Memorias sobre la huida de Turkmenistán en busca de educación

Ilustración de Kenjaeva Mufiza.

No todo el mundo puede apreciar la virtud de una educación imparcial, sin prejuicios y progresista. Tener la libertad de razonar y decir lo que uno piensa puede ser fascinante, confuso y contradictorio para quien ha crecido en Turkmenistán. El deterioro del sistema educativo del país se remonta a principios de la década de 1990, cuando el entonces presidente Saparmurat Niyazov decretó la destrucción de todos los libros soviéticos, en un esfuerzo por controlar la circulación del material impreso. Desde entonces, las escuelas de Turkmenistán han sufrido por falta de libros de texto.

Me gradué de secundaria en Turkmenistán hace más de diez años, y todavía recuerdo vívidamente que solo había tres o cuatro juegos de libros de texto para 30 o más estudiantes en cada aula. Las clases estaban estructuradas en torno a la toma de notas de los libros y la memorización, sin ningún análisis.

En 2001, Niyazov decidió que nuestras luchas podían empeorar y comprimió 10 años de escolarización en nueve. Como consecuencia, se redujeron las horas asignadas a las materias escolares y se eliminaron definitivamente del plan de estudios muchas asignaturas como educación física, estadística y economía. A pesar de que mis compañeros y yo nos esforzábamos, las autoridades obligaron a los profesores a aprobar a todos, para demostrar el progreso escolar. Las secundarias se convirtieron en «fábricas de diplomas».

A pesar de las dificultades, seguía teniendo hambre de conocimiento. Aproveché las oportunidades que me brindaban las embajadas extranjeras para aprender inglés gratuitamente y tomar prestados libros de la biblioteca. Algunos recibimos clases adicionales de historia, matemáticas, culturas del mundo, gramática inglesa y conversación, que impartían profesores extranjeros que transmitían sus conocimientos a los jóvenes turcomanos. Fue esta experiencia la que me inspiró a continuar mi educación.

Sin embargo, el camino hacia un título universitario no estuvo libre de obstáculos. Los obstáculos financieros, culturales y políticos dificultaron mi búsqueda de educación superior. La educación, aunque gratuita, sigue estando fuera del alcance de la mayoría de los ciudadanos de clase trabajadora. Para acceder a una universidad en Turkmenistán, es habitual tener que sobornar a los funcionarios escolares. La corrupción y las terribles reformas del sistema educativo han cambiado drásticamente la naturaleza y la finalidad de la educación en Turkmenistán. Hoy en día, la mayoría de los ciudadanos turcomanos ven la educación simplemente como un medio para conseguir un diploma y poder optar a trabajos mejor pagados.

Una lucha a través de la transición

Mis padres perdieron su empleo de la época soviética después de la independencia porque los títulos que habían obtenido ya no bastaban en el nuevo mercado laboral. A pesar de su amarga experiencia, seguían valorando la educación, y a veces sacrificaban la calidad de nuestra comida y ropa para poder pagar mis cursos de inglés.

Mi madre nos decía sin cesar que teníamos que estudiar para evitar las penurias económicas por las que ellos habían pasado. Su consejo se me quedó muy grabado en la mente.

Ante las escasas oportunidades de obtener educación en mi país, busqué financiamiento para estudiar en el extranjero. Las embajadas extranjeras tenían sistemas de apoyo, como becas y exoneraciones de matrícula para estudiantes turcomanos con talento. Lloré cuando recibí la llamada: Tendría financiación completa para cursar una licenciatura en una universidad del extranjero con un plan de estudios estadounidense. Eran las lágrimas de una felicidad delirante.

La aprobación de mi padre fue el último obstáculo a superar. En Turkmenistán, la costumbre es «Ogul düzde, gyz öýde» («El campo es lugar para los chicos, la casa para las chicas»). Necesité la ayuda de todo el pueblo para convencer a mi padre. Cuando cedió, pensé que mi vida podría dar por fin un nuevo giro.

Cuando llegó la hora de partir, toda mi familia se reunió en el aeropuerto para despedirme. Al fin y al cabo, era la primera chica de mi familia que salía del país. No pude ocultar mi emoción entre las preocupaciones de mis seres queridos. Después de una interminable ronda de abrazos, me dirigí feliz hacia el control de pasaportes. Podía ver que me esperaba un futuro brillante, o eso creía.

