
Miguel Carleto da Conceição juega en el parque Nabuco, en el Jardín Jabaquara, zona sul de São Paulo | Foto: Léu Britto/ Agência Mural/Usada com permissão
Este texto es de Jacqueline Maria da Silva y se publicó originalmente el 30 de enero de 2024 en el sitio web de Agência Mural. Global Voices lo reproduce en virtud de un acuerdo para compartir contenido.
Corre y corre para no perder de vista a los peces del acuario, regar las flores del jardín, oír el canto de los pájaros, agacharse en el macizo de plantas y poner el camión de juguete para la tierra. “¿Cuál es tu juego favorito?”, pregunta la reportera. “Ese, ese y ese”, responde mientras señala el subibaja, el columpio y el tobogán.
Así fue una mañana con Miguel Carleto da Conceição, de 13 años, en el parque Nabuco, en el jardín Jabaquara, zona sur de São Paulo, la ciudad más poblada de Brasil. Va al lugar al menos una vez a la semana con su madre, la manicurista Débora da Silva Carleto, de 34 años.
“La naturaleza es importante para un niño autista e hiperactivo como mi hijo, que no se concentra. Y para todos los niños”, dice Carleto.
Los niños están de acuerdo. “Cuando estoy en la naturaleza me siento alegre, presto atención y me quedo mirando las cosas. Corro, y también para echarme en el césped un rato y el cielo. Me quedo tranquilo”, describe Emanuele Brito dos Santos Viana, de 9 años, de Paraisópolis.
A pesar de que ese contacto con la naturaleza es un derecho de los niños, quienes viven en las grandes ciudades y en regiones metropolitanas tienen cada vez menos oportunidades de acceder a áreas verdes, ríos y tierra.
Cuando hablamos de los niños de las periferias, la situación es más grave. Em general, viven en lugares como menos zonas de juego, instalaciones públicas, opciones de movilidad y menores ingresos familiares para ir a espacios con naturaleza.
Las madres en las periferias perciben esa realidad y temen que pueda afectar el aprendizaje. La preocupación tiene fundamento. Investigadores de salud y educación observan con cuidado el impacto de de esa falta de contacto con la naturaleza en el desarrollo de los niños y ya tienen un término para hablar del asunto: trastorno de déficit de naturaleza.

“Cuando estoy en la naturaleza me siento alegre”, dice Emanuele (Léu Britto/Agência Mural)
No se refiere a un diagnóstico médico, sino a un término que se usa para llamar la atención a los impactos negativos relacionados con el la falta de oportunidades de los niños de jugar y aprender al aire libre, especialmente en las periferias.
“Es en la naturaleza que los niños experimentan su potencia de una forma que no hay en otras situaciones ni en otros juegos. Al mismo tiempo, ese contacto también es muy pacificador y restaurador”, dice a especialista sobre la relación de la infancia con la naturaleza del Instituto Alana, Maria Isabel Amando de Barros, 51, de Carapicuíba.
Para hablar con los pajaritos
En la zona oeste de la capital, en el distrito de Rio Pequeno, las visitas al parque despiertan la fantasía de Emanuelly Cazumba, de nueve años, y de su hermano Davi, de cinco años.
“[En el parque] hay un tobogán y mucho más espacio para jugar. Yo soy una pirata y Davi es el capitán del barco”, cuenta la niña. “Subo muy alto a los árboles y hablo con los pajaritos”, dice Davi.
Además de la imaginación, el afecto también gana espacio en la naturaleza. “Ahí los niños juegan activamente, a partir de elementos naturales que alimentan la creatividad y ayudan a canalizar y materializar los deseos internos en forma de juego”, dice Barros.
Hay estudios que apuntan que al explorar el ambiente por medio del juego, principalmente en los primeros años de vida, el niño desarrolla aspectos cognitivos que impactarán en cómo se va a relacionar con las personas y con el mundo en la edad adulta.
