Este artículo de John Foster fue publicado originalmente en The Battleground el 25 de febrero, al día siguiente que comenzara la invasión rusa de Ucrania. Se reproduce en Global Voices en virtud de un acuerdo de asociación de contenidos.
Nada más terminar las ceremonias de clausura de las Olimpíadas de Invierno, empezó la invasión de Ucrania.
Intencionado o no, el ejercicio de Xi Jinping de lavado a través del deporte (o sportswashing) dio a Vladimir Putin el tiempo adicional que necesitaba para preparar su mayor logro: «desmilitarización» de Ucrania.
Todavía es demasiado pronto para resolver la pregunta primordial sobre si este desenlace populista se producirá en Kiev o en La Haya.
Al terminar los juegos mundiales, Putin anunció que Rusia reconocería la independencia de las Repúblicas Populares de Donetsk y Luhansk, que suena bastante retro. El hecho de que estas afirmaciones fueran el resultado de un proceso impulsado por el dinero y el material militar ruso es posiblemente el secreto peor guardado del mundo de la política internacional.
La guerra indirecta de Putin en el este de Ucrania había cobrado al 25 de febrero de 2022 aproximadamente 14 000 vidas. En términos más prosaicos, el conflicto ha costado a Ucrania un 15 % de su PIB cada año desde 2014.
Los gastos generales de Rusia son una incógnita, pero probablemente han requerido menos dinero por adelantado. La cuenta se ha incrementado dramáticamente para todos los involucrados. La guerra es una obscenidad. Pero también es odiosamente cara.
La gravedad de la situación en Rusia se puede evaluar a partir de la serie de hechos de gran impacto narrativo escenificados por Putin en la segunda mitad de marzo. El primero fue la «reunión» de su consejo de seguridad, en la que éste tuvo que dar su visto bueno al reconocimiento de las regiones escindidas, pero desde una distancia algo superior a los 12 metros. Hubo alguna sugerencia de que mantener a los asesores de Putin a una distancia algo mayor que la del brazo tenía algo que ver con COVID-19, pero tuvo la sensación de ser un espectáculo autoritario. Esta impresión se vio reforzada por el comportamiento extrañamente tímido de los miembros del Consejo de Seguridad. La mayoría parecía poco entusiasta a la hora de dar su visto bueno al plan y a varios se les hizo un lío.
El asunto tenía una curiosa pátina de pantomima, como si lo que ocurriera no fuera cuestión de aconsejar, sino de hacer constar al mundo para poder repartir las culpas adecuadamente si las cosas se iban a pique. El Líder Supremo siguió con un discurso que puso la cereza retórica a su anuncio anterior.
Putin comenzó con el argumento de que Ucrania no existía realmente, o más bien era una simple criatura de los malignos cartógrafos bolcheviques. La culpa fue de Lenin. Este es un tema al que Putin ha recurrido con frecuencia desde la década de 1990. Siguió sugiriendo que el desmembramiento de Ucrania por parte de Rusia sería solo una cuestión de completar el proceso de descomunización.
Según Putin, Ucrania es hoy una expresión de nacionalismo divisivo, basado en medidas iguales de rusofobia y neonazismo.
Intentar analizar cuál es el bando nazi (o quizás cuál es el bando más nazi) es uno de los temas más antiguos de la defensa del Kremlin entre los tankies y los excomentaristas de izquierdas.
Desde las protestas de Euromaidan de 2014, la acusación de que el movimiento democrático de Ucrania ha servido de cubierta a los fascistas, ha sido una constante entre sus filas y entusiastas de Russia Today, lo que no quiere decir que esas acusaciones sean totalmente infundadas. Aunque son una clara minoría, los camisas pardas ucranianos han pasado gran parte de sus libertades postsoviéticas minimizando los horribles crímenes cometidos por los colaboradores nazis durante la Segunda Guerra Mundial.
