Esta es una versión del artículo [1] de Chai-Khana.org [2], asociado de Global Voices. Texto e imágenes de Bacho Adamia.
La doctora georgiana Nana Tskhadadze conoce bien la guerra.
La sargento de 44 años sirvió como médico en Irak, y estuvo en primera línea en Tskhinvali durante la guerra de agosto de 2008 entre Rusia y Georgia.
Pero a pesar de la experiencia de esta doctora, para muchos georgianos, el género de Tskhadadze la convierte en una soldado inusual.
Los estereotipos de género son fuertes en Georgia, donde muchos padres aún crían a sus hijos para pensar que deben ser suertes y valientes, y a sus hijas para que sean amables y cariñosas.
No obstante, una pequeña minoría de mujeres, como Tskhadadze, se oponen a esas tradiciones.
Tskhadadzeno creció soñando con el Ejército. De chica en el pueblo de Sviri, en la región sureña de Samtskhe-Javakheti, soñaba con ser doctora.
Después de graduarse en la Universidad Médica Estatal de Tiflis trabajó como catedrática de la escuela durante cinco años. Sin embargo, luego decidió seguir los pasos de su hermano y primos, y se unió al Ejército.
Al inicio de su carrera, Tskhadadze sirvió en la Brigada Kodjori como jefe de farmacia. Luego trabajó como médico militar durante seis años. Al final, la trasladaron a Irak, donde sirvieron 2800 tropas georgianas, la mayoría en la capital, Bagdad.
Cuando estalló la guerra de agosto de 2008, Georgia retiró rápidamente sus tropas de Irak. A Tskhadadze la trasladaron a Tskhinvali, el frente de facto donde la Georgia administrada desde el centro se encuentra con el territorio separatista de Osetia del Sur, que tiene el apoyo de Rusia.
Cuando se enteró de su traslado, sintió que tenía más responsabilidades que sus compañeros hombres.
«Cuando nos dijeron que había estallado una guerra, empecé a pensar en qué podía pasar. Sabía que, como mujer, tenía más responsabilidad. En una guerra puede pasar de todo, y podían capturarme», recuerda, y añade que su captura habría sido «vergonzosa» para su familia y para su país.
Además, a diferencia que sus compañeros, Tskhadadze sentía que debía ocultar el traslado a sus padres, preocupada por cómo lo tomarían. Cuando la enviaron a Tskhinvali, les mintió a sus padres, les dijo que la iban a colocar en un hospital militar en la capital de Georgia, Tiflis.
Diez años después, Tskhadadze recuerda aún el sonido de las bombas y el feroz calor del frente cuando estaba bajo ataque.
«Seguimos al equipo médico. Éramos cuatro: dos hombres y dos mujeres. Teníamos que defendernos nosotros porque ellos [las tropas rusas] abrían fuego desde una casa abandonada. Ayudamos a nuestros soldados», relata.
La situación se deterioró cuando las fuerzas rusas empezaron un bombardeo aéreo.
«Era realmente el infierno en una ciudad. Disparaban desde todas partes. Los soldados colocaron una línea de defensa para que pudiésemos llegar a los heridos. Al volver tuvimos que hacer lo mismo por ellos, y nos ayudaron a rescatar a los heridos», dice Tskhadadze, y añade que los hombres se habían sentido envalentonados cuando vieron a sus compañeras en el frente.
Mientras se alejaban de la batalla, hubo una explosión en el bosque. Tskhadadze recuerda los gritos de auxilio, y que tomó su bolsa para ayudar a un soldado que se había roto la pierna.
«Detuve el sangrado y le dije a otros que trajeran la camilla. Justo entonces el cielo se puso anaranjado. Me sacudió una onda expansiva y vi soldados volar por los aires. Me caí», dice.
Cuando recuperó la conciencia, todo estaba en silencio, vio cadáveres a su alrededor.
«Todos a mi alrededor estaban muertos. No quería que me capturasen, y empecé a buscar mi arma. No podía sentir el hombro. Pensé que no podría salir del bosque».
En un momento dado, se dio cuenta de que más soldados georgianos estaban llegando a la escena para rescatarlos.
«Me ayudaron. Estas escenas están grabadas en mi memoria», cuenta.
Llevaron a Tskhadadze al hospital de Gori junto con los otros soldados heridos. Nos cuenta que el trayecto al hospital fue la primera vez en su carrera militar en que sintió miedo.
«Estaba seriamente herida pero había visto cosas mucho peores que el dolor físico. Si había sobrevivido, supe que tenía que seguir viviendo. Un año después, volví a ponerme el uniforme y regresé al Ejército», dice Tskhadadze.
«A una madre siempre se la asocia con la paz»
La doctora Manana Kurdadze, 53 años, mayor en el Ejército, ha estado defendiendo Georgia durante más de dos décadas.
La conocen como la «madre de la brigada» en su unidad. Para los soldados, Kurdadze no es solamente una médica, es también una amiga, alguien con quien pueden hablar cuando tienen un problema.
«Cuando eres médico, tienes una gran responsabilidad, pero la mayor es defender la paz. Servir a los soldados y servir a la paz me aporta felicidad. Doy gracias a Dios por poder defender nuestro Ejército, dice Kurdadze.
Como Tskhadadze, Kurdadze se emociona al recordar la guerra de 2008.
«Cuando comenzó su ataque, mis amigos y yo estábamos esperando que sucediese algo terrible. Dijeron que en esos momentos ves tu vida pasar ante tus ojos. Pero yo no vi mi vida. Yo solo rogaba a Dios por un milagro, que todos nosotros sobreviviésemos», recuerda.
«Cuando eres testigo de la guerra y ves cómo muere la gente, la vida adquiere más valor; el amor y la amistad se vuelven más valiosos. Recuerdo que yo abrazaba y besaba a todo el mundo al volver a casa».
Kurdadze, que tiene dos hijos, dice que el apoyo de su familia significa mucho para ella.
El momento más aterrador de la guerra de 2008 para ella no fue su tiempo en el frente, sino cuando se enteró de que su hijo había resultado herido en batalla.
Kurdadze cree que las mujeres y las madres tienen un papel especial en la conservación de la paz.
«Una doctora, o una enfermera, es una madre. A una madre se la asocia siempre con la paz. Una mujer puede no tener hijos, pero sigue teniendo instinto maternal. Cuando eres una mujer y te enrolas en el Ejército, eres responsable de todos los soldados. Creo que debería haber más mujeres en el Ejército porque los soldados necesitan a alguien que pueda cuidarlos, y las mujeres pueden».
Hoy, se enfrenta a un nuevo reto: el retiro.
«Tengo 53 años. En dos años dejaré el Ejército. Con frecuencia me pregunto qué haré cuando no tenga que ir a trabajar a las seis de la mañana, y no vea a mis chicas y a mis soldados. No sé cómo voy a sobrevivir».