Este artículo de Yazar Aung se publicó originalmente en The Irrawaddy, sitio web independiente de noticias en Myanmar. Esta versión editada se reproduce en Global Voices como parte de un acuerdo para compartir contenido.
La imparable inflación de los últimos meses ha llevado a la gente de Myanmar a acercarse a Dios. ¿Hay alguna conexión entre la devoción y los precios?: «Dios mío» suele ser la respuesta más frecuente cuando el precio de todo, desde la comida y la gasolina, hasta los medicamentos, aumenta cada cuatro o cinco días.
Un huevo de gallina que costaba 120 kiats (0,037 dólares), antes del golpe de Estado de 2021, ahora cuesta 360 kiats (0,11 dólares) y el precio de un huevo de pato también ha aumentado radicalmente, pasó de costar 200 kiats (0,062 dólares) a 500 kiats (0,15 dólares). Lo mismo pasa con el aceite de cocina, el arroz, los tomates, las coles, los rábanos blancos, el pollo, el cerdo y los langostinos; no hay alimento cuyo precio no se haya disparado.
En Rangún, las largas colas de personas que esperan para comprar aceite de palma recuerdan a la era del dictador Ne Win, cuando estaban racionados los productos de primera necesidad, como el arroz. Durante el decreto de régimen, los clientes deben mostrar su documento de identidad para evitar que las personas hagan cola dos veces para conseguir más aceite de cocina. Las tiendas ambulantes que venden aceite de cocina subvencionado a 6000 kiats (1,85 dólares) por viss (alrededor de 1,6 kilogramos), que está a la mitad de precio del mercado, están repletas de clientes y agotan sus productos en seguida.
Los dibujos satíricos publicados en las redes sociales que retratan a personas que se llevan coles de los mercados a la fuerza no son para nada una exageración.
Antes, las mesas de los hogares modestos tenían coles, espinacas de agua y huevos, pero en el gobierno del general Min Aung Hlaing, incluso las familias de clase media suspiran con fuerza al ver los precios.
Puede que ir de compras sea un pasatiempo divertido en otros sitios, pero no lo es para la gente de Myanmar. La mayoría de las familias sufren el tormento diario que es rebuscar en sus propios hogares para encontrar algunas provisiones.
El arroz de baja calidad pasó de costar 2000 kiats (0,62 dólares) por viss (2,13 kilogramos) antes del golpe de Estado, a costar más de 5000 kiats (1,54 dólares), de modo que solo las familias adineradas pueden permitirse conseguir granos de arroz de mejor calidad hoy en día. Me quedé sin palabras cuando el jefe de la junta Min Aung Hlaing contó hace unos días en un telediario de las 20:00 horas que Myanmar estaba exportando una cantidad sobrante de arroz.
Mi tía se queja de que el precio del pescado que compra para alimentar a los perros callejeros está por las nubes; el golpe de Estado de Min Aung Hlaing ha hecho que incluso los animales sufran más penurias.
A Yangon resident describes skyrocketing food prices, shortages, a deepening crime wave, and the constant fear of arrest by soldiers.#WhatsHappeningInMyanmar
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Lucha por sobrevivir: La vida bajo el régimen militar en la mayor ciudad de Myanmar.
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Un habitante de Rangún describe el aumento desmedido en el precio de los alimentos, la escasez, la creciente ola de delincuencia y el miedo constante que sufren de ser arrestados por soldados.Ayuda a The Irrawaddy a contar la verdad de lo que sucede en Myanmar.
Mientras tanto, los apagones me obligan a usar botellas de gas para cocinar el almuerzo de mi hijo. Recientemente, el precio del gas de cocina también ha aumentado, pero el carbón tampoco está barato, por lo que yo también estoy murmurado: «¡Dios mío!».
Pero las alzas tan marcadas de precio no son el único problema: algunos productos también empiezan a escasear.
