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«No escribiré sobre esta guerra», afirma aclamado escritor ucraniano, ahora soldado

Categorías: Europa Central y del Este, Ucrania, Arte y cultura, Guerra y conflicto, Literatura, Medios ciudadanos, The Bridge, Historias de tiempos de guerra desde Ucrania, Tres años de la invasión rusa a Ucrania
Artem_Chekh

Artem Chekh. Fotografía cortesía de la Asociación Folkowisko [1]/Rozstaje.art [2]

Traducido del ucraniano por Svitlana Bregman

Este relato es parte de una serie de ensayos y artículos escritos por artistas ucranianos que decidieron quedarse en Ucrania tras la invasión de Rusia del 24 de febrero de 2022. Dicha serie de escritos fue una colaboración con la Asociación Folkowisko/ [3]Rozstaje.art [2] gracias a la cofinanciación de los Gobiernos de República Checa, Hungría, Polonia y Eslovaquia por medio de una subvención del Fondo Internacional de Visegrado [4]. La misión del fondo es fomentar ideas para una cooperación regional sostenible en Europa Central.

No estoy seguro de cuánto tiempo tardaremos en encontrarle sentido a todo lo que se ha arraigado en lo más profundo de nuestro ser durante los largos meses de la guerra a gran escala de Rusia contra Ucrania. Ni siquiera se puede contemplar la elaboración de un producto artístico o cultural que se espera que nazca de la experiencia de esta guerra. Nuestras prioridades son los generadores eléctricos, el combustible diésel, las hachas… ¿De qué producto cultural están hablando? ¿De qué arte? Lo que necesitamos es sobrevivir. Le encontraremos sentido a esto más tarde. Escribiremos al respecto más tarde. Haremos películas. Lo tendremos todo. Algún día.

El arte en tiempos de guerra es situacional, una especie de reacción fisiológica inmediata a los estímulos. A menudo se trata de afiches, vanguardista, algo que pierde rápidamente su relevancia. Lo que discutimos ayer se olvida hoy. Nuevos estímulos activan nuevas reacciones y surgen productos culturales con solo un éxito. Una vez está, luego desaparece. No obstante, por supuesto, algunos artistas logran toser terrones sangrientos de un dolor concentrado que permanecerán como poderosos artefactos de nuestra extraña era. Hay quienes curan las heridas con humor, afabilidad y una talentosa concatenación de palabras amables e imágenes inolvidables. Nos aferramos a este hilo y seguimos avanzando. Pero no se trata de mí. Mi hilo se enredó y se atascó en algún punto de la siguiente vuelta del sinuoso laberinto.

Antes era distinto. Mi «debut en la guerra», cuando serví en las Fuerzas Armadas de Ucrania (2015-2016), me dio una experiencia bastante particular. A los diez meses de estar en primera línea, logré transformar cómo percibía usualmente el paso del tiempo. Era el placer de su ausencia. En el tiempo que tenía entre deberes militares, me daba el gusto de ver películas, escuchar música y escribir ficción. Mi escritura fluía con facilidad y generosidad, como si no fuese a escribir más por el resto de mi futura vida, mi vida de posguerra, posterior al licenciamiento, posterior a la muerte. Eran dramas rutinarios. La guerra era de lo último de lo que quería escribir. A lo que me refiero es que no quería escribir sobre la guerra en absoluto. En aquel entonces, juré que nunca volvería al Ejército; preferiría solo dedicarme a escribir.

Sin embargo, no cumplí mi palabra porque el año pasado volví a tomar las armas. Esta vez muchas cosas han cambiado. Es más, solo tengo tiempo para cumplir con mis obligaciones directas como comandante de unidad. Tampoco es que quiera hacer otra cosa. ¿Sobre qué puedo escribir? ¿Qué historias puedo inventar? No solo he perdido la capacidad de crear cosas,  también perdí repentinamente la capacidad de apreciar el arte. Durante todos estos meses de guerra, no he leído ni un solo libro. No me ha interesado ningún acontecimiento cultural. No he visto ni una sola película…

Y luego llegó la música. Uno podría preguntarse qué puede ser más banal que la música como instrumento de autoterapia y fuente de alegría para el alma marchita. Todo el mundo escucha música, sin importar las circunstancias: en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, a bordo del Titanic, en las salas de interrogatorio de las cárceles de la NKVD [5], en las estrecheces del gueto de Varsovia, en los húmedos bosques de Vietnam del Sur, en un mitin junto al monumento a Lincoln, en Sarajevo manchada de sangre, durante la Revolución Naranja [6] o la Revolución de la Dignidad [7]. La música siempre ha acompañado a la historia y ha guiado a naciones enteras y personas en medio de sus diversos estados emocionales.

Para mí, la música se ha convertido en mi hilo mithril [8]: fuerte, mágica y me conecta con mi vida antes de la gran guerra. Fue una muy buena época, acompañada de la música de mi colección de casetes. Cientos de álbumes y listas de reproducción, desde Chopin y Miles Davis hasta The Beatles, Tom Waits y Run DMC. De Edith Piaf y Mylène Farmer a Blondie, Morcheeba y Billy Eilish. Mi música era muy variada y elegía qué escuchar por la noche según mi estado de ánimo.

