Llamémoslo el momento canadiense de los estadounidenses.
A comienzos de febrero, poco después de tener una reunión virtual de trabajo en un café local, Victoria Heath, estadounidense radicada en Toronto, presenció algo extraordinario. Un hombre se acercó al camarero para pedirle agua. En cuanto éste se dio vuelta para buscar un vaso, el hombre agarró el frasco de propinas. Con cierta perplejidad, el personal del café trató de convencerlo de que entregara el frasco, incluso le ofrecieron algo de dinero y un plato de comida gratis. “Perdón, pero necesito el dinero”, dijo el hombre, con evidente remordimiento, y se fue con el frasco.
Para sorpresa de Heath, la transgresión no generó mayor drama. En un gesto de solidaridad, algunos parroquianos encontraron otro frasco vacío y empezaron a llenarlo con efectivo.
“Para una estadounidense, esta escena era surrealista, porque no hubo amenazas ni agresiones contra el hombre. Ni siquiera estoy segura de que hubieran llamado a la Policía”, escribió luego Heath en LinkedIn. “Solo reinaba la calmada compresión de que el hombre no tenía intención de lastimar a nadie, y quizá necesitaba desesperadamente el dinero”.
Con sus torres de acero y metal, multitudes de transeúntes indiferentes y aficionados al deporte, Toronto puede parecerse a cualquier ciudad de Estados Unidos. Sin embargo, son momentos como el que presenció Heath los que explican claramente algo que no es ningún secreto: Canadá se siente como un mundo aparte de Estados Unidos.
En 2018 me fui de China, donde nací y me crie, para asistir a la universidad en Canadá. Acababa de terminar un programa de siete años en periodismo en una época en la cual la profesión misma parecía cada vez más desalentadora en un estado autoritario. Mudarme a Canadá era, para mí, una oportunidad de echar raíces en un lugar abierto y democrático. Al igual que Heath, muchas veces me encontré —en medio de la cotidianidad mundana del recién llegado— comparando a Canadá con su vecino del sur. Por haber trabajado con estadounidenses y por estudiar en Canadá, ambas naciones dejaron una huella profunda sobre mi personalidad y mi visión del mundo.
Por ejemplo, aprendí el inglés coloquial viendo la serie de televisión estadounidense Friends. En mi primera tesis de maestría, me supervisó un estadounidense de Kansas. Tuve mi primera experiencia periodística en McClatchy Newspapers, organización de noticias estadounidense, y trabajé para The New York Times en Pekín durante casi tres años. Si mi cultura nativa china me enseñó a trabajar mucho y a conformarme, los estadounidenses me presentaron otro sistema de valores, el que premia el pensamiento crítico, la ingenuidad y la libertad personal.
Durante mucho tiempo, pensé que Canadá era otro Estados Unidos, pero con gente más amable y clima más frío. Desde que me mudé a Toronto, estuve fascinado con la especial relación entre los dos países. Según mi experiencia, los canadienses generalmente tienen dificultades para expresar qué define su nación y tienden a enmarcar su identidad desde una perspectiva de no-somos-ellos.
“Ellos”, por supuesto, son los vecinos de Canadá. “NO somos estadounidenses”, me decían muchos canadienses antes de empezar a enunciar una variada lista de diferencias: el sistema de salud, la cultura de las armas e, incluso, la idiosincrasia nacional.
Y sin embargo, sin importar lo que digan sobre sus vecinos del sur, Estados Unidos sigue presente en gran medida en la psiquis canadiense.
Un ejemplo está en mi vida universitaria. Un compañero canadiense nos entretenía con su facilidad para imitar a presidentes estadounidenses, desde Donald Trump hasta Ronald Reagan. Un profesor se jactaba de que nuestro programa universitario tenía una tasa de aceptación cercana a las de las mejores universidades de Estados Unidos. Y a pesar del desprecio por las maneras estadounidenses, algunos canadienses de mi grupo seguían a políticos de Estados Unidos con más fanatismo del que tenían por el hockey.
