Para hablar de George Floyd, es necesario hablar de nuestros fallos

Mural de George Floyd a las afueras de Cup Foods en Chicago Ave y E 38th St en Minneapolis, Minnesota, realizado por los artistas Xena Goldman, Cadex Herrera y Greta McLain. El grupo comenzó a trabajar en el mural el jueves 28 de mayo por la mañana y lo terminaron en 12 horas con la ayuda de los artistas Niko Alexander y Pablo Hernández. Foto de Lorie Shaull (CC BY-SA 2.0).

La versión original de este artículo se publicó en la página de Facebook del autor.

Para hablar de George Floyd, es necesario hablar de mis propios errores. Alzar mi voz ahora es tratar de vaciar un pozo de silencio que he estado llenando por muchos días, creo. Es peligroso estar en silencio en estos tiempos, y mi silencio mostrado en el Día de llegada indio fue parte de esa falta de expresión. Para mí no es simplemente decir que llevo una complicada relación con mi «indianidad», y dejarlo así. Cada vez se vuelve más y más importante explicar cómo he sido observadora problemática y beneficiaria innegable de la violencia y el racismo indicaribeño, cómo he presenciado la violencia contra los afrodecendientes, en nuestro espacio caribeño, toda mi vida.

Como muchas mujeres y personas indocaribeñas, gente de mi generación, generaciones anteriores y posteriores a la mía, me crié en una cultura comunal de desconfianza negra y superioridad india. Si mis padres no dispensaron esta ideología en un lenguaje claro y calculado (algo que no hicieron), estaba por todos lados, sin embargo. A mí no me enseñaron todo, es por eso que entend, que la peor cosa (sí, cosa) era traer a tu casa a un gran hombre negro™. Comprendí, en lugar de aprender, que debo estar orgullosa de mi cultura, «perservada e intacta» como estaba, navegando a través del traicionero Kala Pani y las brutalidades de la contratación. Me guiaron para sentirme agradecida de tener una identidad que podía llevar conmigo como un sari, recitar como un mantra, cocinar como dhal, recoger la olla como Mastana Bahar, deya como Divali. Que contra eso, la fragmentación y supresión promulgada en la cultura afrocaribeña era algo que no solo se debía lamentar, sino también temer y condenar. Que era mi responsabilidad como mujer india llevar la lota de latón llena de mi indignidad indígena a las generaciones futuras, idealmente nacida de mis caderas a través de la incursión de un marido indio. No hacerlo sería una traición. Esto, por supuesto, me convierte en una clase de traidora.

Aprendería que lo que parecía fragmentación y supresión afrocaribeña —aspectos que había equilibrado contra mi certeza india— era, en realidad, una mitología de los libros de texto coloniales, de narrativas del imperio haciendo lo que el imperio sabe hacer: ahogar la verdad para cumplir su poder y propósito. En ese momento, tenía mucho espacio para reflexionar sobre cómo el racismo indo-caribeño me había privilegiado, mientras que profesaba estar disgustada por eso: cómo me había beneficiado por estar debajo de su capa de poder e influencia mientras intentaba, con frecuentes fracasos, arrancar la costura en sus dobladillos dorados.

Pienso en George Floyd, y pienso en las veces que me he mordido la lengua mientras mis tíos hablaban furiosamente sobre el comportamiento grotesco de los negros, su pereza, su ineptitud, su salvajismo. Pienso en mi silencio en los asientos traseros de los taxis, escuchando a los indios compadecerse conmigo de los lugares a los que no deberíamos ir, de los hombres negros con los que no deberíamos entretenernos, de la negrura a la que nunca debería aspirar, la música, los peinados o excesos. Yo sabía que todo esto era profundamente incorrecto y odioso. Yo decía, sí. Y muchas veces, no pensaba lo que decía.

