Enrique Rodríguez Galindo: COVID-19 desentierra fantasmas de la «guerra sucia» en España

Enrique Rodríguez Galindo. Captura de pantalla de un video de la cadena de TV LaSexta en YouTube.

Enrique Rodríguez Galindo murió el 13 de febrero de 2021 con COVID-19 a los 82 años de edad.

Antiguo general de la Guardia Civil, la gendarmería española, Rodríguez Galindo dirigió el cuartel de Intxaurrondo, en la ciudad vasca de Donostia-San Sebastián en las décadas de 1980 y 1990. En esa época, los miembros de las fuerzas de seguridad eran objetivo frecuente del grupo armado independentista vasco ETA, que extorsionó y amenazó a miles de personas, y mató a unas 850 a lo largo de su medio siglo de existencia, hasta que se vio forzado a poner fin a sus actividades violentas en 2011. La falta de apoyo popular y la efectividad de las fuerzas de seguridad fueron esenciales en el fin de ETA.

Rodríguez Galindo estuvo a cargo de las acciones antiterroristas en circunstancias muy difíciles. No obstante, él mismo fue secuestrador y asesino.

Esa fue la conclusión de la Audiencia Nacional española en 2000, que quedó confirmada un año más tarde por el Tribunal Supremo. Rodríguez Galindo fue condenado a 75 años de prisión por ordenar el secuestro y asesinato de José Antonio Lasa y José Ignacio Zabala. Ambos fueron torturados y ejecutados en 1983 por el escuadrón de la muerte conocido como GAL, Grupo Antiterrorista de Liberación, y después enterrados en cal viva, con la errónea esperanza de que la química haría desaparecer completamente los restos. Los cuerpos se hallaron en 1985, pero los forenses no pudieron identificarlos hasta 1995.

De la condena de 75 años, Rodríguez Galindo solo pasó cinco en prisión. En 2005 se le concedió el tercer grado penitenciario y en 2013, la libertad condicional (N. del E.: tercer grado penitenciario es la clasificación de los reclusos que les otorga mayor libertad, sin contar con la libertad condicional. Salvo contadas excepciones, es el que permite que un penado salga de prisión y regrese a dormir al centro o al espacio habilitado que tengan las instituciones penitenciarias).

En 2021, la muerte de Rodríguez Galindo despertó en España fantasmas del pasado.

El GAL estuvo secretamente financiado por el Gobierno español, y fue responsable de al menos 27 ejecuciones extrajudiciales entre 1983 y 1987, en lo que se conoce como la «guerra sucia». Algunas víctimas eran supuestos miembros de ETA, como Lasa y Zabala, otros eran personas que simplemente estaban en mal sitio en el peor momento. En 1998, el ministro español de Interior, José Barrionuevo, y su subsecretario Rafael Vera fueron encarcelados por su implicación en el GAL. Felipe González, entonces presidente del gobierno, fue fotografiado despidiéndose de ellos con un abrazo a la puerta de la cárcel. En una entrevista de 2010, González declaró crípticamente: «Tuve que decidir si se volaba a la cúpula de ETA. Dije no. Y no sé si hice lo correcto». Mucho se ha especulado sobre la implicación de González en el GAL, pero hasta ahora no se han hallado pruebas lo suficientemente definitivas.

Como señaló el experto Omar Encarnación, el GAL «fue más una continuación que un inicio de las estrategias antiterroristas del Estado» después de la dictadura de Franco, que terminó en 1975. El GAL fue el resultado de una transición imperfecta a la democracia, en la que no se purgaron bien las instituciones, lo que resultó en una falta de control democrático sobre la Policía, la militarizada Guardia Civil y la inteligencia militar. La existencia del GAL también envalentonó a ETA, le dio munición dialéctica para cuestionar el carácter democrático de España, y le ofreció la posibilidad de presentar a sus miembros como víctimas de una represión patrocinada por el Estado.

Algunas de las reacciones a la muerte de Rodríguez Galindo prueban que algunos segmentos de la sociedad española tienen aún muchos demonios que enfrentar.

En su obituario, el diario de gran difusión El País mencionó la «impresionante hoja de servicios» solo mancillada por la «sombra» de una «supuesta participación en la llamada guerra sucia». Cabe pensar que la palabra «supuesta» no debería ser necesaria si se considera la sentencia judicial de Rodríguez Galindo.

Macarena Olona, diputada del partido de extrema derecha Vox, el tercero en representación parlamentaria en España, escribió en Twitter:

En la misma plataforma, su compañero de partido, el europarlamentario Jorge Buxadé, deseó que «brille para él la luz perpetua»:

Pili Zabala, hermana de una de las víctimas confirmadas de Rodríguez Galindo, dijo en televisión el 14 de febrero que había intentado contactar con el general para exigirle que se responsabilizara por el dolor que había causado a su familia. Quería que admitiera que lo que hizo estuvo mal, pero él nunca le respondió. Ahora, Zabala busca la responsabilidad final: Rodríguez Galindo «era militar, obedecía órdenes, y tengo claro que recibía órdenes de sus superiores, que eran políticos». Zabala espera que el expresidente Felipe González acabe en el banquillo.

En 2000, Juan María Jáuregui, exgobernador civil de la provincia de Guipúzcoa, testificó en el juicio sobre la implicación de Rodríguez Galindo en el asesinato de Lasa y Zabala. Veinte años después, a la luz de la tormenta de elogios al general en Twitter horas después del anuncio de su muerte, la hija de Jáuregui publicó:

Me vienen a la mente estas palabras de mi padre que no olvidaré jamás: «No sé quién me matará, si ETA o el propio Galindo».

Al final fue ETA, y sucedió en 2000. Su viuda, Maixabel Lasa, y su hija María se convirtieron en dos de las voces más potentes contra el odio y a favor de la justicia y la reparación para todas las víctimas de abusos de los derechos humanos en Euskadi.

Hoy merece la pena recordar estas palabras de Pablo de Greiff, antiguo relator especial de Naciones Unidas para la Verdad, la Justicia y la Reparación, después de su misión en España en 2014:

“The strength of democratic institutions must be measured not by their ability to ignore certain issues, especially those that refer to fundamental rights, but rather by their ability to manage them effectively, however complex and awkward they may be”.

La fortaleza de las instituciones democráticas debe medirse no por su capacidad para ignorar algunos problemas, especialmente los que se refieren a derechos fundamentales, sino por su capacidad de tratarlos de forma efectiva, sin importar lo complejos e incómodos que sean.

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