Navegar sueños, culpa del sobreviviente y añoranza por Gaza

Cuenta atrás del año nuevo 2024 en Penang, Malasia. Captura de pantalla de un video de Miswanto Suliman. Uso legítimo.

Esta historia es de Basma Almaza, y se publicó inicialmente en We Are Not Numbers el 26 de enero de 2024, como una narrativa personal en medio del implacable bombardeo israelí de Gaza. Se reproduce en virtud de un acuerdo de compartir contenido con Global Voices.

Hasta que cumplí 17 años en Gaza, pensaba que mi vida era normal. Fue entonces cuando me di cuenta de que viajar al extranjero no era solo un viaje: se trataba de pasar por miles de muertes, enfrentar fronteras y vivir el tormento psicológico que desgarra el corazón. Los ataques de Israel que no parecían tener fin, el sonido constante de los helicópteros de la ocupación y el olor del humo nos robaba horas de sueño. Buscando consuelo en la noche, escuchaba los ecos de los sonidos de las bombas debajo de mi manta.

Siempre fui la hija inquieta que ansiaba más, y los confines de mi ciudad natal se me hicieron inaguantables. La idea de viajar consumió mis sueños. Anhelaba libertad para explorar el mundo, atravesar montañas y nadar océanos: un alma consciente de que salir era esencial para conseguir algo más grande.

Aún así, ahora que he conseguido perseguir esos sueños, el sitio que anhelo es el mismo hogar del que una vez intenté escapar con desesperación. Estar fuera de Gaza trae una culpa abrumadora; el hecho de vivir sin la constante amenaza de bombardeos y muerte. Perseguir mis sueños ahora se mezcla con el dolor de dejar atrás a quienes amo, mi verdadero hogar, mi refugio. Anhelo estar con ellos, atesorar cada segundo, segundos que podrían ser los últimos. Me he convertido en la inquieta hija que anhela volver corriendo hacia el fuego que siempre he conocido.

Si hubiera sabido que el abrazo rápido antes de subir al auto que me esperaba iba a ser el último, habría disfrutado de ese momento más tiempo. La expectativa por reunirme con mi familia en solo tres años se ha transformado en una espera interminable. Me arrepiento de no haber grabado cada detalle de mi hogar en la memoria: el olor del desayuno de mi madre, las sonrisas de mis hermanos y la sabiduría de las palabras de mi padre. Este anhelo comenzó cuando dejé mi hogar para venir a estudiar a Malasia en 2022.

Atormentada por el pasado

El 31 de diciembre de 2023, un día para aceptar nuevos comienzos con esperanza por 366 días mejores, me encontré en medio de las celebraciones en mi ciudad universitaria en Malasia. Vestida con ropa de tonos morados y negros apagados, no podía reunir la fuerza para usar los colores vibrantes que adornaban mi armario en Gaza. El aroma del perfume árabe se aferraba a mí. Forcé una sonrisa, intenté absorber la alegría de las bulliciosas calles, intenté ignorar las sombras debajo de la fachada festiva.

Mientras los fuegos artificiales iluminaban el cielo, proyectando sombras sobre la conocida torre de Penang, sentí un abrumador sentido de temor. Los fuegos artificiales suelen evocar alegría, pero para nosotros, la gente de Gaza, provocan emociones distintas. Lo que debería haber sido una celebración se sentía más como un bombardeo inminente, que desencadenó recuerdos espeluznantes de las cinco guerras que había vivido en Gaza. De repente, mi mente me transportó de regreso al pasado. En lugar de los sonidos de alegría de 2023, lo único que escuchaba eran los gritos de terror de 2009 en Gaza, No veía a personas bailando y cantando; solo podía ver escenas horribles de personas que perdían seres queridos y partes del cuerpo, y de cuerpos enterrados vivos bajo los escombros.

Pánico…

Ruido…

En medio de la celebración, mis sentidos adormecieron el ruido a mi alrededor y los recuerdos de la masacre de la escuela Alfakhora en 2009 en el campo de refugiados de Jabalia inundaron mi mente. Mataron a cuarenta personas. Me quedé allí, empapada en sangre que no era mía. Los recuerdos enterrados de ese día resurgieron en ese momento.

Pánico…

No puedo respirar…

Esforzándome por respirar en 2023, me encontré otra vez en 2018, reviví el terror mientras las bombas caían peligrosamente cerca de nuestra casa. Con ese miedo paralizante, ese abrumador sentido de estar sola enfrentando lo imposible, mientras el mundo nos miraba como espectadores de una película de horror.