“Es abrumador cómo los canadienses inevitablemente miden a Canadá en contraste con Estados Unidos”, escribía Jeffrey Simpson, excolumnista de The Globe and Mail, en su libro Star-Spangled Canadians, en 2000. “Esta medida canadiense genera un caleidoscopio de reacciones que van desde la envidia hasta el enojo, desde el complejo de inferioridad hasta la superioridad moral, desde la duda hasta el desafío”.
En contraste, Canadá casi no se percibe en la conciencia estadounidense. Cuando le preguntaron el nombre de la capital de Canadá, un entrevistado estadounidense dijo a BuzzFeed News en 2015 que era “Toronto o Quebec, o ¿era algo de Victoria?”. No en balde la autora Margaret Atwood compara la relación entre Estados Unidos y Canadá con un “espejo unidireccional” mediante el cual los canadienses ven a Estados Unidos pero ellos casi no ven a Canadá. En 1969, el primer ministro, Pierre Trudeau, hizo el famoso comentario de que ser vecino de Estados Unidos era como “dormir con un elefante“, porque se sentía “cada tic y cada gruñido”.
A pesar de la disparidad, algunos argumentan que las diferencias percibidas son exageradas. Por ejemplo, Charlotte es una compañera estadounidense que se mudó a Canadá tras haber estudiado en Escocia varios años, y dice: “Sabía que no tendría que adaptarme mucho. Tenía que mudarme más cerca de casa de lo que había estado durante mis estudios universitarios, pero sin volver exactamente a Estados Unidos. Los canadienses se describen como diferentes de los estadounidenses porque no quieren admitir cuánto se parecen”.
En efecto, si nos fijamos qué música y películas consume la gente de Canadá y de Estados Unidos, no sorprendería que la lista fuera muy similar. Ambos países tienen democracias funcionales con una gran población de inmigrantes. Casi 70 % del comercio exterior de Canadá pasa por la frontera de Estados Unidos, la más extensa y menos protegida del mundo.
Ed Grabb, profesor de Sociología de la Universidad de Occidente, afirma que cualquier intento de diseccionar las diferencias entre los dos países debe tener en cuenta las variaciones regionales. A su modo de ver, las diferencias se pueden comprender mejor dividiendo a Estados Unidos y Canadá en cuatro subgrupos distintivos: El sur conservador de Estados Unidos, la Quebec política y culturalmente liberal de izquierda, la Canadá inglesa y el norte de Estados Unidos. “La Canadá inglesa y el norte de Estados Unidos se parecen mucho en la mentalidad”, explicó a UBC News en 2011.
Aún así, la gente de Canadá que insiste en que “no somos Estados Unidos” sigue ferviente en su convicción, motivada por un sentido patriótico y de orgullo canadiense. Afirman que Norteamérica no es un concepto monolítico. E incluso entre los vecinos más cercanos, abundan los matices diferenciadores, desde las políticas hasta la etiqueta y los modales.
Había un popular comercial de cerveza canadiense que mostraba a «Joe», personaje con la típica camisa a cuadros de leñador, y que estaba llena de comparaciones con Estados Unidos.
“Tengo un primer ministro, no un presidente. Hablo inglés y francés, no estadounidense”, decía Joe en su entusiasta monólogo frente a una gran pantalla, con una voz cada vez más alta en la medida en que avanzaba. “Creo en mantener la paz, no en la vigilancia policial; en la diversidad, no en la asimilación… y se pronuncia ‘Zed’, ¡no ‘Zee!'… Canadá es la mayor segunda masa continental, la primera nación del hockey ¡y la mejor parte de Norteamérica! Me llamo Joe, y ¡SOY.CANADIENSE!”.
La brecha también se nota en el temperamento. El estereotipo del estadounidense es impetuoso, arrogante y testarudo. Por el contrario, se piensa que los canadienses son deferentes, amables y evitan los riesgos. Las diferencias, al menos según la narrativa popular, se han formado a lo largo de siglos.
Cuando concibieron la nueva república en 1776, los padres fundadores de Estados Unidos escribieron “vida, libertad y la búsqueda de la felicidad” en la Declaración de Independencia. Luego de la Revolución —el triunfo contra los colonizadores británicos—, el lema sembró la semilla del individualismo desenfrenado y un profundo escepticismo hacia las extralimitaciones del Gobierno.
