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Simple, infrecuente y triste —el peso de los aniversarios

Categorías: Caribe, Trinidad y Tobago, Arte y cultura, Ideas, Medios ciudadanos, The Bridge

Foto [1] de Maria Carrasco [2] en Unsplash

Por Vaneisa Baksh

Esta historia se publicó originalmente en Wired868 [3] y se reproduce en Global Voices con la autorización de la autora.

De todos los días festivos en el calendario —y tenemos muchos— el único que realmente me importa es Nochevieja.

Nada que ver con las expectativas y esperanzas que ayudan a anunciar un nuevo año.  Creo que solo 24 horas separan un día de otro, y lo que hacemos con eso depende de nosotros: o dotarlo de textura y belleza, o dejar amargamente que se te vaya por el desagüe.

La vida tiene una manera de ser rebelde y arbitraria, día tras día. Muchas veces me he tenido que contener por no decir a los jóvenes que los cumpleaños referentes —dulces 16, los adultos 18, los extravagantes 21—  no traen los cambios drásticos que se prometen. Sería aguar la fiesta.

No, lo que me conecta con la Nochevieja viene de un encantamiento infantil, un sencillo acto que infundía el sentido de que la magia era posible. Dada mi naturaleza, es una posición paradójica, pero sigue siendo válida.

Cuando éramos niños y vivíamos en las calles que sigo llamando mi hogar —junto con mis primos, éramos una gran tribu— era tradición recibir la medianoche en un cruce de calles. No me acuerdo qué hacíamos antes, pero todavía puedo sentir la creciente emoción en el aire mientras se acercaba la hora.

Alrededor de 10 o 15 minutos antes del momento, había un bullicio repentino por todos lados. Las tías y sus hijos discurrían por ahí (no recuerdo a ningún tío que participara) y juntos nos marchábamos hacia el final de la calle.

Técnicamente, podría no haber un cruce de calles, porque Hollis Street era interceptada por Bermudez Biscuit Company, cuya fábrica estaba cerca del final de la calle, de manera que la conectaba. Así que era más un cruce en forma de T que un cruce real.

Sin embargo, servía a la calle entera. Aparentemente, el último día del año a la medianoche, ponerse en un sitio tan favorable significaba que los deseos se harían realidad. Así que trotábamos a propósito hacia el local Bermudez, nos uníamos a los vecinos con entusiasmo como un grupo de apostadores con apuestas seguras. Y estábamos allí de pie, llenos de buena voluntad y parloteo, esperando a la campanada de medianoche.

Alguien comenzaba una cuenta atrás y todos se unían. Nada de música ni fuegos artificiales, nada salvo una comunidad reunida en buena fe.

En aquel momento, cerraba los ojos con fuerza y pedía un deseo, y luego había quizá unos 10 minutos más para socializar hasta que los comentarios sobre la frialdad de la brisa navideña –que daba frío– recordaba a los padres que los niños tenían que salir del rocío.

Así que íbamos a casa, zancadas de entusiasmo daban lugar a pasos lánguidos. El mismo pedregoso tramo, que era punzante y candente por debajo de nuestros pies descalzos durante días de encargos y juegos, ahora cobraba una etérea luminosidad a la luz de rayos lunares y estrellas centelleantes que prestaban dignas siluetas a los rasgos.

¿Estábamos descalzos en aquellos momentos? No me puedo acordar. Simplemente ha perdurado en mi memoria el intenso sentir de la presencia de algo maravilloso en aquella media hora: 30 minutos de pura magia.

En ese momento, podríamos participar en alguna comida o no, pero imagino que como no estábamos acostumbrados a estar despiertos tan tarde, tal vez simplemente íbamos a la cama. De todas maneras, la comida debe de haber sido frijoles con ojito con arroz, que nunca fue de mis favoritas, y la cena anterior habría sido mi querido pollo al horno con relleno y pan.

Todo se acabó al mudarnos, cuando todavía era niña, pero las sensaciones nunca me han dejado.

Hasta la fecha, jamás he ahondado en la razón de mi conexión con Nochevieja y, en retrospectiva, creo que eso estropeó todas mis experiencias adultas del momento. Es imprudente darle tanto peso a un momento cualquiera. Simplemente no es sostenible.

No es que todas las celebraciones posteriores hayan fracasado, algunas han sido memorables, pero no por la ocasión.  Habrían tenido el mismo sentido en cualquier otra noche.  Aun así, nada equivale a la preciosa inocencia de la niñez y la libertad de imaginación.

¿Y cuál era su esencia? Fue una comunidad que se reunía en paz y armonía. En ese entorno de clase obrera, no había reuniones en casa de nadie. No entrábamos en casas. Me mandaban a compartir los productos del huerto de mi abuelo, tocaba las puertas con un tazón lleno de lo que fuera de temporada y esperaba que se vaciara y me devolvieran el envase.

La noción de champaña, fuegos artificiales, sombreros de fiesta y brillantes trajes de noche nunca posó la mirada en nuestra calle.

Mientras que, para mí, representa un tiempo puro y sencillo, y siento que no ha sido así para muchos.  No tenía ni idea de que éramos pobres, ni siquiera ahora, no lo veo como un tiempo de privación. Todos usaban los mismos pantalones de caqui.  Pero he oído a algunos decir que, al pasar los años, querían dejar atrás aquellas memorias, extirpar su sufrimiento aparente con olvido.

Tal vez eso dé cuenta del deseo de celebraciones extravagantes, ruido para ahogar la quietud que rodeaba noches precarias, y la crudeza que pasó desapercibida por mis ojos brillantes.

¡Feliz nuevo año!