Ensayo fotográfico: Apátridas en la antigua república soviética de Georgia

Este artículo es una colaboración de Chai-Khana.org, sitio web asociado de Global Voices. El texto es de Monica Ellena, y las fotos de Jacob Borden.

El pasaporte de Miguel Mkirtichian es gris, tan gris como lo ha sido su vida hasta ahora.

«Está en georgiano. Lleva mi nombre y mi lugar y fecha de nacimiento», dice el joven, de 22 años y afables maneras, señalando el documento. «No me gusta mostrarlo. No es rojo, como el de todo el mundo, y junto a ‘nacionalidad’ dice ‘ninguna’. No pertenezco a este país ni a ningún otro».

Documento de identidad de Miguel Mkirtichian que le permite viajar, pero no corresponde a ninguna nacionalidad. Actualmente espera el desenlace de la última etapa del proceso que le otorgará la nacionalidad georgiana de pleno derecho.

Mkirtichian es apátrida, una de las 595 personas sin nacionalidad registradas en Georgia, según ACNUR, la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados. Es una minúscula parte de la cifra estimada de 10 millones de apátridas del mundo, pero las consecuencia no son menos terribles.

«El no tener una identidad te convierte en un no ciudadano» explica Johannes Van Der Klaauw, representante de ACNUR en Georgia. «Implica falta de acceso a servicios de salud, educación o trabajo. No puedes votar, no puedes abrir una cuenta bancaria, no puedes casarte, no puedes conducir».

Significa que ni siquiera tienes derecho a un entierro oficial y a un certificado de defunción.

Miguel nunca tuvo un documento de identidad hasta 2015. Cuando consiguió la condición de apátrida, tenía 20 años.

Mkirtichian no sabe cuándo se convirtió en una no persona a los ojos de la ley. Nació en Moscú, es hijo de padre nigeriano y madre de etnia armenia nacida en Tiflis, y tuvo pasaporte ruso hasta los tres años.

Cuando su madre fue a visitar a su familia en Tiflis, parece que el abuelo de Mkirtichian destruyó ese pasaporte. Al niño le dijeron que su abuelo no quería que fuera ruso.

Fue una decisión con consecuencias. Al principio, Mkirtichian y su madre vivían con los abuelos, pero una discusión familiar provocó que tuvieran que abandonar la casa, cuenta Mkirtichian.

Repasa sus recuerdos mientras se mira las manos, evitando el contacto visual. Ha aprendido que puede ser peligroso, igual que hacer preguntas. «Solo recuerdo que mi madre y yo nos fuimos y comenzamos a dormir en la calle», continúa. «Yo tenía 11 años. Dejé de ir a la escuela y simplemente la seguí».

Parece que el rastro en papel de Mkirtichian simplemente se desvaneció.

Nacido en Moscú, Miguel Mkirtichian, de 22 años, se trasladó a Tiflis con su madre a los 3 años. Su padre, presuntamente un ciudadano nigeriano, desapareció antes de que él naciera.

El encuentro casual en 2015 con un abogado que trabaja para el programa de erradicación de la apatridia, lo devolvió a la existencia oficial. Su caso se remitió a la Agencia de Desarrollo del Ministerio de Justicia de Georgia, y un año más tarde, Mkirtichian consiguió la tarjeta de identidad como apátrida.

Esta tarjeta le concede los derechos de un ciudadano, excepto el derecho al voto y al trabajo como funcionario estatal. Ahora vive en un albergue para personas sin hogar de Tiflis, y espera la decisión final sobre su nacionalidad en 2019.

Pero para Mkirtichian, un pasaporte georgiano es mucho más que un simple documento.

«En mi rostro está escrito que soy diferente», dice, sentado en el borde de su litera del albergue. «Yo hablo georgiano, pero no parezco georgiano. Hablo armenio, pero no parezco armenio. Hablo ruso, pero no parezco ruso. Una nacionalidad es todo lo que necesito para curar la herida de la no pertenencia».

Sin documentos, el apátrida Miguel Mkirtichian tiene enormes dificultades para encontrar trabajo. En 2017, consiguió trabajo como limpiador en un gimnasio que le permitía utilizar las instalaciones de forma gratuita todas las mañanas antes de abrir al público.

Miguel no es el único que tiene ese deseo. Cientos de miles de personas en Eurasia se convirtieron en apátridas de un día para otro en la década de 1990, cuando desapareció la Unión Soviética y se redibujaron las fronteras entre estados. Pasaron a ser extranjeros por trabas administrativas, conflictos territoriales o simplemente porque no pudieron encontrar documentos de una época extinta.

A lo largo de los últimos años, Georgia, donde viven miles de desplazados internos de los conflictos separatistas de Abjasia u Osetia del Sur, ha intentado ayudar a las personas apátridas a recuperar ese sentimiento de pertenencia.

