Los latinos son la minoría más grande en Estados Unidos. Sus condiciones de vida parecen estar mejorando —estudios y estadísticas así lo sugieren. Pero aunque los índices de pobreza están disminuyendo, los latinos siguen entre los más pobres y los menos instruidos. En 2017, cerca del 65 % de personas de indocumentados eran mexicanos y centroamericanos; estos números abarcan la experiencia que han tenido el menos siete millones de personas, cuya gran mayoría ha vivido en Estados Unidos más de diez años.
Para los inmigrantes sin papeles, la vida es particularmente dura. Sin documentos, carecen de derechos básicos. Deben vivir escondidos, y en la mayoría de los casos, están a merced de la buena voluntad de sus empleadores o caseros. Estas personas suelen emplearlos ilegalmente y los hacen trabajar por bajos salarios, y en turnos largos y extenuantes. Con mucha frecuencia, estos inmigrantes tienen malas condiciones de vida.
Como no soy latino, mi interés en este tema se generó tras observar esas condiciones que muchas personas de esta minoría se ven obligadas a enfrentar todos los días. En 2017, me mudé a Los Ángeles y viví ahí casi un año y medio. En ese periodo, me acerqué a la comunidad latina, hice amigos, hablé con docenas de personas de diferentes entornos e iba esporádicamente a iglesias latinas.
La palabra “latino» es un término que engloba a gente que se identifica como latinoamericana. La definición es grande y comprende muchas experiencias vividas en términos de condición socioeconómica, educación, etnia y género. Para este artículo, hablé con inmigrantes de primera y segunda generación de México y Centroamérica, que trabajan en construcción, sector de la asistencia y fabricas en Estados Unidos.
Óscar M., 43 años, empezó a trabajar en construcción cuando llegó a Estados Unidos desde México. Cuando hablé con él, vivía en el mismo lugar de la construcción en Los Ángeles, pues no le alcanzaba para arrendar. Óscar dice que sus empleadores esperaban que se mudara directamente al lugar de la construcción para estar más disponible. Trabajar ahí era la manera más rápida de ganarse la vida para quien no tenia más que sus manos. Durante años, encontró trabajos gracias a rumores en su comunidad con información que llegaba de amigos y colegas.
Iba de una construcción a otra, con la esperanza de que Servicio de Control de Inmigración y Aduanas no lo encontrara. Su auto era su oasis, su burbuja de intimidad cuando iba a trabajar. Pero una multa por una luz trasera que no encendía podría haber bastado para poner en riesgo su estadía.
Ahora, Óscar es residente permanente. Aunque me dijo que su situación no ha cambiado mucho, solamente que ya no le asusta que lo detenga un policía. Como es mexicano, dice que la gente para quien trabaja espera que «tome las tareas que nadie quiere».
Se espera de él que trabaje más horas y que «haga la parte pesada». Le gustaría encontrar un trabajo más gratificante, pero no es fácil cuando hay cuentas por pagar y una familia que alimentar. «Esta es la tierras de las oportunidades, es cierto. Pero cuando siempre estás enfrentando el riesgo de dormir en la calle, simplemente sigues haciendo lo que ya haces. Y esperas que mañana sea mejor».
Representantes y voluntarios de iglesias latinas de Los Ángeles me cuentan de personas «sin nombre» a ojos de la sociedad que luchan por sobrevivir a fin de mes, que piden comida y ropa. Cuenta de gente que trabaja en exceso, consumida por el gran esfuerzo físico que debe hacer cada día de trabajo en los campos, en trabajo doméstico, en el sector de construcción o fábricas. A veces, los trabajadores latinoamericanos también sufren accidentes laborales que los dejan discapacitados, sin compensación por sus lesiones y sin acceso a servicios de salud.
Hasta los latinos con permiso de trabajo denuncian condiciones similares, aunque más leves. Les dan trabajos peligrosos y de poca paga que demandan muchas horas de trabajo. Empleos que empiezan con paga decente solamente cuando las horas de trabajo son muy largas, como restaurantes de comida rápidas, centros de llamados, construcción y fábricas. Hay inmigrantes con títulos universitarios que pasan la vida en almacenes. La mayor parte del tiempo, la calidad de los beneficios (salud, por ejemplo), no depende de sus capacidades ni su experiencia, solamente de las políticas de la empresa en la que trabajan, como muchos me confesaron. Sus vidas dependen enteramente de las decisiones de sus empleadores.
María Rosa S., 58 años, es residente mucho más tiempo que Óscar. En cuanto tuvo su permiso de trabajo, empezó a trabajar en supermercado grande en limpieza del turno de noche. Dice que es apenas suficiente para tener una vida “casi decente”, considerando que todo lo que puede ahorrar lo debe enviar a sus parientes en El Salvador para ayudarlos.
Ya son 13 años desde que María Rosa no viaja a El Salvador, su país natal. Por lo tanto, son 13 años que no ve a sus hijos. Es casi imposible tener los documentos para llevarlos a Estados Unidos, dice. Los pasajes de avión son costosos, y ella prefiere ahorrar.
Las prometedoras mejoras de la sociedad tardan en hacerse permanentes. Y seguir dando voz a los miembros marginados de esta gran comunidad sigue siendo una de las formas más eficaces de hacerse una idea de sus dificultades y también de dónde hay que actuar.