Hace unos días entré en una tienda para comprar sazonador de pollo, pero no lo encontré en las estanterías. La vendedora, que me conoce porque voy mucho a su tienda, me dijo en voz baja que esperara mientras ella iba al almacén para traerme un poco. Cuando se lo conté a mi mujer, me dijo sorprendida que hace semanas que no hay sazonador de pollo por ningún lado.
En el supermercado «City Mart», descubrí que la bebida nutricional Ovaltine se racionaba a dos paquetes por consumidor. Cuando le expliqué al cajero que necesitaba tres paquetes para mis abuelos, me hizo el favor y me vendió dos paquetes y un tercero con un recibo distinto. Me di cuenta de que puede que la bebida Ovaltine también esté agotada.
Después de meses de buscar crema de afeitar de Gillete en los centros comerciales populares, por fin encontré dos frascos en una farmacia. Por lógica, pensé en llevarme los dos, pero las necesidades de mis dos hijos van primero, ya que el precio de los pañales también está subiendo.
Además, el precio de los medicamentos también está por las nubes. Las personas corren el riesgo de que su salud empeore aún más cuando se enteren de los precios de las pastillas que necesitan. «Ya no nos queda de esa medicina», es el refrán común que se escucha en las farmacias estos días. Mi mujer ha tenido que acostumbrarse al dolor de estómago, puesto que el antiácido Kremil-S suele estar agotado.
No puedo hacer otra cosa que maldecir a Min Aung Hlaing. Sin embargo, nosotros, los habitantes de esta ciudad, al menos tenemos un poco más de suerte que nuestros compatriotas que están en cualquier otro lugar, ya que tienen que dejar sus pertenencias y sus negocios para huir de los ataques aéreos y las descargas de artillería de la junta militar.
La inflación, la escasez de bienes de consumo, los apagones tan graves y la oleada de delincuencia, robos, atracos y de carteristas se han convertido en parte del día a día de las ciudades de Myanmar. A este deterioro general se le añaden los autobuses sin permiso que han vuelto a las calles de Rangún. Estos vehículos clandestinos son famosos por conducir de forma temeraria mientras buscan pasajeros.
Las mujeres que llevan bolsos cruzados sobre los hombros ya no están seguras en Rangún, pero la epidemia de robos también afecta a los móviles, bicicletas y bicicletas eléctricas. Los conductores de autobuses públicos suelen avisar a los pasajeros para que «cuiden de sus teléfonos y bolsos», señal de que hay carteristas a bordo.
Los conductores de autobuses clandestinos piden a los pasajeros que recen a Dios mientras aceleran para adelantar a autobuses públicos y taxis. Esos conductores también son una fuente adicional de ingresos para los policías de tráfico y los soldados, ya que los «sobornos de autobús» ya son el pan de cada día en Rangún.
En las calles, los habitantes de Rangún van con constante miedo de que los soldados de la junta los paren para revisar sus teléfonos, dado que los pueden arrestar por usar una red privada virtual (VPN) o por tener fotos que se consideren políticamente sensibles y ofensivas para el régimen.
En el centro de Rangún, el estruendo de los generadores de diésel retumba los tímpanos y el hedor de los basureros rebosantes provoca dolores de cabeza.
Los restaurantes de calidad, como el restaurante japonés «Gekko», que atraía a la clientela local e internacional, están con las puertas cerradas desde el golpe de Estado.
El régimen afirma que cada vez llegan más extranjeros, pero rara vez se ve a un turista en Rangún. La multitud de extranjeros que se veía en la pagoda de Shwedagon (en el exterior de la municipalidad de Rangún, en Chinatown) y en los autobuses que iban y venían del aeropuerto ya son cosa del pasado.
En las zonas urbanas y las rurales de Myanmar reina la confusión desde el golpe de Estado.
A ningún invitado le gusta visitar un hogar problemático.
Todas las mañanas, mi mujer me dice: «¿Por qué no pones la Paritta (canto budista que se cree que repele la mala suerte y el peligro) en el computador?».
Pero sé que hará falta mucho más que unos cánticos para romper la maldición del gobierno militar.