¿Qué será de esta generación después de la guerra en Ucrania?

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Hombres hacen fila toda la noche frente a una oficina de reclutamiento militar en Ucrania, 25 de febrero de 2022. Captura de pantalla de YouTube.

Traducido del ucraniano por Svitlana Bregman

Esta historia forma parte de una serie de ensayos y artículos escritos por artistas ucranianos que decidieron quedarse en Ucrania después de la invasión a gran escala de Rusia el 24 de febrero de 2022. Esta serie se produce en colaboración con la Asociación Folkowisko/Rozstaje.art, gracias al cofinaciamiento de los Gobiernos de República Checa, Hungría, Polonia y Eslovaquia a través de una subvención del Fondo Internacional de Visegrado. La misión del fondo es promover ideas para la cooperación regional sostenible en Europa Central.

No es que no creyera en la posibilidad de una invasión rusa a gran escala. Simplemente no quería aceptarlo. No deseaba perturbar el curso regular de mi vida. Para mí, no hay nada mejor que mis rituales diarios: entrenamientos matutinos, trabajo durante el día en textos, una noche con un libro y una copa de vino seco, conversaciones con mi esposa sobre creatividad y criar a nuestro hijo, queridos amigos que vienen de visita y traen prosecco… Pero luego sucedió: la invasión. No quería experimentar el frío, el hambre, el miedo o la ira. Un hogareño introvertido como yo no estaba preparado para tales pruebas. No podía imaginar algo peor que tener que quedarme con un grupo de extraños, luchando como soldado.

He experimentado esto antes. La socialización forzada en la edad adulta es deprimente cuando estás rodeado de personas que en su mayoría no son almas afines. Y seguramente entiendes perfectamente que es su derecho natural ser diferentes. En la guerra, uno debe adaptarse a las circunstancias y encontrar un lenguaje común con aquellos con quienes nunca te asociarías en la vida civil, obedecer a quienes te disgustan y dan órdenes a aquellos en quienes desconfías.

Sí, ya había pasado por esto antes. En 2015, cuando me uní a las Fuerzas Armadas de Ucrania, cuando comenzó la guerra en el este, conocí a un minero de la región Dnipropetrovsk que se convirtió en un hermano para mí; un investigador criminal de la región de Cherkasy con quien aprendí a encontrar un lenguaje común; una pandilla de gopniks clásicos del sur a quienes inicialmente evitaba, aunque su valentía finalmente me ganó respeto; chicos de Podillva que me enseñaron la filosofía simple de los agricultores y me mostraron cómo amar y notar la sutil belleza, como el canto de los pájaros, los patrones de huelo en las ventanas del automóvil y el silencio de las estepas de Dombás. Pero todo llegó más tarde, después de semanas e incluso meses de chocar como el roce de metales.

En esta ocasión, durante la guerra a gran escala, se sumaron otras personas. Resultaron ser de mi tipo de gente. En teoría, incluso antes de febrero de 2022, podía tomar vino tinto californiano en mi cocina con ellos. Mi batallón está compuesto principalmente por habitantes de la ciudad capital y, a pesar de nuestras diferentes situaciones sociales, opiniones políticas y trasfondos culturales, tenemos más cosas en común que diferencias. Después de todo, la mayoría somos de la misma cosecha y maduramos en condiciones similares. El distrito de Syrets en Kiev de la década de 1990 no difería mucho de mi distrito natal «D» en Cherkasy. Nuestra educación secundaria general nos brindó oportunidades bastantes equitativas, aunque cada uno eligió su propio camino.

Bueno, como autor, supongo que podría distinguirme del público en general, afirmo que mi elección se trata de lograr metas de vida de una manera bastante inusual dentro de mi círculo actual. Pero el punto esencial, como el arraigo mental de mi generación en el contexto histórico de nuestro país, es el mismo. Hay mucha afinidad entre nosotros. Yo, como escritor, no soy diferente de mis hermanos de armas: un camionero con el alias «Geógrafo», un experto en tecnologías de la información apodado «Virus» o un multitareas llamado «Jet». Todos somos diferentes, pero compartimos el mismo enemigo y objetivo: no transmitir esta guerra a nuestros hijos. Porque nosotros mismos fuimos niños no hace mucho tiempo. Somos hijos de una realidad postsoviética inestable que ha experimentado una seria de metamorfosis y ha crecido como una generación nueva e inesperadamente fuerte. Sobrevivimos al desastre de Chernóbil, a la pobreza de la década de 1990, a la perestroika, a las peligrosas tentaciones de los primeros años de independencia, a la revolución y al surgimiento de nuestra identidad individual en una era de cambios constantes. Ahora estamos en guerra. Esto ya no es una era de cambios. Es una transición radical de otro nivel, y mi generación está soportando el peso de esta transición.

