Quichua, un idioma que libera

Un grupo de estudiantes aprendiendo quichua, lengua ancestral de Ecuador y varios otros países.

Un grupo de estudiantes aprendiendo quichua, lengua ancestral de Ecuador y varios otros países. Imagen suministrada.

Yo tenía nueve años cuando, sobre la mesa de la cocina de la casa de mi abuela, hacía deberes una tarde después del almuerzo. El ejercicio pedía que dibujara lo que narraba la lectura: la manera en la que los Incas enterraban a sus muertos. El perfeccionismo ha estado presente en las centenas de actividades académicas que he realizado desde aquel día, pero creo que en pocas ocasiones me he esforzado tanto como en esa. Era como si con mi dibujo hubiera querido honrar al personaje que describía el texto, y con él, a toda una cultura que— según me dieron a entender— también había muerto.

En las siguientes clases de historia me hablaron de la colonización y del mestizaje. Me contaron sobre la formación de la República del Ecuador, mi país de nacimiento. Me hicieron recitar los nombres de los presidentes y me llevaron a visitar iglesias católicas en el centro histórico de la ciudad de Quito donde crecí. No recuerdo más mención sobre los pueblos originarios en mi formación escolar, excepto por una breve lectura de la novela indigenista Huasipungo, ya casi al terminar la secundaria.

Sin embargo, la diversidad de vestimentas, tradiciones, y culturas seguía muy presente en mi día a día. Además, en mi vocabulario, como en el de muchos ecuatorianos de habla hispana, se han colado palabras del idioma quichua, una de las lenguas ancestrales del Ecuador. Hasta ahora juego fútbol en la ‘cancha’, cuando tengo frío digo ‘achachay’, y a mi hermana la llamo ‘ñaña’. Pero hasta hace poco, el quichua era para mí una lengua con la que convivía, mas no conocía.

“La educación tradicional invisibiliza los idiomas, costumbres, conocimientos, cosmovisiones, y filosofías de los pueblos originarios. Nos representa como algo del pasado, pero, pese a siglos de exclusión, seguimos estando muy presentes,” explica Rasu Paza Guanolema, proveniente de la cultura Puruhá de la comunidad Balda Lupaxi en la provincia de Chimborazo en la sierra ecuatoriana.

Rasu cuenta que su propia relación con la educación fue buena mientras vivió en su comunidad. Sin embargo, cuando, a sus 12 años, se mudó a la ciudad de Quito para asistir al colegio, le obligaron a abandonar el quichua, su lengua materna, y a adoptar el idioma, las tradiciones, y los conocimientos de raíces europeas.

“Fue una experiencia terrible. Me sentía acosado por los profesores y compañeros porque no era uno de ellos. Me dejaron muy en claro que en su mundo, yo no cabía. Me hicieron creer que las culturas milenarias no valemos nada y que no tenemos la capacidad de aprender, mucho menos de aportar con nuestros conocimientos propios,” comenta. Después de dos años, Rasu regresó a su tierra y se dedicó a trabajar. A sus 20 años retomó sus estudios y entró al colegio Chaquiñán, donde le volvieron a enseñar su idioma y le invitaron a valorar otra vez su cultura, filosofía y espiritualidad. Así, se enamoró nuevamente de ellas.

Compartiendo el amor por lo propio

El amor por el idioma inspiró a Rasu a seguir una carrera universitaria en literatura en español, donde ya pudo confrontar a los profesores que intentaban hacerle sentir que su cultura y lengua no tenían igual valor. Luego, su compromiso con sus raíces lo motivó a aplicar lo aprendido en la enseñanza del quichua, el cual pertenece a una familia lingüística presente, con distintas variantes, en siete países suramericanos.

Buscando aumentar el número de quichua hablantes en Ecuador, en 2008 Rasu se unió a Tinkunakuy. Esta organización, ubicada en Quito, lleva el nombre quichua del principio de relacionalidad, fundamental en la filosofía de los pueblos originarios del Ecuador. “Desde nuestra perspectiva, las personas, la naturaleza, y el cosmos están relacionados, todos somos parte del mismo tejido; es una interacción entre pares basada en respeto,” cuenta Rasu.

Es desde esta visión que los integrantes de Tinkunakuy han enseñado el idioma quichua a los más de 1.000 estudiantes que han pasado por la organización en sus 15 años de existencia. Además, Tinkunakuy promueve propuestas político-organizativas, comunicacionales, espirituales, educativas, y económicas. Por su parte, Rasu planea escribir poesías, cuentos y novelas para seguir comunicando el conocimiento de los pueblos originarios desde su propia lengua. “Mi objetivo es que la mayor cantidad de gente posible se encariñe con el idioma, y a través de él, aprenda y valore un modo de vida distinto al que impone el sistema actual, ” comenta Rasu.