Me estoy protegiendo, diría internamente, con las manos atadas en mi regazo como una buena chica morena. Me estoy protegiendo de lo que temo en estos hombres, estos hombres indios que conozco y que al mismo tiempo no. Me estaba protegiendo. Me protegía. ¿Es así como me habría comportado, viendo a George Floyd morir en el pavimento mientras una rodilla lo afixiaba hacia una muerte delirante? Cambiar el marco de la imagen de Estados Unidos por una de  Puerto España: ¿es así como me habría comportado si un guardia de seguridad indio hubiera atacado a una mujer negra afuera de un banco? No sé la respuesta.

Conozco mi dolor pasado, sé cómo fue mi comportamiento antes. Sé también que en el pasado he combinado las respuestas indocaribeñas y afrocaribeñas al racismo y clasismo estructural y sistémico, aquí mismo en Trinidad y Tobago, como si fueran lo mismo. Pero no lo son. ¿Qué he hecho con este conocimiento? Lo he transmitido a mi yo más joven, que sabía poco más en ese momento y le pedí que no cometiera los mismos errores, que considerara el valor verdadero y útil de su aliada. Despojarla del espectáculo performativo. Para escucharla mejor.

Pero los indios son y han sido perseguidos aquí mismo en nuestra nación, y seguramente un académico se inmiscuirá en mis mensajes privados para reprenderme: por nuestras religiones, por nuestra ruralidad agraria, por nuestra debilidad percibida ante los ojos de los «negros», por nuestra comida, que antes de ser popularizada se despreciaba abiertamente en entornos «oficiales» , mucho antes de la miniaturización y la ternura de bolsillo de la cabrita roti en el plato de porcelana en los escalones del Country Club. Me acusarán de no conocer mi historia. Lo sé y también sé que eso no es excusa.

Tengo suficiente que pensar dentro de mí para reconocer el largo, muy largo brazo del imperio que se extiende sobre todos nosotros, sobre todas las personas de color en las antiguas colonias del Caribe. Cómo nos han encadenado e indentificado, usando las mismas y diferentes técnicas en nuestra piel, en nuestros hogares y corazones y sobre nuestros altares, en las herramientas que nuestras manos sostenían en los campos, capillas, dormitorios y tumbas de conquista.

Esto, y todo lo demás, no me hace inocente. No me hace estadounidense ni negra en Estados Unidos. No me pone en los zapatos de George, en su cuerpo, en su alegría de todos los días, en su lucha ni en el terror vivido al momento de su muerte, en sus largos minutos de agonía.

A medida que aprendo, cometo errores en el aprendizaje, fracaso con esperanza cada vez hacia una manera de presenciar mejor la brutalidad policial, el racismo violento y calculador contra los ciudadanos negros y los horrores del estado industrial de la policía racista, y me comprometo nuevamente a escuchar. A sentarme a los pies de las mujeres negras, no binarias, hombres escritores, protestantes, pensadores y simplemente escuchar.

Beber por sus ricas venas la sangre de Audre Lorde, James Baldwin, Paule Marshall, Malcolm X, Michelle Alexander, Reni Eddo-Lodge, Zora Neale Hurston, Marlon James, sin ser un aliado teatral de vampiros.

No, no quiero alianzas de ópera ni ventriloquismo, me lo ruego.

Sin cooptar ni hablar, sin los saludos de sangre sin derramamiento de sangre personal.

Sé que nunca lo entenderé totalmente, pero si no puedo fijarme en la bandera levantada por los errores con amor, entonces no merezco para nada ser abanderada.

Sostengo la bandera que he hecho yo misma para llevar a la vanguardia mi política, mi voz no puede darse el lujo de quedarse callada, ni en su complejidad espinoza y puntiaguda.

La levanto por George, por Trayvon, por Tamir, por Sandra y por Tony.  Por todos los afroamericanos. Ofrezco mi imperfecta solidaridad indocaribeña. La ofrezco con la esperanza de que mis manos, que no son irreprochables, sean mejores y más limpias en el trabajo.

De que aprenda a dar la sangre que debo.

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