Tras examinar cuidadosamente mi pasaporte y mi visa de estudiante, un funcionario de inmigración me dijo con sangre fría que no podía salir del país. No aceptó mis preguntas, sino que me agarró del brazo y me expulsó de la zona de control de pasaportes. Me quedé desconcertada. Después me enteré por la embajada de que el Gobierno turcomano había prohibido unilateralmente a los estudiantes salir del país para estudiar en determinadas universidades extranjeras.

Los meses pasaron, lo que esperaba que fuera mi primer semestre ya había empezado, pero yo estaba atrapada en Turkmenistán. «¿Por qué luchan contra nosotros?», fue la pregunta que me hice durante seis meses.

En este tiempo, me «entrevistaban» rutinariamente funcionarios del Comité de Seguridad del Estado (antes conocido como KGB). Otros estudiantes que compartían mi destino también tuvieron que pasar por lo que eran interrogatorios de horas. Las preguntas de la Seguridad del Estado me hicieron creer que el Gobierno había sospechado del propósito de las becas y había decidido incluirnos en una lista negra. Tal vez los agentes de la KGB especularon con que las embajadas y universidades extranjeras estaban preparando a futuros disidentes que desafiarían al régimen. Las listas negras han sido una táctica habitual de la KGB durante décadas para controlar a la sociedad y sembrar el miedo. Estas tácticas cultivaron la ansiedad y el miedo, y provocaron una depresión crónica, con la que todavía lucho.

Cuanto más sufría la presión y la coacción, la censura y la represión, más recordaba los versos del poema de la disidente feminista de la década de 1960 Annasoltan Kekilova: «Dönmerin öz pikrimden/Atsalarda ýanaryn oda …» («No renunciaré a mis pensamientos, y si me arrojan al fuego, arderé»). Usé sus estrofas como un mantra para aferrarme a mis sueños mientras vivía bajo un régimen prolongado, cruel, opresivo y totalitario. Mentalmente, estaba dispuesta a ir a la cárcel, a arrojarme metafóricamente al fuego, antes que renunciar a mi esperanza de recibir una educación.

Meses de negociaciones diplomáticas ayudaron finalmente a levantar la prohibición de algunos estudiantes, y se acortó la lista negra. Conseguí salir del país y hacer realidad mi mayor sueño, la educación, y hasta obtuve un máster. Sin embargo, estos acontecimientos dejaron profundas cicatrices en mi salud mental y en mi alma, que siguen sin cicatrizar incluso después de más de diez años. Todavía me persiguen los horrores que sufrí, en mis pesadillas y en la realidad, cada vez que tengo que pasar por el control de aduanas en todo el mundo.

No olviden a nuestras niñas

Desde principios de 2020, las autoridades turcomanas han usado el pretexto de la pandemia de COVID-19 para prohibir a sus ciudadanos viajar al extranjero. Cuando leo noticias alarmantes sobre el cierre de escuelas por la pandemia –aunque el Gobierno sigue afirmando que el país no se ha visto afectado– o a la crisis ambiental denominada «Polvo-19«, mi corazón se desgarra por los jóvenes, especialmente las chicas, cuya escolarización dentro del país suele sacrificarse en favor de la educación de sus hermanos. Al fin y al cabo, las chicas pueden casarse mientras los chicos tienen que ser el sostén de la familia, según la costumbre turcomana. Es más, en tiempos de crisis económica continua, las familias optan por el matrimonio infantil como forma de aliviar las dificultades económicas. El matrimonio precoz de las hijas es una costumbre centenaria que se usa para garantizar la seguridad económica de la novia y de su familia. En estas condiciones, las niñas turcomanas se verán cada vez más excluidas del ya reducido espacio de la educación superior.

A menos que la comunidad internacional se pronuncie y empiece a presionar al Gobierno turcomano para que reanude los vuelos y facilite los intercambios internacionales.

Mi esperanza es que las declaraciones de la vicepresidenta de Estados Unidos, Kamala Harris, durante la Comisión de la Condición Jurídica y Social de la Mujer de Naciones Unidas el 16 de marzo de 2021, cuando dijo que «la condición de la mujer es la condición de la democracia» se traduzcan en un renovado compromiso internacional con la igualdad de género, los derechos humanos y las iniciativas de transición democrática en Turkmenistán.

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