Pánico…

Silencio…

En medio del pánico, busqué consuelo en un recuerdo esperanzador de 2021, el año en que postulé para estudiar en Malasia. A pesar de los ataques israelíes, la perspectiva de ir al extranjero me llenaba de esperanza, me despertaba repentinas ganas de vivir. El miedo a morir se convirtió en mi compañero constante durante los momentos angustiosos de los bombardeos repentinos. El inquietante silencio que seguía a los cortes de energía solo intensificaba el sentido de vulnerabilidad durante estos ataques.

Los rápidos recuerdos me dejaron momentáneamente ensordecida, hacían que viera llamas parpadeantes delante de mis ojos.

Un desconocido rompió el silencio y me trajo de vuelta a 2023.

Con alegría, me preguntó: «¿De dónde eres?», ajeno a la oscuridad dentro de mí. Mi lengua se trabó, me falló el inglés, y revelé mi identidad como palestina con una voz débil. Él respondió con una cálida sonrisa, extendió los brazos con gesto de respeto y sorpresa, lo que me recordó que no estaba en Gaza sino en Malasia.

La empatía en sus ojos intensificó la culpa que sentía, me repitió las preguntas diarias: ¿Cómo puedo llevar una vida normal cuando todos los que amo están sufriendo? ¿Cómo puedo participar en celebraciones cuando todos los demás están bajo bombardeo? ¿Cómo puedo estar a salvo cuando Gaza no lo está? Me entraron ganas de llorar desde lo más profundo de mí, pero ya no me quedaban lágrimas en los ojos.

Echo de menos a mi madre

Mientras la tormenta interna seguía, imaginaba a mi madre sonriéndome. El crudo contraste entre la atmósfera festiva que me rodeaba y los recuerdos traumáticos de la guerra en Gaza me dieron una intensa añoranza por el consuelo y el apoyo de mi madre. Me envolvió un deseo incontenible de abrazarla, inhalar su aroma y compartir la culpa y el dolor con ella.

Hasta el 12 de octubre, hablaba con mi madre todos los días, le contaba todo; desde el momento en que me despertaba hasta que me dormía. Desde entonces, la comunicación ha sido escasa; apenas consigo comunicarme con ella una vez al mes por las interrupciones de internet y los constantes bombardeos. Pienso en ella constantemente. Enero es su mes favorito, a pesar de sus quejas sobre el clima frío.

Es desgarrador aceptar la dura realidad del bombardeo constante, y ver a la humanidad aún por intervenir y parar el genocidio contra mi pueblo. Lo que duele aún más es el fracaso profundo de salvar a mi ciudad, mi gente, mi familia, pero de manera más agonizante, a mi propia madre.

Espera, mamá…

Te echo de menos.

Echo de menos a mi familia.

Echo de menos mi hogar.

Echo de menos a mis amigos.

Echo de menos Gaza.

Yo tengo el lujo de poder sentir dolor y duelo. Mientras tanto mi pueblo en Gaza, a un mundo de distancia, siguen sujetos al susto y al miedo. Sus humildes deseos giran en torno a seguir vivos, sobrevivir a los bombardeos, regresar a casa, asegurase de que están a salvo y satisfacer necesidades básicas como comida, agua, calor y un entierro adecuado cuando mueren.

Desde octubre, un nuevo semestre me ha estado esperando, con afirmaciones diarias susurrando promesas de normalidad. Me dije a que todo iba a mejorar. Sin embargo, a medida que los días se extienden más allá del centésimo, la persistencia del genocidio y la injusticia se han convertido en un peso insoportable. Como gesto de amabilidad, la universidad entendió mi solicitud de un descanso. Me concedieron una pausa de clases y obligaciones académicas, lo que encarna el espíritu de Malasia; país envuelto en bondad y equidad, firme en su solidaridad con la causa palestina.

En mi lucha por la normalidad, forcejeo entre el deseo de rendirme y la necesidad de sobrevivir. Pero me recuerdo que debo resistir hasta graduarme en un año. Un año más hasta que pueda volver a casa; una casa que ya no existe, con personas que ya no están allí.

Mis amigos en Malasia no entienden este anhelo. No logran comprender que los palestinos, especialmente los de Gaza, tenemos un profundo amor por nuestra ciudad y, sin importar el país que visitemos, siempre nos falta algo esencial. Me preguntan de dónde saco fuerzas, y bromeando les digo que «los productos se hacen en China, mientras que la fuerza se hace en Palestina».

Ojalá pudiera explicarles; no tengo otra opción que ser fuerte porque podemos dejar Gaza, pero Gaza nunca nos deja.

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