Efectivamente, hoy en día hay grupos de extrema derecha en Ucrania, y sería más chocante si no estuvieran intentando socavar las nuevas instituciones democráticas del país. En este sentido, Ucrania es como el resto de Europa del Este. Sin embargo, irónicamente es menos reaccionaria que los estados miembros de la OTAN y de la Unión Europea de la región, como Hungría y Polonia. Aún así, la respuesta a la pregunta de si el bando ucraniano o ruso es el bando nazi es obvia.
El actual vigor imperialista de Rusia está impulsado por la herencia de la Guerra Fría de Vladimir Putin, y su necesidad de distraer a los rusos del COVID y de los problemas económicos actuales. Pero también viene de fuentes ideológicas extremistas. Putin y su círculo están fuertemente influenciados por pensadores de extrema derecha como Alexander Dugin, principal referente ruso del fascismo y del imperialismo.
Personalidades menos conocidos en Occidente, como el historiador nacionalista y eurasianista Lev Gumilev, hijo de la poetisa Anna Akhmatova, son muy importantes para Putin. Su combinación de influencias marca una política en evolución que mira a la vez hacia el interior y hacia el exterior, resentida por ser impuesta, pero deseosa de dominar.
El aspecto euroasiático es uno de los menos comprendidos. Son especialmente preocupantes las distinciones que los rusos de extrema derecha suelen establecer entre ellos mismos y los «anglosajones». En el imaginario populista de Putin, Rusia es un ethnos, no un país multicultural. Los portavoces del Kremlin se refieren a eso constantemente.
Ojalá Occidente fuera tan sencillo. Así, la animadversión se dirige a los probables oligarcas judíos de Ucrania que, a diferencia de los de Rusia, se aferran al mundo atlántico para preservar su poder y riqueza. Las élites ucranianas son responsables de todos los pecados del calendario, desde intentar extirpar la cultura rusa hasta fomentar la violencia de todos, desde los neonazis hasta los terroristas islámicos. Según esta visión del mundo, su objetivo final es conseguir que Ucrania entre en la OTAN para poder socavar a Rusia, tanto militar como económicamente, para proteger sus intereses.
Por qué los ricos del país querrían suicidarse de esta manera es algo que solo Putin parece saber. Al menos, a él le funciona, y hace una cámara de resonancia típicamente conspirativa.
Si la vida en nuestro entorno de posverdad no nos ha enseñado nada más, con la repetición, la verdad se acumula. El Kremlin ha demostrado ser más que capaz de mentir al mundo hasta la muerte. Pero es naturaleza de la guerra multiplicar las mentiras de esta manera, y la desinformación racista refleja la política nacionalista de Putin.
El giro de los acontecimientos actuales no debería sorprender a nadie. Vladimir Putin tiene un largo historial de usar fuerza militar en zonas en las que ve la posibilidad de ventaja rusa. Desde Chechenia a Georgia, pasando por Siria y Crimea, el exjefe de la KGB ha burlado repetidamente el derecho internacional en busca de recuperar el patrimonio soviético.
Hacer caso omiso del estado de derecho es algo habitual entre los poderes imperiales; no hay más que ver las justificaciones de Estados Unidos para invadir Irak y Afganistán. También se basaron en fantasías y mentiras. Pero incluso según esos criterios, la invasión de Ucrania es un asalto especialmente descarado a la situación actual, en este caso, al orden de seguridad europeo que ha existido, más o menos, desde 1945.
Es posible que la OTAN haya roto los acuerdos para no expandirse a los antiguos territorios coloniales de Rusia. La cuestión es que querían entrar para protegerse si Moscú volvía a desbandarse. Como ahora.
Es un clásico Catch-22, que hace imposible hacer lo correcto. Tanto Oriente como Occidente tienen la culpa.
¿Te gustaría compartir una frontera con Rusia? Incluso en los mejores tiempos, la relación requiere mucha gestión y aún más gastos en defensa. Solo hay que preguntar a finlandeses, noruegos o suecos.