Jugar en espacios al aire libre ayuda a modular sensaciones y sentidos, como equilibrio, percepción, audición y tacto, mientras que los ambientes cerrados, a veces impiden el desborde de energía lo que causa estrés, incomodidad y mal humor.

Davi muestra sus juguetes favoritos – Léu Britto/ Agência Mural
Trastornó de déficit de Naturaleza
“Nosotros teníamos más contacto con la naturaleza, jugábamos en la tierra y subíamos a los árboles. Aquí eso es muy difícil. Está lejos de la infancia que yo viví”, cuenta Ana Lúcia Alves Cazumba, de 42 años, madre de Davi y Emanuelly, que creció en el interior de Bahía.
El trastorno de déficit de la naturaleza fue definido por primera vez en 2005 por el periodista estadounidenses Richard Louv, especialista en derechos del niño, cofundador de la organización Children and Nature Network (Red de Niños y Naturaleza) y autor del libro El último niño en la naturaleza.
En el libro, el periodista reúne evidencia de que los niños pueden presentar síntomas de enfermedades físicas y mentales por estar lejos de la naturaleza, como sobrepeso, falta de habilidades motoras, problemas de aprendizaje, ansiedad, dificultad para dormir, agresividad y agitación.
“El niño necesita de la naturaleza para desarrollarse, correr, ser niño. Tengo miedo de que mi hija pierda aventuras, que quede con miedo de explorar [cosas nuevas], y practicar menos la imaginación, la movilidad, las amistades y la identidad”, dijo la periodista y comunicadora Glória Maria Brito, de 24 años, de Paraisópolis, madre de Emanuele Brito dos Santos Viana, de nueve años.
A la niña le gustaba jugar en los callejones de donde vivía antes, también en la favela, pero a la madre la inquietaba porque había ratas en el local y problemas, como falta de planeamiento urbano, seguridad y saneamiento básico. Los especialistas refuerzan que la falta de contacto con la no siempre es una elección.
“Me encanta ir a la playa”, comenta Emanuelly Cazumba, de la zona oeste. El programa, es escaso para la familia, y hay pocas posibilidades de acceso a áreas verdes para jugar en Rio Pequeno, donde vive. El parque más cerca de su casa es Vila Lobos, a 30 minutos en ómnibus.
La mayor parte del tiempo, las opciones son juegos con el celular, muñecas, autitos y las paredes de las dos habitaciones en las que vive, que se convirtieron en tableros de dibujo. Para garantizar que los niños puedan jugar con la tierra, su madre Ana improvisó vasos de plantas en los escalones del patio trasero.
Áreas verdes como derecho
Las familias de Débora y Ana viven en distritos con porcentaje de cobertura vegetal debajo del promedio de São Paulo (27,29%), según el Mapa da Desigualdad de 2023, de Rede Nossa São Paulo.
Glória, que vive en Paraisópolis, parte del distrito de Vila Andrade, tiene una cobertura vegetal por habitante superior al promedio (46,77%), pero el dato no refleja la realidad de todo el distrito.
“En las periferias, las familias están preocupadas por tantas otras cosas que muchas veces no se detienen a pensar cómo la falta de áreas verdes interfiere en su calidad de vida. Las prioridades son vivienda y tener qué comer”, dice la terapeuta ocupacional Luciane Carneiro Belfort, de 34 años, que trabaja en salud pública y hace campañas sobre la importancia de jugar al aire libre.
A pesar de eso, del norte al sur de São Paulo la opinión de los niños es unánime: “la naturaleza es libertad”. “Usan esa palabra porque perciben que falta algo, que algunos tienen o tuvieron una experiencia de infancia marcada por la libertad que a ellos les falta”, apunta Maria, del Instituto Alana.
“Yo quería tener más espacio para jugar, un poco mayor, que entre bastante gente”, sueña Manu mientras aprovecha un momento de juego, en concreto puro, en la favela de Paraisópolis.