Grupo separatista vasco ETA bajó las armas hace 10 años: ¿Fue una reconciliación real?

Captura del video de YouTube de BBC que retrata a integrantes de ETA que dejan sus ‘armas fuera de uso’ en octubre de 2011.

Hace diez años, el 20 de octubre de 2011, el grupo armado vasco ETA (Euskadi Ta Askatasuna, ‘País Vasco y Libertad’ en euskera) finalmente declaraba «el cese definitivo de su actividad armada», un hecho que esperaban las sociedades vasca y española desde hacía mucho tiempo.

Les llevó siete años, hasta 2018, formalizar su disolución, pero el 20 de octubre queda marcado en el calendario como el día de la liberación, especialmente para aquellas personas cuyas vidas corrieron riesgo. El País Vasco tendría finalmente la oportunidad de convertirse en una sociedad libre y «normal» como cualquier otra.

Jesús Eguiguren, una de las figuras más destacadas de la política vasca de las últimas décadas, también se sintió aliviado. Días después de la tan esperada declaración de ETA, cuando le preguntaron qué significaba para él la normalidad, dijo: «Para mí, es la libertad de comer pinchos en la Parte Vieja» de mi ciudad Donostia-San Sebastián. Por su oposición política a la independencia vasca, había recibido amenazas directas de ETA, y la parte vieja era una zona vetada para Eguiguren y para otras miles de personas.

ETA se formó en 1959, durante la era de Franco, con el objetivo de alcanzar la autodeterminación e independencia del País Vasco. Desde fines de la década de 1970, ETA fue responsable de más de 850 muertes en el País Vasco y otras partes de España. Esa cifra no contempla la constante sensación de terror que provocaban ETA y sus simpatizantes. Durante sus últimos quince años de existencia, mediante extorsiones y amenazas, ETA apuntó especialmente a figuras políticas y académicas, policías, periodistas y estatales que se oponían a su agenda totalitaria. Cerca de 3300 personas se vieron en la necesidad de vivir con custodia policial.

El País Vasco es una región con una fuerte identidad nacional, dividida entre el norte de España y el suroeste de Francia. Con menos de tres millones de habitantes, es difícil no conocer a alguien que haya pagado un alto precio por ser quien era, a veces, el más caro de todos: su vida. En mi caso, un compañero de la primaria, cuyo padre (un policía) fue asesinado por el grupo armado; una docente de la misma escuela cuyo esposo (periodista) fue asesinado; el padre de un compañero de equipo deportivo que, a su pesar, se mudó a Madrid tras haber recibido graves amenazas; uno de mis profesores de la universidad, y mi amigo y exjefe, el alto comisionado por los derechos humanos del parlamento vasco entre 2004 y 2014, Iñigo Lamarca, cuyo nombre figuraba en la lista negra de ETA.

El País Vasco cambió mucho durante los últimos diez años: Nadie corre peligro de muerte por sus actividades políticas, y eso no es poca cosa. Mi sobrino y sobrinas, que tienen 11 años, son felizmente inconscientes del ambiente de violencia latente que permeaba a la sociedad una década atrás.

La sociedad vasca sigue trabajando en construir una memoria pública sobre aquella época. Las víctimas de la violencia de ETA han recibido el reconocimiento de las instituciones públicas, pero el reconocimiento social ha sido mucho más lento y tímido. En las ciudades y comunidades donde la independencia vasca era la opción política de preferencia, quienes presuntamente habían integrado ETA recibían trato de héroes. Al mismo tiempo, se desacreditaron sistemáticamente informes de fuentes creíbles sobre la tortura policial del Estado español, hecho que empañó la imagen del Estado y sus instituciones. A pesar de las numerosas denuncias de investigadores independientes y organismos internacionales de derechos humanos, el discurso oficial era, y sigue siendo, que las acusaciones de tortura por parte de la Policía eran mentiras diseminadas por los grupos terroristas (integrantes de ETA).
Las autoridades públicas españolas y una considerable mayoría de la sociedad española tienen un largo camino por recorrer para reconocer que la tortura y los malos tratos fueron una aborrecible faceta de las estrategias antiterroristas de las décadas de 1980, 1990y 2000. Según explico en mi nuevo libro Spain and its Achilles’ Heels: The Strong Foundations of a Country’s Weaknesses (‘España y su talón de Aquiles: Los fuertes cimientos de las debilidades de un país’), estas prácticas dañaron la credibilidad de la Policía como institución democrática y complicaron la vida del personal policial que sí respetaba la ley.

En la década de 2000, ETA se estaba viendo acorralada por la Policía, pero fue la merma del apoyo popular lo que hizo que el grupo pusiera un fin definitivo a la violencia en 2011. En décadas anteriores, ETA se beneficiaba de los prolongados silencios de gran parte de la sociedad vasca que creía que con su discreción se mantendrían fuera de los radares de ETA y sus informantes. No obstante, deben destacarse algunas excepciones extraordinarias, como el caso de Gesto Por la Paz, organización que convocaba marchas silenciosas el día siguiente a cada asesinato y semanalmente durante 25 años desde 1986. Si bien era un gesto modesto, exigía una fuerte dosis de valentía.

Con el tiempo, la sociedad vasca se empoderó lo suficiente como para dejar claro que ETA no la representaba. La encuesta estadística sociológica del País Vasco revela que menos del 25 % de la sociedad vasca rechazaba rotundamente a ETA en 1981, pero esa cifra aumentó hasta llegar a 60 % para 2000 y se mantuvo en ese nivel durante más de diez años, mientras que el apoyo ideológico hacia ETA fue mínimo durante la década de 2000 (entre 1 % y 3 %).

El País Vasco cambió sustancialmente para mejor con un nuevo espíritu de calma, paz y libertad redescubierta. Sin embargo, se necesitará más tiempo para fortalecer los puentes y caminar con firmeza hacia la reconciliación. Asesinaron injustamente a policías, guardaespaldas, periodistas y personalidades políticas, y durante mucho tiempo, la sociedad vasca permaneció petrificada.

Para cambiar la percepción pública en España, una nueva película podría marcar la diferencia: Maixabel retrata la historia real de Maixabel Lasa, valiente activista por la paz, la memoria y la reconciliación cuyo esposo fue asesinado por ETA en 2000. Hace algunos años, Maixabel se encontró cara a cara con el hombre que mató a su marido. El asesino se había distanciado de ETA mediante un difícil proceso de expiación.

El testimonio de Maixabel Lasa es parte de una serie de conversaciones que tuvieron lugar durante la última década entre las víctimas de ETA y sus exintegrantes arrepentidos. La mayor parte de estas reuniones fueron privadas, pero algunas de las personas que participaron están contando sus experiencias en escuelas y expresando sus emociones en otros eventos públicos.

En otras actividades, se reunieron víctimas de ETA, víctimas del GAL (terrorismo patrocinado por el Estado de la década de 1980), y también víctimas de la tortura policial. Además, figuras políticas independentistas pidieron disculpas por el daño que causaron con su silencio cómplice durante décadas.

Analizar el pasado de manera plural, inclusiva y respetuosa llevará tiempo, y el País Vasco apenas acaba de sacarse el yugo de ETA. La memoria histórica es un poderoso recordatorio de que la libertad no debe darse por sentada.

Como dijo mamá una vez cuando hablábamos de la paz y la reconciliación vasca, es impresionante lo rápido que te acostumbras a la normalidad, a que no maten a la gente por sus ideas.

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