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Por Wesley Gibbings
Este artículo se publicó originalmente en Trinidad and Tobago Guardian y se reproduce a continuación con autorización.
El 3 de mayo es el Día Mundial de la Libertad de Prensa, y parece ser que a la mayoría no les importa o no entienden de qué se trata. Sigue a la conmemoración, dos días después, del Día Internacional de los Trabajadores, también conocida como Primero de Mayo.
El periodista filipino Juan Pablo Salud estableció una conexión entre ambas fechas cuando publicó en su página de Facebook «Una realidad que no se escucha con mucha frecuencia es que escribir es un trabajo, y los escritores, novelistas, periodistas, poetas, ensayistas, dramaturgos, guionistas, compositores, creadores de contenido en redes sociales […] forman parte de la fuerza laboral. Nos encontramos en cada industria, en cada esfuerzo humano desde el inicio de la civilización».
Eso me hizo recordar de cuando cubría noticias laborales (como reportero y miembro del sindicato obrero), me dirigí a un editor de noticias y dije sobre una manifestación sindical planeada, «¿No deberíamos estar ahí también?». A pesar de conocer personalmente las debilidades y los fallos de un movimiento laboral que avanza lentamente hacia el futuro, al punto que ahora parece estar profundamente estancado y en camino hacia un inevitable declive.
Cualquiera que sea la respuesta apropiada, creo que la libertad de prensa está intrínsecamente alineada a una amplia gama de libertades y derechos humanos, compromisos consientes que nos diferencian de otros grupos de animales.
La libertad de prensa, como un subproducto de una libertad de expresión más amplia, desempeña un papel clave en garantizar que otros derechos se conviertan en parte del día a día. Esto se cumple incluso cuando reconocemos que todos los derechos son para todos.
Estos derechos incluyen la gama completa de derechos civiles y políticos, junto con los derechos económicos, sociales y culturales. Es imposible, o al menos muy improbable, distinguir las condiciones que propician unos de los otros sin que al mismo tiempo se niegue la inalienabilidad, universalidad e indivisibilidad de esas libertades.
En países como el nuestro, producto del colonialismo, la esclavitud y otras formas de coerción, continuamente enfrentamos la disonancia cognitiva que surge cada vez que hablamos de reafirmar los derechos humanos. Hay una tendencia endémica a recurrir rápidamente a la prohibición y una ausencia de hábitos de la libertad. También hay personas que desprecian la prensa (ciertamente imperfecta) y se regocijarían en su desaparición si no se permitieran narrativas o perspectivas que no se ajustan a las suyas.
Otro grupo incluye a quienes parecen no entender que la libertad de prensa implica el derecho del público y los consumidores a buscar, acceder y obtener contenido. Por lo tanto, la libertad de prensa no es solo para la prensa.
Todos los medios pueden ocupar espacio bajo el inmenso paraguas de la libertad de expresión, pero no todos los elementos discretos (incluidas las producciones de aficionados de las redes sociales en todas sus manifestaciones) son iguales y, por lo tanto, se merecen hacer distinciones.
La libertad de prensa hace demandas específicas a los principales medios heredados que no necesariamente se extienden a plataformas menos formales, pese a las comúnmente presuntas obligaciones legales y éticas. Sin embargo, esto no significa que se disminuya el valor de otros canales.
El papel validador de los medios también es clave para abordar la desinformación y propaganda disfrazada de noticias e información independientes. Si las cosas hubieran sido diferentes, no se habrían logrado tantos avances en la pandemia.
Estos elementos se consideran en un momento en que los derechos humanos y las libertades se están poniendo a prueba de maneras sin precedentes. Por ejemplo, en el Caribe la escasez de recursos junto con instituciones sociales y políticas relativamente débiles conspiran para debilitar las posibilidades de crecimiento y desarrollo pacíficos y equitativos.
Las medidas de seguridad sanitarias producto de la pandemia añadieron considerablemente a la ya desafiante situación. Por otra parte, enfrentamos delitos violentos como una amenaza excepcionalmente crítica para la civilización caribeña, acompañada por una incapacidad de entenderla y abordarla apropiadamente. Al parecer, hemos pasado de una crisis a otra, y las consecuencias para la práctica de los medios en momentos como estos son sumamente difíciles de negociar.
La académica estadounidense doctora Courtney C. Radsch, con cuya investigación he contribuido recientemente, afirma: «Cuando hay una crisis o un cambio abrupto, los medios se politizan aún más y, al mismo tiempo, otras instituciones se ven afectadas de manera que ejercen una mayor presión sobre el periodismo independiente tanto dentro del país como en las áreas circundantes, así como quienes se convierten en anfitriones migratorios».
En nuestra región, el papel indispensable de las noticias y las fuentes de información confiables en el logro de las aspiraciones de desarrollo más modestas se ve socavado por una infraestructura de medios precaria, la desinformación y la propagación deliberada de información errónea propia del país, y sistemas de gobierno que son claramente turbios e irresponsables.
Tampoco ha sido de ayuda que los políticos y sus representantes empleen tácticas subversivas para rebajar al mínimo la credibilidad y el valor del periodismo independiente incluso cuando, irónicamente, lo hacen bajo su propio riesgo.
Es bueno recordar que están en juego derechos que van más allá de los reclamados por los medios y los periodistas.