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Dentro de mi recompensa: El recorrido de Raghda

Categorías: Medio Oriente y Norte de África, Egipto, Arte y cultura, Medios ciudadanos, Mujer y género, Salud, The Bridge

Obra de Mariam A, usada con autorización.

Me llamo Raghda, pero puedes llamarme «Recompensa». En árabe, mi nombre significa «abundante», «próspero» o «generoso», de ahí la palabra «recompensa».

Recompensa es también el apodo de mi mundo ideal imaginario, construido en torno a vidas paralelas. Me dirijo a ustedes como una joven de 32 años que nació en 1990 y creció en la relativamente conservadora y tranquila ciudad de Al Mansoura, en Egipto [1], con una infancia llena de alegría, amor, sueños elevados… y soledad.

En el caluroso verano de 1996, una aburrida Raghda de seis años robó una revista de debajo del cenicero de su padre y se apresuró a entrar en su habitación, emocionada. Cerró la puerta y se puso un vestido blanco sin mangas. Se sentó en el suelo con la revista en la mano. Pasó las páginas con entusiasmo hasta que llegó a una en la que aparecía un retrato masculino. No tenía ni idea de por qué esos hombres posaban para la foto y les daba igual.

Se subió a una silla de madera y miró a los hombres inmóviles. Luego, con confianza, empezó a bailar y a mover las caderas imaginando que esos hombres la miraban con admiración.

Pensándolo bien, de grande no quería ser bailarina de la danza del vientre; lo único que quería era que se fijaran en mí, que me adoraran o ser la chica de los sueños de alguien.

Una visión muy inocente de mi infancia, uno de los pocos momentos serenos entre las muchas situaciones difíciles que he enfrentado como consecuencia de una afección neurológica. No puedo contar cuántas veces mis trastornos del habla y mi tartamudez, conocida como trastorno de la fluidez de inicio en la infancia [2], me hicieron detestar que me vieran o interactuar con otros.

No creo que tuviera la oportunidad de aprender sobre este trastorno en aquel momento, y mucho menos el nombre médico correcto para describirlo. Los desconocidos, los profesores y los compañeros de clase parecían saber exactamente cómo etiquetarlo: tonta. Sí, me conocían como la niña tonta, bajita y gordita que no sabía decir ni una palabra.

Mi familia era compasiva e intentaba apoyarme mientras tartamudeaba. Sin embargo, no podía hablarles del acoso y el abuso que sufría fuera de casa. En el fondo, sentía vergüenza o simplemente pensaba que no merecía la pena contarlo.

Ni que decir tiene que el acoso era tan frecuente que empecé a aislarme y a encerrarme en mi propio mundo, ¡el mundo de Aida!

El mundo de Aida

Aida Ibrahim es ficticia, tejedora y bailarina del vientre de piel oscura. Tiene el pelo largo, negro y rizado y un cuerpo curvilíneo y voluptuoso. Es una mujer de estatura media, ojos oscuros y un lunar natural en la mejilla derecha.

Aida era una compañera ficticia que creé para sobrellevar mi aislamiento y soledad. Tal vez fuera el otro yo en quien me sumergí cuando tenía 18 años para hacer lo que yo no podía hacer entonces. Aida luchaba por lo que creía. Era segura de sí misma, entrañable e inspiradora.

Este es el cuento que inventé para ella durante esos largos periodos de tiempo a solas en mi habitación.

Aida Raed Abdel Salam Ibrahim. Born in the mid-1980s in Akhmim [3], upper Egypt to an Arabic teacher father and a deceased homemaker mother.

Raised in a hostile environment by an obstinate, short-tempered, and aggressive father, she ran away from home at the age of 14 with no particular destination in mind.

Years later, just like a movie, we discover that she has her own weaving loom and she creates collections of Egyptian traditional clothing that are popular among men and women in southern Egypt.

She found healing in dancing, particularly oriental dancing, in which she moves her body gently like a mighty serpent. Yes, a serpent, a very enigmatic creature.

Dancing during her period was her favorite time for healing, as she caressed the scars caused by her father. Crying with ecstasy imagining period cramps to be drums!

Aida Raed Abdel Salam Ibrahim. Nació a mediados de la década de 1980 en Akhmim, en el Alto Egipto, de padre profesor de árabe y madre ama de casa ya fallecida.

Crecí en un ambiente hostil con un padre obstinado, malhumorado y agresivo, me escapé de casa a los 14 años sin rumbo fijo.

Años después, como en una película, descubrimos que tiene su propio telar y crea colecciones de ropa tradicional egipcia que son populares entre personas del sur de Egipto.

