Durante al menos dos meses en 2020, ningún conductor aceptó llevar a Joe en São Paulo (nombre inventado).
Joe es hijo de un inmigrante chino y de una brasileña, y tenía una cuenta de Uber vinculada con su cuenta en Facebook, que tiene su nombre está escrito con caracteres chinos.
Antes de enviar un reclamo a la empresa, un amigo suyo, también de descendencia china, le sugirió que cambiara su nombre en la aplicación. Cuando lo hizo e incluyó el apellido portugués de su madre, repentinamente empezaron a ser aceptarle todos sus recorridos.
Dada la injusticia y violencia históricas perpetradas contra los negros y los indígenas en Brasil, los asiáticos, que representan menos del 1 % de la población, no suelen ser reconocidos como blanco de racismo.
Global Voices habló con otras cuatro personas de ascendencia china en Brasil y todas denunciaron casos de racismo y xenofobia en ciudades como São Paulo, Río de Janeiro y Caibaté, en el interior del estado de Río Grande do Sul. Además afirmaron que la intolerancia aumentó con la pandemia de COVID-19.
En ese contexto, el presidente Jair Bolsonaro, que ha culpado repetidamente a Pekín de la pandemia, su hijo, el diputado Eduardo Bolsonaro, y el ministro del Exterior, Ernesto Araújo, se han turnado para atacar a China.
En octubre de 2020, el presidente declaró que el Gobierno federal no compraría la vacuna Coronavac, producida en el laboratorio chino Sinovac, hasta suspendió, temporalmente su proceso de registro ante el regulador nacional de medicamentos. El presidente dijo que la vacuna no era segura «por su origen». Muchos brasileños están de acuerdo con él.
«Los brasileños que entrevisté señalaron que votaron Bolsonaro en las elecciones presidenciales de 2018 y que estaban de acuerdo con los comentarios que el equipo presidencial lanzó a través de las redes sociales», dice Edivan Costa, antropólogo y científico social que investiga la migración china en Brasil, y que ha realizado también investigaciones etnográficas en São Paulo y Río de Janeiro.
Migración china en Brasil
Los inmigrantes chinos llegaron a Brasil para trabajar a principios del siglo XIX, cuando el rey portugués, exiliado en esas tierras aquel entonces, buscó la manera de eludir el incremento de directivas británicas contra la esclavitud.
Muchos vinieron de Macao, territorio chino que estuvo bajo el control portugués durante más de 400 años, y empezaron a hacer cultivos experimentales de té en el Jardín Botánico de Río de Janeiro y en la Fazenda Imperial de Santa Cruz, retiro campestre imperial en Brasil.
Costa dice que estos primeros inmigrantes a menudo fueron deshumanizados: «Unos 20 años después de esa primera oleada, el príncipe don Miguel fue acusado de participar en una cacería de inmigrantes chinos que habían sido abandonados en las afueras de Río de Janeiro para ser cazados por diversión».
Tras esto, hubo por lo menos otras tres olas de migración desde China continental, la mayor en la década de 1950, los acontecimientos políticos que estaban ocurriendo en China (la guerra civil, la ocupación japonesa, la Segunda Guerra Mundial y la Revolución Cultural) empujaron a muchos a huir. Desde 2018, el 15 de agosto se ha convertido en el Día Nacional de la Inmigración China en Brasil.
Actualmente, la mayoría de la población brasileña de ascendencia china, unas 250 000 personas, según datos de 2012 de la Asociación Sino-Brasileña, trabajan en la agricultura y el comercio. Muchos están en la ciudad de São Paulo, donde barrios enteros son conocidos por la presencia china, japonesa y coreana.
El barrio de La Liberdade, considerado el epicentro de la cultura de Asia Oriental en São Paulo, es fundamental en la investigación de Costa. Durante su trabajo, fue testigo de la hostilidad hacia los trabajadores de origen chino. «En 2020, mientras estaba entrevistando a la comunidad, oí un grito. Corrí a ver qué era y vi a dos jóvenes gritando a los vendedores chinos: «¡vuelvan a China!», ¡cuidado con el virus!» y «¡fuera, chinos!».
Crisis narrativa
«Ponte la maldita mascarilla, pedazo de mierda. Estos parásitos vienen a nuestro país a matarnos. ¡Vuelve a tu país, animal!». Estos son solo algunos de los insultos que Dieqing Chen afirma haber escuchado cuando se quitó su mascarilla para beber agua en una clínica de Río de Janeiro a finales de 2020.
Dieqing vive en Brasil desde hace más de una década y entiende portugués pero no lo habla. Su exesposa, Rosana Stofel, lo ayudó con la traducción en la entrevista con Global Voices vía Facebook. Debido a un problema de salud acude con frecuencia a hospitales y clínicas para someterse a hemodiálisis. Con la pandemia, empezó a experimentar hostilidad en estos entornos.
«A menudo soy uno de los único pacientes que lleva mascarilla, y me doy cuenta de que soy el más vigilado», dice. Dieqing llegó a Brasil para trabajar en el sector alimentario y mantiene a su familia en la provincia de Guangdong. Dice que quiere volver a China lo más pronto posible por ese clima de odio.
Entretanto, Bolsonaro parece estar suavizando su hostilidad contra China. En enero, el regulador de medicamentos concedió la aprobación de emergencia a la vacuna Sinovac, y el Gobierno federal adquirió cien millones de dosis. En un discurso público del 23 de marzo, el día en que Brasil registró a más de 3000 fallecimientos por COVID-19, el presidente intentó mostrar una imagen a favor de la vacuna, pero falseó los datos de vacunación y omitió su desaire inicial a Sinovac.
Hay muchos factores en juego, como la caída de la popularidad del presidente, desde el 39 % en octubre 2020 al 30 % en febrero 2021, y la crisis de oxígeno y camas de hospital en el norte de Brasil. Además, Brasil depende de China para los suministros para fabricar la vacuna Sinovac en el país.
«Actualmente, Brasil y China dependen económicamente el uno del otro, y China es una potencia mundial que no se puede subestimar», afirma Costa.
«También hay que tener en cuenta que el Gobierno chino no piensa en el corto plazo. Brasil es un país clave en la implementación de las redes 5G, por ejemplo. Sin embargo, los próximos capítulos de esta historia se desarrollarán en torno a cómo Brasil logrará detener la propagación de COVID-19. Mientras tanto, las consecuencias de este discurso destructivo las sufren las personas comunes y corrientes», analiza Costa.