Tras años de vivir en la calle con su madre, Miguel Mkirtichian fue aceptado en un albergue para personas sin hogar dirigido por una institución religiosa. Comparte habitación con otras dos personas.

Georgia ha suscrito las convenciones de Naciones Unidas que garantizan a los apátridas protección y derechos básicos, y se ha comprometido a reducir la apatridia. Ha simplificado el proceso para conseguir la nacionalidad, y con la ayuda de ACNUR ha realizado un recuento preciso de apátridas, además de formar a los funcionarios de los registros civiles en los trámites de las tarjetas de identificación de personas apátridas.

El número de personas que han adquirido la nacionalidad en los últimos tres años ha hecho que la población de personas apátridas de Georgia descienda un 49%, según los datos oficiales.

Al final, la apatridia es un «problema de origen humano», comenta Van Der Klaauw, trabajador de ACNUR,  y «exige voluntad política para resolverlo».

Pero la falta de conocimiento sigue siendo un obstáculo, sobre todo en minorías étnicas y comunidades rurales.

«La educación cívica es escasa» comenta Nato Gagnidze, directora fundadora del Centro de Innovaciones y Reformas, ONG de Tiflis que promueve el acceso a los servicios estatales. «La gente no es totalmente consciente de a dónde puede conducir la falta de documentación».

«No hay datos sobre ella en los archivos centrales»

Malika Saidaeva vive en una cabaña en los suburbios de Tiflis y se gana la vida con un puesto en el mercado. Descubrió su condición de indocumentada cuando tuvo que recurrir a la sanidad pública y no pudo presentar una prueba de su identidad.

Malika Saidaeva, de 59 años de edad, es una de estas personas. Nació en la ciudad chechena de Grozny, en la actual Rusia, y viajó a Georgia en 1980 para trabajar en una fábrica de Kutaisi. El único documento que necesitaba era su pasaporte soviético interno, puesto que «no había fronteras».

En la década de 1990, se trasladó a Tiflis, pero hoy «no hay rastro de ella en ninguna parte» dice Nino Rtveladze, abogado especializado en temas de nacionalidad para apátridas y refugiados.

Hasta finales de 2016, cuando un hospital le pidió la documentación, Saidaeva no se dio cuenta de que su pasaporte soviético, su única identificación, había desaparecido. Rebuscó por toda la casa, pero no pudo encontrarlo.

El caso de Malika Saidaeva fue transferido a la Oficina de Registro Público de Georgia, que junto con ACNUR y la ONG Centro de Innovaciones y Reformas, intenta establecer su condición legal.

Si no hay identificación, no hay cuidados médicos.

El pasaporte soviético de Saidaeva, aunque ya no es una identificación válida, «hubiera posibilitado el establecimiento de su condición legal», dice Rtveladze. «No existen datos sobre ella en los archivos centrales, no hay información almacenada en ningún sitio».

Por medio de una investigación en los archivos estatales y entrevistas con familiares y conocidos de Saidaeva, Rtveladze intenta ahora hacer valer su derecho a una identificación de apátrida, un proceso que puede durar meses.

De la guerra al limbo

Violeta Bjania, de 49 años, dejó su pueblo natal en Abjasia a principios de la guerra de 1992 entre el Gobierno de Georgia y los separatistas abjasios. Nunca pensó que no volvería.

El objetivo a largo plazo es la nacionalidad. En el caso de Violeta Bjania, de 49 años y ciudadana georgiana desde 2014, costó dos años.

De etnia abjasia, Bjania dejó esta región en 1992, al principio de la guerra de secesión con Georgia, después de pelearse con su familia por su lealtad al Gobierno georgiano.

A Violeta Bjania, que muestra su tarjeta de identidad, le concedieron la nacionalidad georgiana en 2014. Vive en dos habitaciones de una casa de los suburbios de Tiflis.

Sabe exactamente cuándo se convirtió en no ciudadana: poco después de las elecciones parlamentarias de 1992 en Georgia. «Olvidé mi bolso con mis documentos en un taxi. Todo era caótico, y no conseguí encontrar al conductor».

Al igual que Saidaeva, Bjania, también vendedora de mercadillo en Tiflis, no intentó obtener documentación oficial hasta que necesitó cuidados médicos.

Con su pasaporte georgiano rojo ladrillo, ahora puede volver al mundo de los documentados. Pero para cientos de personas, la espera sigue.

Dos periquitos son la única compañía de Violeta Bjania. La mujer, de 49 años, no sabe nada de su familia desde que abandonó su pueblo natal de Otkhara (Abjasia) en septiembre de 1992.

Aviso: Miguel Mkirtichian trabaja de forma esporádica y ha recibido ayuda de esta periodista de Chai Khana en su búsqueda de empleo. Monica Ellena trabajó anteriormente como portavoz de ACNUR en Kosovo.

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