Canadá siguió un camino diferente. Sus mandatos constitucionales —paz, orden y buen gobierno— fueron indicados en Londres para una colonia británica. El fallecido novelista canadiense Robertson Davies llegó al extremo de caracterizar su país como una “monarquía socialista”. El pensamiento establece que la libertad descontrolada representa un riesgo para el bien mayor común.
Veamos la reciente respuesta el Gobierno ante la crisis de COVID-19. Mientras Estados Unidos permitía que los partidismos encarnizados socavaran sus esfuerzos por armar una sólida respuesta gubernamental, los políticos canadienses de distintas facciones se unían en una estrategia mayormente colectiva para abordar una crisis sin precedentes. La tasa de mortalidad per cápita de COVID-19 en Estados Unidos duplica la de Canadá.
Si hubiera ido a la universidad en Estados Unidos, ¿cómo sería mi vida ahora? ¿Podría reconstruir mi vida en el país de Trump, donde los trabajadores extranjeros y estudiantes internacionales han sido blanco de despiadadas restricciones migratorias?
A diferencia de Estados Unidos, Canadá no le dio la espalda a los inmigrantes, mucho de los cuales llegan al país con distintos sueños y ambiciones. Los inmigrantes ayudan a construir la economía y fortalecer la sociedad. Según los últimos datos oficiales disponibles publicados en 2011, de los inmigrantes que han vivido en el país anfitrión entre seis y diez años, la tasa promedio de ciudadanías en Canadá es de 71 %, contra 24 % en Estados Unidos.
Por supuesto que Canadá no es perfecta. Muchos de los problemas que agobian a Estados Unidos, incluso el racismo y la indigencia, también afectan a Canadá. Aún así, el país se siente diferente: más seguro y receptivo. Me siento cómodo hablando en chino en la calle Yonge de Toronto, ciudad multicultural donde casi nunca tu color de piel ni tu acento hacen fruncir ceños. Y si bien esperan que sea respetuoso, nadie me obliga a “actuar como canadiense”.
Mientras me dispongo a planificar mi vida en Canadá durante una pandemia sin precedentes, también miro en la distancia y con angustia cómo aumenta la tensión entre mi país natal y Estados Unidos, cómo Pekín y Washington se disputan una mayor influencia mundial. Ahora, la pandemia de COVID-19 acelera una perversa carrera entre dos potencias, donde cada lado pregona su autoproclamado excepcionalismo gubernamental. Tristemente, la agresión surge como moneda de cambio en la nueva geopolítica mundial. También ha golpeado a Canadá, cuando arrestaron en 2018 a la ejecutiva de una empresa tecnológica china en Vancouver por pedido de Estados Unidos. Luego de eso, Ottawa enfrenta la ira de Pekín y la indiferencia de Washington.
Para muchos inmigrantes que viven en Estados Unidos, la agresión puede resultar así de insoportable. Recientemente, un amigo chino que estaba a punto de iniciar su doctorado en una prestigiosa universidad empacó todas sus pertenencias y se preparó para lo peor cuando el gobierno de Trump amenazó, sin éxito, con revocar las visas de estudiantes internacionales que estuvieran cursando exclusivamente de manera virtual debido a la pandemia.
A comienzos de agosto, se comunicó conmigo por mensaje de Facebook para hacerme un pedido inusual: “Muchos de mis compañeros chinos en D.C. quieren migrar a Canadá. ¿Tienes tiempo para hablar?”. Durante más de una hora de conversación por Zoom, él y sus compañeros, algunos que trabajaban para organizaciones internacionales como el FMI y el Banco Mundial, me inundaron de preguntas sobre la vida en Canadá y sus políticas de inmigración. Para ellos, ni Estados Unidos ni China se podían considerar un hogar.
Ahora, con dos años en Canadá, sigo recordando esas últimas palabras de un excolega estadounidense: “Felicitaciones, alcanzaste los dos sueños, el chino y el americano: mudarte a Canadá”.
1 comentario
El cambio de cultura y estilo de vida al mudarse a otro país es enorme. Pero, se puede experimentar la experiencia de muchas formas para saber si encajas o no. Aunque, no cabe duda de que es un lugar de ensueño y muy avanzado. Muchas gracias por compartir tu experiencia.