Conmigo, ha cumplido este propósito. Siempre me gustó el sonido del quichua, pero debido a que he vivido fuera del Ecuador durante los últimos ocho años, pensé que no podría aprender este idioma hasta, algún día, regresar a mi país. El proyecto Reframed Stories que realizamos en Rising Voices en colaboración con distintas comunidades, algunas de ellas indígenas, aumentó mi deseo de aprender esta lengua todavía más. Por eso, cuando hace casi siete meses apareció en mi Facebook el anuncio de las clases de quichua de Rasu, no dudé en preguntarle si sería posible tenerlas por Internet. Para mi sorpresa dijo que sí, y el lunes siguiente tuve mi primera lección. Desde entonces hablamos por WhatsApp una hora y media a la semana. Rasu crea un documento en Google Doc, y yo sigo lo que él escribe en tiempo real. También usamos un libro digitalizado con ejercicios que revisamos en conjunto, y yo tomo notas a mano en un cuaderno.

Esta opción de aprender quichua a distancia empezó hace menos de un año. Rasu cuenta que al principio no sabía cómo aprovechar la tecnología para este propósito, pero cuando le invitaron a dar clases en un centro de idiomas, él pidió que le enseñaran a usar algunas herramientas digitales. Ahora quiere seguir explorando posibilidades para crear audios que faciliten el aprendizaje fonético. Mientras tanto, él me da música en quichua que escucho mientras ordeno mi casa o camino.

“Es lindo saber que la distancia ya no es un impedimento, y que todo el que quiera puede acercarse al idioma desde cualquier parte,” dice Rasu, y concuerdo. Yo estoy aprendiendo quichua desde Canadá, y hay estudiantes haciendo lo mismo desde Estados Unidos y Suecia. Así, él nos comparte raíces que, desde afuera, vamos convirtiendo en nuestras.

A pesar de que yo vivo lejos y mis días transcurren en inglés, un idioma que no es el mío, gracias a las clases de quichua me siento más cercana que nunca a mi país. Y no solamente al Ecuador urbano en el que crecí, sino también a los saberes ancestrales a los que no estuve muy expuesta mientras vivía ahí.

Otra estudiante de Rasu, Catharina Blomquist, también se ha acercado a un mundo nuevo gracias al quichua. “Yo soy sueca y mi lengua materna es el sueco, pero siento que el quichua es mi idioma, no puedo explicar por qué,” dice Catharina. Ella recuerda que cuando visitó el Ecuador por primera vez en 2017, no conocía sobre la existencia del quichua, pero apenas lo escuchó se enamoró de él y supo que tenía que aprenderlo, así que buscó clases por Internet y encontró las de Rasu. “El quichua tiene otro pensamiento, es un idioma muy profundo para mí” añade.

Y es que el quichua parte de una lógica propia que se plasma en el lenguaje y cambia nuestra forma de comprender el mundo y habitar en él. En este tiempo he aprendido, por ejemplo, que en el quichua el yo (ñuka) es parte del nosotros (ñukanchik) y que el uno no puede existir sin el otro. He comprendido también que el tiempo y el espacio pueden ser tan inseparables como los dos lados de una misma página; que el futuro no es más que la sucesión del pasado, y que el presente nos orienta. He entendido que la enfermedad puede ser vista como algo que nos visita para hacernos saber que algún aspecto de nuestra vida no está en armonía; y que la muerte puede ser percibida no ya como un final, si no como el eterno retorno a la vida.

Para Rasu, solo a través del profundo entendimiento del idioma podemos acercarnos verdaderamente a estos saberes ancestrales, con tanto por ofrecer, sin vaciarlos de contenido. Por eso, él entremezcla la enseñanza de estos conocimientos con las lecciones de gramática y vocabulario, y encuentra gratificante el ver cómo este aprendizaje nos transforma. Inspirados por las clases, hay alumnos que han recuperado las costumbres, vestimentas, y formas de vida tradicionales que habían abandonado. Otros estudiantes se han comprometido a aportar al idioma y a las necesidades de los pueblos originarios desde sus propios espacios y experiencias.

Además, Rasu considera inconcebible la enseñanza del quichua sin abordar también temas como los rezagos de la colonización todavía tan presentes, el racismo, y el derecho sobre los territorios. Hablar de estas problemáticas es indispensable para rectificar la historia y cuestionar lo que hemos aprendido, y también lo que no. Nos libera.

“El quichua nos libera de seguir repitiendo los errores del pasado y de que otros hablen por nosotros”, dice Rasu. “Nos da la posibilidad de expresarnos desde nuestras propias visiones y perspectivas, de denunciar injusticias, y de trabajar en conjunto por futuros diversos donde podamos vivir en este tiempo-espacio-mundo-universo en armonía y mutuo respeto entre pueblos de distintas lenguas” añade, y yo comprendo que el quichua cierra brechas que han estado abiertas por ya demasiado tiempo.

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