
Sergio Brito (derecha), director del corto junto a su equipo de producción. Foto de Sergio Brito, usada con su permiso.
A la familia de Sergio Brito no la condenaron al desierto, la desterraron de él, y durante tres generaciones luchó por regresar. El corto documental en el que Brito cuenta la historia del retorno abre con un video que su tío y tocayo Sergio Brito Cataño grabó en la madrugada que el clan volvió al desierto. Se ven mujeres descargando enseres y reuniendo leña para la fogata, hombres enterrando palos para levantar la ranchería, niños entre cactus y arbustos: treinta familias refundando el pueblo de sus bisabuelas.
Brito pertenece al pueblo wayuu, una etnia que habita la península de La Guajira en el norte de Colombia, región que a finales de los setenta se convirtió en el epicentro de la explotación de gas natural. Chevrón llego a Alitayén, el territorio ancestral de la familia de Brito, con promesas de empleo e indemnizaciones por las obras para la explotación. Ambas cosas llegaron, pero los beneficios del proyecto quedaron en manos de los líderes de uno de los clanes de la comunidad. La puja por la repartición causó un conflicto armado entre los clanes que dejó más de diez muertos.
Las familias del clan Ipuana se tuvieron que desplazar a Venezuela, a otros asentamientos en el norte de la Guajira y a Riohacha, la capital del departamento de La Guajira. Entre esas personas estaba la bisabuela de Sergio. “Mi bisabuela siempre les decía ‘ustedes no son de aquí, ustedes son de allá’”, cuenta Brito, “les decía que ese era su territorio ancestral, que allá estaban sus muertos. Para nosotros los wayuus, el cementerio es muy simbólico, allá están los restos de los abuelos, los ancestros del territorio materno”.

Rubiela Epinayu Ipuana, madre de Sergio Brito Epinayú, lideró con su hermano el retorno del clan Ipuana al desierto. Foto de Sergio Brito, usada con su permiso.
En el 2009, los clanes firmaron un acuerdo de paz que despejó el camino del retorno. “Las fricciones en la comunidad siguen vivas. [Los ipuana] tuvieron que fundar un asentamiento al margen de Alitayén, el principal, pero lo han ido acondicionando con alberca, los niños ya tienen acceso a educación, ya han ido acomodándose.”
“Yo quería contar la historia desde hace mucho tiempo”, cuenta Brito. “Teníamos parte del archivo de una cámara digital vieja. Mi papá me dijo ‘vamos a hacer documental’, pero yo siempre estaba haciendo otras cosas y tampoco sabía cómo financiarlo. Cuando él muere, digo ‘bueno, ya va a ser como un propósito materializarlo, así sea en una pequeña historia’.”
Esta historia tú la puedes encontrar en muchas comunidades de La Guajira, porque han entrado empresas extractivistas que dividen las comunidades por temas económicos, por intereses personales, y que de una u otra manera benefician solamente a una persona o a un grupo.
Muchos wuayuus de las comunidades están aprendiendo a hablar español, a leer, a comunicarse. Entonces ellos ven que se les están vulnerando sus derechos y forman las guerras. En La Guajira, sobre todo en ese sector de Manaure, han existido muchas guerras entre los mismos clanes donde se han desaparecido familias completas.
El trasfondo de estas fracturas en las comunidades wayuu incluye la corrupción de las administraciones departamentales, la falta de inversión en infraestructura de sanidad y proyectos sociales y, como muestra el corto de Brito, la llegada de proyectos extractivistas que están explotando la región y creado conflictos entre los clanes. En la Guajira, el departamento en el que viven nueve de diez wayuus, un niño tiene setenta veces más probabilidades de morir por desnutrición que en Bogotá. Según el Departamento de Planeación Nacional, solo el 16 por ciento de las áreas rurales tiene acceso al agua y el 87 por ciento de la población es vulnerable a sequías extremas.

Fernando Epinayu Ipuana, tío de Sergio Brito Epinayú, fue uno de los impulsores del retorno de su clan a Alitayén. Foto de Sergio Brito, usada con su permiso.
“Mi mamá me cuenta historias y he tenido la oportunidad de hablar con historiadores y me decían que antes de que llegaran los alijuna o las personas occidentales a los pueblos wayuu, teníamos un sistema que nos permitía vivir”, dice Sergio. “Antes, mi mamá decía, no se escuchaba que se morían los niños de desnutrición, no habían casos de violencia, no habían casos de vandalismo, no había delincuencia.”
Brito dice que a su pueblo lo han narrado los medios nacionales desde el victimísmo y que constantemente malinterpretan las tradiciones de wayuus. Pero la movida cinematográfica wayuu está creciendo, contando las historias de las comunidades en sus propias voces.
En La Guajira, los que están impulsando el sector son los wayuu. Venezuela en su momento tenía más comercio, mayor calidad de vida, entonces muchos wayyus se fueron para allá a aprovechar la bonanza. Muchos nacieron allá, pero hay una binacionalidad, uno se reconoce como wayuu, no como colombiano o venezolano. Entonces ellos han traído esas nuevas formas de vida, la idea de que lo audiovisual también es una opción, de que es importante contarnos nuestras propias historias.
Personas como Leiqui Uriana, Lismari Machado, Marbel Vanegas, Luzbeidy Monterrosa empezaron esa red de comunicación wayuu en Uribia y Maicao. En Riohacha también empecé yo con otros compañeros, hemos estado creando esa narrativa desde el ámbito del cine. El Muciwa (Muestra de cine wayuu) ya lleva trece años mostrando cortos de Venezuela y Colombia en lengua wayunaiki. Eso me parece que es importante porque nosotros le estamos dando la importancia a nuestras producciones, no tenemos que ir a mostrarlas a otro lado, tenemos el espacio aquí, para contar las historias desde el saber y la naturalidad de los territorios.

Mujeres y niñas de Alitayén en el estreno del documental con los vestidos tradicionales de la comunidad Wayuu y el acheepa la pintura corporal ceremonial. Foto de Sergio Brito, usada con su permiso.
Por eso, Brito ha entendido el cine como un oficio para contar las historias de su comunidad, pero también para reunirla en torno a conversaciones y pantallas.
Un momento muy gratificante del proceso de producción fue después de que se apagaron las cámaras. Estábamos en la fogata, yo hice como una especie de integración con toda la comunidad. Estaban preparando una mazamorra, ya era como las nueve de la noche. Ellos se acuestan temprano, pero ese día nos acostamos como a medianoche, nos quedamos hablando, echando historias. Hice como una mesa redonda para que participaran los muchachos de la comunidad. Muchos mayores se acercaron porque vieron que llevábamos cinco días grabando con ellos. Sintieron como que no fuimos solamente a grabar, sino que estuvimos con ellos en la comunidad. Después llevamos una pantalla inflable y crispetas para que vivieran la experiencia de una proyección de cine, que se vieran. Se reían porque había tomas de ellos cuando llegaron, que se veían muy diferentes, muy niños. Todo ese proceso de integracíon fue gratificante y una experiencia muy bonita.
A continuación se puede visionar el corto: