los clásicos ingleses que se encontraban en las estanterías para libros de mis padres. Y un magnífico profesor, John Hodge de la escuela secundaria Queen's Royal College en Trinidad, me presentó –extracurricularmente– la poesía de Gerard Manley Hopkins, que destelló como una antorcha en mi mente. Sin embargo, esta fue la primera vez que supe inmediatamente en mi interior que un compatriota antillano podía producir poesía magnífica. De alguna forma (creo que fue de la biblioteca pública, o tal vez por medio de John Hodge), llegó a mis manos un delgado folleto títulado «25 poemas», el primer libro de Walcott. Recuerdo que lo llevaba conmigo en las explanadas del Colegio Imperial de Agricultura Tropical (ahora es el campus San Augustine, Universidad de las Antillas), donde iba a correr y entrenar para los torneos de tennis. Después de correr, me sentaba en los escalones de piedra que conducían al edificio principal del colegio y leía este pequeño libro. Sus poemas fueron una revelación que ha perdurado a lo largo de mi vida.

Desde entonces, leí todos sus libros, a medida que se publicaban. El último, «Garcetas Blancas», contiene poemas tan magníficos como cualquiera que Derek –quien falleció apenas hace un año– haya escrito.

No puedo recordar todos los títulos de los libros; fluyen como un recuerdo borroso de belleza, no obstante, fueron excepcionalmente importantes en mi vida. Recuerdo que en ese entonces, el poema «Una carta desde Brooklyn», del primer libro «En una noche verde», me hizo pensar que era posible escribir algo perfecto. Pienso en el poema «Otra vida», cuya extensión es de un libro, y creo que es la única creación poética sobresaliente del último siglo –como dice el profesor Eddie Baugh en la edición comentada de ese libro, la mejor obra de conocimientos en estudios literarios antillanos. Y todos los demás libros de Walcott a través de los años. Es tanto lo que hay por elogiar y apreciar eternamente mientras esa eternidad perdure.

A lo largo de los años, me reuní con Derek en muchas ocasiones, la última fue en Carifesta en 2009, cuando él y el entonces presidente de Guyana, Bharrat Jagdeo, tuvieron un memorable intercambio de opiniones sobre el valor y el lugar de los escritores y artistas en una nación. Ojalá mi amistad con Derek hubiera sido más cercana y nuestras conversaciones más extensas. Quizá mi admiración por su trabajo era demasiado intensa como para permitir ese tipo de amistad, que se desarrolla con la aceptación de las debilidades como la valoración de la genialidad. No obstante, la poesía y yo siempre permanecimos entrelazados en la red de su luz y su belleza.

HARRIS
(24 de marzo, 1921 – 8 de marzo, 2018)

Poco tiempo después de llegar a Guyana (entonces Guyana británica) en 1955, conocí a Wilson Harris. El poeta Arthur Seymour me presentó sus escritos cuando me entregó un ejemplar del extraño y poderoso poema «Eternity to season». Wilson fue un topógrafo profesional, por lo que dedicó mucho tiempo en los bosques y sabanas de Guyana, cuyos grandes espíritus conquistaron su imaginación para siempre. Cuando estaba en la ciudad, me reunía con él en la casa de Martin Carter.

Wilson tenía una sonrisa que le arrugaba la cara hasta el punto que sus ojos casi se cerraban, y un tono de voz tranquilo, pausado y muy distintivo. Sin embargo, cuando se sentía inspirado por las ideas que se formaban en su mente su tono de voz se elevaba gradualmente, a medida que leía en voz alta los pasajes que escribía para expresar sus pensamientos. Y esas declaraciones se convertían en una especie de cántico, después alzaba su mano para golpear a Martin o a mí en el brazo o la rodilla con bastante fuerza, y aumentaba la fuerza para puntualizar y enfatizar lo que salía a borbotones de su mente. «¡Entiendes!», decía. «¡Entiendes! ¡Entiendes!» Puede que yo no siempre lo entendiera. Pero sí sentía. Algunos pasajes que leía eran incomprensibles para mí. Otros, recuerdo, fueron tan hermosos y comprensibles aunque oscuros, como los ríos del bosque. En ese entonces, tal vez estuviera componiendo esa extraordinaria y visionaria obra completamente original que fue publicada posteriormente en Inglaterra como «El palacio del pavo real» –así que me gusta pensar que aquellos pasajes que batió en mi rodilla ¡pueden haber sido los primeros avisos de su ingenio!

Después de que Wilson partiera a Londres, ya no supe mucho de él. No obstante, le enviaba ejemplares de mis libros de poesía que escribí a través de los años y, siempre respondía con una nota amable y considerada escrita a mano. Siempre que lo visitaba en su residencia en Londres, él y su amada esposa, Margaret, eran la mera personificación de la cortesía y amabilidad. Me explicaba el más reciente sendero extraño que tomaba su pensamiento en busca de la verdad y la eternidad, pero yo rara vez podía seguirle el paso en esos caminos místicos. En una reunión, dijo que los hallazgos de los físicos cuánticos comenzaban a entrar en su pensamiento. No obstante, yo siempre me quedaba al final de nuestro tiempo juntos con la sensación de que mi propia imaginación estaba siendo atraída hacia el punto de unirme con él más allá del mundo ordinario en el que vivimos, para descubrir al espíritu milenario y al poder superior, que guía nuestros seres inmortales y moldea nuestro destino universal.

WILLIAMS
(8 de mayo, 1926 – 17 de abril, 1990)

En una ocasión, fui a pescar en la Reserva Lama con Aubrey Williams. Yo no pesqué nada, pero Aubrey atrapó un par de tucunaré (cichla ocellaris) de buen tamaño. Sus colores brillaban mientras morían sobre la superficie del bote, para cuando regresamos a la hostería en Lama, los colores hermosos y vivos de los peces se apagaron con la muerte. Aubrey realizó una comparación. Las pinturas que formaba en su imaginación brillaban con los colores del cielo, pero cuando los plasmaba en el lienzo, se volvían sosos y él se sentía desconsolado. Trató con todas sus fuerzas de preservar los originales que se ocultaban en su imaginación, pero la mayoría de las veces fracasó. La composición es un tipo de muerte. Esto me tomó por sorpresa. Para mí y los demás, su magnífica colección de pinturas resplandecen con el eterno fuego de la genialidad.

Aubrey fue la presencia física más sobrecogedora que haya conocido en la vida. Su alegría y risa y, su admiración de toda la tierra constituía una fuerza elemental que animaba a cualquiera que estuviese a su alrededor. Me dijo que cuando se adentraba en la profundidad del bosque, él y sus amigos buscaban un árbol gigante y, uniendo sus brazos, lo abrazaban hasta sentir que su espíritu entraba en ellos, como una luz o un rayo en el corazón. Esto no era un juego. Era la forma en que rendía culto y preparaba su mente para trabajar. Convocaba a los dioses para que presidieran. Cada vez que me reunía y hablaba con él, y cuando me dio un abrazo enorme antes de salir de mi casa, sentía que vivir una vida ordinaria no era suficiente.

Ian McDonald es un poeta, escritor y editor que se describe a como «antiguano por ascendencia, trinitario de nacimiento, guyanés por adopción y antillano por convicción». Su novela «The Hummingbird Tree» (El árbol del colibrí) está considerada un clásico de la literatura caribeña.

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