Encontró la curación en la danza, sobre todo en la danza oriental, en la que mueve su cuerpo suavemente como una poderosa serpiente. Sí, una serpiente, una criatura muy enigmática.

Bailar durante su menstruación era su momento favorito para curarse, mientras acariciaba las cicatrices causadas por su padre. Lloraba de éxtasis imaginando que los calambres de la regla eran tambores.

Aida, tal como me la imaginaba, era encantadora, valiente y femenina. Yo, en cambio, era asustadiza y tímida; me resultaba difícil aceptar que la durmiente Raghda era la persona real y que Aida, a pesar de todo su encanto, no era más que la creación de mi mente inquieta.

En un momento dado, sentí que Aida, y no yo, merecía existir en el mundo real y no solo en la imaginación de alguien. Despreciaba mi propia existencia. Rápidamente me di cuenta de que había caído en un lugar muy oscuro.

Recorrido de curación

Decidí volver a levantarme e inicié un camino para tratar mi TOC [4], el trastorno de ansiedad generalizada [5] y la ansiedad social. Empecé a hablar con un terapeuta. Desde entonces, he recorrido un largo camino para aceptar a Raghda como es, con todas sus increíbles características y defectos.

Tomé clases de violín y me matriculé en un curso de traducción, aunque me aterrorizaba hablar delante de la gente o ser el centro de atención, pero tenía que superarlo o seguiría confinada en mi mundo imaginario.

Pero ¿por qué no ir un paso más allá?

Me inscribí en un taller de narración. Aprendí a expresarme, a contar mi versión de la historia, a llorar, reír, gritar y chillar y, sobre todo, a contarle todo esto a personas comprensivas que, a su vez, compartían su dolor y su alegría conmigo. La narración personal me ayudó a procesar y aliviar emociones y pensamientos reprimidos de forma saludable. Tuve la sensación de liberarme de traumas largamente guardados.

Recuperar el control de mi vida

¿Por qué no dar otro paso?

Decidí enfrentarme a mis miedos trabajando en el servicio de atención al cliente. Era muy consciente de que en este sector no me tratarían con el mismo cariño y empatía que en el taller de narración. Pero quería mejorar mi capacidad de comunicación, interactuar profesionalmente con los demás y ser paciente, comprensiva y servicial. En lugar de tratar a los clientes como números, mostrar empatía y reconocer sus problemas.

Pasé por una amplia gama de emociones mientras trabajaba con clientes amables y malhumorados. Podía tratar a los clientes cuando estaba tranquila y serena; cuando estaba nerviosa, volvía a tartamudear y me planteaba seriamente renunciar por vergüenza.

Me las arreglaba comparando mi trabajo con «una caja de bombones», en la que nunca sé qué tipo de cliente voy a recibir, igual que nunca sé qué sabor me va a tocar.

Me convertí en una niña juguetona que no se toma las cosas demasiado en serio. No me malinterpreten: estoy comprometida con mi trabajo y mis objetivos vitales, pero he empezado a ver la vida como un juego. Me considero un ser humano curioso que vive una aventura.

La niña que se alzó de las canizas

A pesar de haber recuperado el control de mi vida, ¡nunca olvidé a la ficticia Aida! Me la imaginaba mirándome agonizante y diciendo: «¡Ah! Ya me has olvidado, ¿verdad? ¿Por qué me creaste y me diste una existencia tan rica, solo para privarme de este paraíso? Estaba viva, ¡era tu chica de fantasía!».

Para ser sincero, nunca olvidaré a Aida; era una roca sólida en un mar turbulento a la que me aferraba por miedo a sumergirme en mi profunda oscuridad.

No hablé mucho de Aida, pero durante esos años oscuros, le di vida con un montón de aventuras, momentos felices y trágicos, y si alguna vez quisiera recopilarlos todos en un libro, ¡tendría casi 300 páginas! Hoy, sin embargo, el protagonismo es para Raghda y no para Aida.

Sentada en uno de mis lugares favoritos de la ciudad de Alejandría, la azotea de Ramsés [6], pasaba un buen rato sola y establecía límites claros con mi obra maestra, Aida, y le decía: «BASTA DE MENTIRAS», «Soy tu diosa y tú eres mi creación», o de lo contrario las dos moriríamos.

Toqué con cuidado el borde de mi vaso de whisky de manzana y canela, con los ojos empañados, y miré a lo lejos. «Por Raghda, la chica que resurgió de sus cenizas», brindé en mi honor.