La guerra lo cambió todo. Tardé mucho tiempo en escuchar música de nuevo; me parecía un sacrilegio. Me obligué a ser frío e insensible, centrado en la guerra y en el peligro. En cambio, la música me sumergía en esos estados normales que no encajaban con los sentimientos de irreversibilidad, conmoción y rigidez. Además, no podía acostumbrarme a la imposibilidad de escuchar música en medios físicos. El formato digital, inusual para mí, me destruyó. Al comparar el cálido sonido de la cinta con el formato digital, este último resultaba punzante y cortante, como un frío aliento. No obstante, uno se acostumbra a todo, sobre todo cuando no se tiene elección. Yo no tenía otra opción, así que acepté la música en mi teléfono e incluso en transmisión en directo. Es más, en algún momento me di cuenta de que AirPods y Spotify se convirtieron en un sustituto de la música analógica, y también de las conversaciones, mis amigos e incluso todo el arte que me rodeaba antes de la guerra. La literatura, la pintura y el cine desaparecieron como elementos inapropiados e inquietantes de una vida pasada. Curiosamente, la música permaneció. Se convirtió en una prolongación de mí, una inspiración y la razón para vivir un día más.

Cada dos semanas aproximadamente, el psicólogo del batallón tiene sesiones con nuestra unidad militar. Recientemente trabajamos sobre prácticas psicológicas para prevenir el agotamiento. Cerca de veinte soldados de la unidad asistieron a estas sesiones. En su mayoría eran personas que los organizadores consiguieron atrapar y obligar a participar. El psicólogo nos dio diversos ejercicios. Uno consistía en decir «nunca he…» y luego describir una actividad que nos interesara pero que nunca hubiéramos probado. Después todos, que disparamos y manejamos ametralladoras y lanzagranadas, tuvimos que determinar algún objetivo para satisfacer deseos frustrados y luego dedicar tiempo a trabajar para hacerlos realidad.

De veinte personas, dos hombres nunca han sido bailarines, tres nunca han sido cantantes, dos nunca han sido artistas y uno nunca ha sido pianista. Casi la mitad de los participantes, personas sin ninguna relación con el arte y la cultura (excepto yo) sentía gran respeto y admiración por las profesiones creativas. Directivos, abogados y mecánicos descubrieron de pronto la puerta secreta a sus verdaderos deseos. Sin embargo, estoy seguro de que ninguno hará nunca nada para acercarse a hacer realidad esos deseos. No sé si eso es bueno o malo. Es posible que haya quien pruebe suerte en diversas artes después de la guerra, pero en el 90 % de los casos esto solo tendrá una función terapéutica.

Dentro de dos, cinco o diez años, la escena cultural de Ucrania tendrá más o menos la misma gente que antes (si sobreviven, claro). Ellos, o más bien nosotros, difundirán los viejos significados, pero reimaginados, en un nuevo envoltorio oscuro como la sangre. Ellos, o más bien nosotros, serán invitados a festivales internacionales durante muchísimos años. Se alegrarán de ver nuestros traumas. Nos darán dinero para el cine, el teatro y la literatura. Intentarán que nos reconciliemos con nuestros enemigos. Seguirán hablando, una y otra vez, de cómo el arte y los productos culturales pueden ser curativos.

Por lo que a mí respecta, en aquella sesión comenté que nunca había sido escritor, lo que provocó una reacción de sorpresa. Dije que nunca había sido el tipo de escritor que no tiene que dividir su tiempo entre la escritura y otras ocupaciones. Los soldados corren por ahí con ametralladoras mientras los escritores se sientan en sillones de cuero en sus acogedores estudios y escriben o viven en una isla y, con un vaso de ron, recuerdan sus días de juventud en París. No quiero ser un soldado. Detesto las armas. Detesto idealizar el Ejército, el sistema militar y la guerra. Quiero sentarme en un sillón de cuero y sentir el ardiente dulzor del ron en mi lengua. Es más, me he dejado claro desde hace bastante tiempo que, si puedo volver a mi vida anterior, si alguna vez recuerdo cómo las palabras se unen para formar oraciones y cómo las oraciones se transforman en grandes novelas, no escribiré sobre esta guerra. Escribiré sobre el amor. Y sobre la música. Porque el amor es lo único que nos mantiene, pecadores, en esta realidad. Y la música es lo único que convierte esta realidad en una existencia tolerable.

En cuanto a la guerra, habrá muchos otros autores que escriban al respecto. Pronto veremos cientos de torpes novelas heroicas y diarios convencionales llenos de un nauseabundo patetismo y algunos textos realmente fuertes que documenten esta época. Al menos quiero creer que nuestra literatura también verá algunos escritos talentosos sobre esta guerra y no se ahogará bajo una avalancha de palabras idénticas, aburridas y pomposas. El arte no admite compromisos. Con respecto al trato preferente a quienes fueron victoriosos a través del sufrimiento, son los servicios sociales, no la cultura, quienes deberían darlo.

Desconozco cuánto tiempo necesitamos para dar sentido a todo lo que nos está pasando y la verdad es que no me importa. En cambio, tengo algo que me hace sentir vivo: el interminable mundo de la música que siempre me acompaña (y por solo cinco dólares al mes).