En Kabul, una ciudad de seis millones destruida por la guerra y ahogada por la contaminación atmosférica, los espacios verdes son escasos.
La mayor parte de la ciudad no tiene absolutamente nada de verde. En Dasht-e-Barchi, barrio que alberga a más de la cuarta parte de la población kabulí que se ha expandido por la migración interna, no hay un solo parque público. Con fondos gubernamentales limitados asignados a la reconstrucción e infraestructura básica, dedicar espacio a un parque no es prioridad.
Pero de todas maneras, es sumamente necesaria alguna forma de respiro de las interminables tensiones de la ciudad.
Según una encuesta de Big Think, uno de cada cinco afgano sufre de depresión, más que en cualquier otra parte del mundo.
La más reciente investigación de felicidad mundial encargada por Naciones Unidas ubica al país como el tercero más infeliz a nivel mundial, por debajo de dos países asolados por violencia e inseguridad crónicas —Sudán del Sur y República Central Africana.
En 2018, Afganistán fue considerado el país menos pacífico del mundo por el Instituto Australiano de Economía y Paz, por encima de Siria.
En esas circunstancias, una colina que mira a Kabul –Koh-e Haji Nabi– se convierte en un satuario.
Los viernes y los fines de semana, familias, parejas, amigos y quienes buscan desahogo van en grupos como peregrinos a pie, en auto o bicicleta a la colina en las colinas al este de Kabul.
Al caer la noche, cuando el sol desciende y deja que una sombra se cierna sobre Kabul, la población de Koh-e Haji Nabi empieza a crecer.
Recuerdos de una Kabul más pacífica
Polvoriento y lleno de polvo al atardecer, el extenso asentamiento parece estar a un mundo de distancia.
Y para los kabulíes, esta colina es una manera útil de ayudarlos a reconectarse con su ciudad, les recuerda los mejores días y reimaginan su potencial.
A la Kabul de la década de 1960 –pacífica, peatonal, esperanzada– la extrañan e idealizan quienes antes paseaban por la colina.
En ese tiempo, la población de Kabul era de dos millones y el zumbido de los radios de bicicletas estaba más presente en sus sonidos que el retumbar de las bocinas.
Esa Kabul desapareció por la invasión soviética de 1979 y la guerra civil que vino poco después del humillante retiro de Moscú una década después.
Grupos militantes que alardeaban de pesada artillería competían por el dominio y dejaron a barrios enteros en escombros.
Para 2001, cuando la invasión estadounidense derrocó al Talibán, grandes partes de Kabul ya estaban destruidas, incluido el histórico palacio Darul Aman.
Khuja Shahabudeen, de 70 años, propietario de una tienda en la Calle de las Pollerías de Kabul, nació y creció en el corazón de la capital afgana. Su familia se dedica a la sastrería desde hace tres generaciones, pero tuvieron que cambiar de negocios por la constante inestabilidad.
«Tenía una vida normal, sin tensiones. No había atentados suicidas, ni muertes. Hoy nuestras vidas están llenas de incertidumbre», se lamentó Shahabudeen con Global Voices.
Aunque en el Kabul actual ofrece más bienes públicos que muchas partes de Afganistán –conexión a nternet, cafeterías de lujo y mayor tolerancia entre grupos étnicos y relativamente mayores libertades para la mujer– también abundan casi todos los vicios de Afganistán.
Grandes porciones de la población de la capital carece de acceso a los servicios básicos. Devastatadores bombardeos suicidas ocurren de tanto en tanto. La delincuencia es descontrolada.
Los jóvenes escapan de las presiones diarias
Para los habitantes del Kabul contemporáneo, la colina es una útil fuente de resistencia en lo que a menudo parece una lucha diaria por la sobrevivencia, independientemente del entorno económico o social.
Ali Reza Mohammadi, estudiante de secundaria de 18 años cuya vida nunca ha conocido la paz, fue uno de los muchos asistentes a la colina antes de un fin de semana.
“Por lo general, se me puede encontrar acá todos los viernes”, dijo Mohammadi, que es estudiante de secundaria y trabaja a tiempo parcial.
Otro visitante frecuente de la colina es Nemataullah Panahi, de 26 años, que dice que el aire limpio es un gran atractivo.
Mientras habla, un amigo de Panahi juguetea con el volumen de su radio portátil. Otro prepara una pipa llena de hierba.
“Los viajes a la colina son nuestro analgésico”, dice Panahi.