En diciembre de 2021, entrevisté a varios conocidos en Kiev para tratar de entender cómo estaban experimentando la creciente amenaza en la frontera. Bajo la apariencia de la paz, había ansiedad y miedo. Todos estaban enfermos de miedo ante el inminente ataque a Kiev; muchos prepararon bolsas de emergencia e hicieron planes en caso de guerra. ¿Qué medidas debían tomar? ¿Huir? ¿Salvar a sus padres e hijos? ¿Ir a la guerra? ¿O esperar a que alguien más actuara en su lugar? ¿Qué está sucediendo y vale la pena planificar nuevos proyectos, libros o viajes al extranjero para enero y febrero?

Mirando hacia atrás en la historia, deberíamos haber predicho que el Kremlin una vez más sacrificaría a cientos de miles de sus ciudadanos en aras de sus metas utópicas distorsionadas. Deberíamos haber sabido que arrasarían barrios residenciales con artillería y permitirían la entrada de unidades punitivas de asesinos y saqueadores en las ciudades ocupadas. Rusia nunca ha mostrado preocupación por los recursos humanos,  es poco probable que algo haya cambiado en las últimas décadas. Solo queda una pregunta: ¿cuál es el costo? ¿Qué sacrificios está dispuesto a hacer Putin?

El pueblo ucraniano tenía muchas preguntas propias. La más importante era: «¿quiénes iremos a defender la tierra y a nuestros seres queridos?». Finalmente, algunos se pusieron de pie. Hay muchos soldados muy jóvenes, pero la columna vertebral del Ejército somos nosotros, de 30 a 40 años. Una generación que en general ha crecido con la misma cultura rusa, con una convicción equivocada y concreta de su propia inferioridad provincial y una envidia silenciosa hacia los países civilizados. Aunque llegamos a nuestro patriotismo ucraniano por diferentes caminos, todos nos dimos cuenta de que teníamos el deber de proteger nuestros territorios, nuestra identidad no siempre integral, y nuestro idioma no siempre nativo, pero alcanzamos un denominador común. Somos una generación de ucranianos que se unió en aras de la victoria.

Sigo pensando en cuando tenía 17 o 18 años. En ese momento, no me interesaba en absoluto la política ucraniana. La Revolución Naranja en la que participé activamente durante mis años de estudiante aún no había ocurrido. Casi toda mi infancia y adolescencia trascurrió bajo la pobreza de la era de estancamiento de Kuchma. Parecía que duraría para siempre. La década de 1990 terminaron de manera divertida, con gritos de adolescentes borrachos y el sabor del lápiz labial. Comenzó una nueva vida en un país irremediablemente estancado. Pero no pensaba en eso. Mi mente se enfocaba en otra cosa. Imaginaba a Ucrania como una periferia en Europa, un tranquilo estanque pantanoso. No le interesaba a nadie; a nadie le interesaba; y la guerra era lo que menos le preocupaba. Curiosamente en ese momento había estado pensando mucho en guerras. La segunda guerra chechena, Kosovo, Afganistán, Irak. Algo terrible estaba sucediendo fuera de mi mundo, fuera del sentido común. Los ataques podrían haber ocurrido en Rusia, Irlanda, España o en países musulmanes. Se desplegaron cámaras de tortura en países africanos. El único punto máximo que alcanzaron nuestros conflictos fue la campaña de protesta «Ucrania sin Kuchma». Para mí, pasó casi desapercibida, ya que, repito, la política era lo último que me importaba en ese entonces.

Y ahora estoy sentado en lo profundo del bosque, vestido con pantalones militares y una chaqueta de la Guardia Nacional. Tengo 37 años y tengo varios libros escritos en mi haber, también traducciones, depresión y un arma. Mi país está librando una guerra. Es real, grande, despiadada y sangrienta. Y soy un soldado en esta guerra, uno de quienes empuñaron armas. Y mi arma mata. Mata a mis enemigos. Todo suena simple y como un hecho, como si esta hubiera sido la realidad de toda nuestra vida. Como si todos nosotros, y yo , especialmente yo mismo, fuéramos una continuación de la guerra. El todo integral. La generación. Todos estos adultos que eran niños ayer y crecieron en condiciones adversas se encontraron inesperadamente en el umbral de una nueva experiencia, una experiencia que eclipsa todas las anteriores, que te hacen olvidar los roles y las situaciones sociales anteriores, que distorsiona la realidad de tal manera que lo normal ya no parece normal, por lo que no puedes distinguir el amor de la indiferencia, la paz del cansancio, la necesidad de los sueños.

Nunca deseé perturbar el orden de mi vida. Estaba cómodo en el mundo de mis recuerdos de la infancia, de un pasado claro, de una cálida comodidad y de una paz comprensible. Mis habituales copas de vino seco después de las 7:00 p.m., mis entrenamientos en el gimnasio, mis colecciones de música y monedas, mi bicicleta, mis viajes y mi sueño tranquilo y regular. Sin mencionar a mi familia y todo lo relacionado. En realidad, nunca busqué identificarme con ninguna generación. Pero me convertí en parte de esta generación. De las personas que ahora están luchando, que regresarán a casa después y que no sabrán cómo seguir adelante, porque ¿cómo se vive en el mundo después de presenciar su colapso?

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