En lo que respecta a Ucrania, hay diversas posibilidades sobre cómo podría desarrollarse la situación. Desde comienzos de marzo, lo que parecía ser el dinero inteligente habría sido una intervención limitada en las regiones del este del país. Esto habría sido más fácil de justificar en términos de defensa de los territorios escindidos que la invasión en curso.
Esto podría haber dado tiempo a que aparecieran más grietas en el ya tambaleante edificio que es el sistema de seguridad del Atlántico Norte. Ciertamente, habría generado más sanciones. Pero una operación más limitada habría permitido a Estados Unidos y a la Unión Europea dedicar más tiempo a discutir qué sanciones eran las más apropiadas y durante cuánto tiempo debían utilizarse.
Vladimir Putin optó por jugarse el todo por el todo, pensando que lo mejor sería arrancar la venda de un jalón.
Sin embargo, esto parece haber creado numerosos problemas, y el menor no es que pueda instalar un gobierno títere, en lugar de la versión elegida de Volodímir Zelenski. Es difícil imaginar una especie de gobierno delegado ruso según el modelo que lideró Víktor Yanukóvich de 2010 a 2014.
El dictador checheno Ramzán Kadýrov es un modelo mejor, probablemente importado de las filas de los líderes rebeldes del este de Ucrania. Es mucho más práctico que, por ejemplo, el presidente sirio Bashar al-Assad que, en el mejor de los casos, es una figura para los generales rusos que dirigen Siria. Una ocupación a largo plazo de Ucrania supondría igualmente un importante desembolso financiero.
Aunque cabe esperar que los ingresos de Rusia procedentes del petróleo y gas natural aumenten, el costo de las inevitables sanciones y las interrupciones de otros intercambios comerciales podrían equilibrarlo fácilmente. Irónicamente, cuanto más tiempo se mantenga alto el precio del petróleo, más probable será que vuelvan a ponerse en marcha las operaciones de extracción en Estados Unidos y otros lugares, amenazando con hacer bajar los precios y perjudicar a Moscú.
Cuanto más tiempo las tropas rusas pasen en Ucrania, y cuanto más fuerte sea su presencia, mayor será la probabilidad de que se forme una insurgencia autóctona que las desafíe.
Las experiencias de Rusia con la guerra de guerrillas han ido hasta ahora desde el fracaso en Afganistán hasta un victoria extremadamente costosa en Chechenia. Ambas guerra se libraron en lugares donde los estadounidenses y los europeos se preocupaban poco por las poblaciones locales o temen que sean yihadistas sin remedio, y que también se les pueda extirpar. Los ucranianos son blancos en el léxico occidental. Son como nosotros. La perspectiva de librar una guerra de guerrillas a largo plazo con ellos empeorará más todavía la mala imagen de Rusia.
Imaginen los abusos de derechos humanos y las atrocidades que se cometerán contra los ucranianos. Los antecedentes rusos en el este de Ucrania ya son lamentables. Si considera la ultraviolencia que los rusos emplearon para aplastar la resistencia yihadista en ciudades como Grozni y, más recientemente, en ciudades sirias como Alepo, se puede tener una idea.
Sea cual sea el resultado, es difícil imaginar a Rusia volviendo a la cortesía de las naciones responsables, usando los bancos en Londres y exportando gas a Alemania. Lo que estamos presenciando es una transformación fundamental del lugar de Moscú en el mundo.
Al igual que en el caso de COVID-19, ya no existe una situación «normal» a la que se pueda volver. La situación es fluida y cambia rápidamente. Es difícil mantenerse al día, y se sospecha que el análisis actual tendrá una fecha de caducidad muy corta.
Lo que está claro es que estamos viendo el desarrollo de una horrible tragedia. Los acontecimientos de hoy son un desastre, y parece que se producirán calamidades mayores.