
Imagen de Arzu Geybullayeva
Turquía enfrenta un problema que sus ciudadanos temen admitir: cómo echar a un presidente en ejercicio que no tiene intención de dejar su puesto.
Bajo el mandato de Recep Tayyip Erdoğan, Turquía se ha hecho visiblemente más pobre. Los ciudadanos están enfadados, amargados, y algunos comienzan a dejarse oír. Es difícil calcular el porcentaje de personas que quieren que se vayan Erdoğan y el Partido Justicia y Desarrollo (AKP), pero digamos que, si mañana se hubiera elecciones, probablemente sufrieran una aplastante derrota.
Consciente de este hecho, Erdoğan no tiene prisa en convocar elecciones anticipadas. Después de todo, fue reelegido presidente en 2023 hasta 2028. Ahora dice que le gustaría volver a presentarse a un cuarto mandato, lo que prohíbe la Constitución del país. ¿Qué puede hacerse para impedir que se aferre ilegalmente al poder? Lamentablemente, echarlo en unas elecciones democráticas no parece ser una posibilidad. La población turca debe presionarle activamente para echarlo de la presidencia.
¿Quién quiere que Erdoğan se vaya?
Desde hace un tiempo, veo en YouTube entrevistas en la calle realizadas por periodistas ciudadanos que preguntan aleatoriamente a gente común y corriente en las calles de Turquía, que capturan el sentir ciudadano.
El desprecio público a Erdoğan es palpable. Tras 22 años de mandato, la gente quiere un cambio. Malas prácticas económicas, corrupción desenfrenada, demoledora inflación en los bienes de consumo son problemas que se suman al mal gobierno de Erdoğan. A los mayores les resulta difícil acceder a cuidados médicos y medicinas, pagar sus alquileres e incluso adquirir artículos básicos como pan. Se ve a muchas personas que compra fruta y verdura en mal estado a precios rebajados en los mercados públicos, a gente que busca comida con aspecto aún comestible en la basura. Turquía nunca había tenido estos niveles de pobreza.
Pero los ciudadanos no están seguros de si Erdoğan debe abandonar su puesto. Su enojo debe convertirse en acción. Necesitan sentirse fortalecidos y creer que sus voces de frustración pueden dirigirse a echarlo del poder. En este momento, la mayoría cree que si habla, es probable que haya consecuencias indeseables, como pérdida del trabajo, arresto y cárcel.
En la última década, Erdoğan ha acabado con la imagen de Turquía como país gobernado por un estado de derecho. No lo es. Es un país gobernado con ley imperante e impunidad. El orden constitucional más básico se ha trastocado.
Con Erdoğan es poco probable una transición de poder democrática
Actualmente, soy de la opinión de que un cambio político y gubernamental en Turquía no es posible si depende de instituciones democráticas convencionales, como unas elecciones. En otras palabras, no creo que Erdoğan abandone su puesto solo por perder unas elecciones. Las críticas y reproches al estado de derecho de Erdoğan no se reciben bien. Según mi estimación, Turquía ha sobrepasado el punto de una transición pacífica del poder de un mandatario al siguiente. Erdoğan está lanzando claros signos de que pretende mantenerse en su puesto si llega el caso.
El firme agarre que Erdoğan ejerce sobre el poder no se sustenta solo porque gobierna con puño de hierro. Los ciudadanos de a pie también comparten la culpa. Es más, las acciones de algunos de sus críticos más severos ayudan a sostenerlo en el poder.
Dentro de Turquía, el mayor impedimento para echar al presidente de su puesto es la presión pública. La gran mayoría de los turcos no quiere ni puede elevar su voz para criticar a Erdoğan. Se mantienen en silencio, sobre todo porque tienen miedo de acabar en la cárcel.
Esperando un salvador
Además de este miedo, en la mente de los críticos del régimen se ha fijado, desafortunadamente, la idea de que si se convocaran elecciones en un futuro próximo, por fin librarían al país de 22 años de este presidente y de su autocrático gobierno.
Es una opinión centrada en encontrar un salvador que pueda convencer a más del 50% de votantes para que lo apoyen. En las dos elecciones anteriores (presidenciales de 2023 y locales de 2024), los esperanzados disidentes de Erdoğan hablaban de Ekrem Imamoglu, el carismático alcalde de Estambul, como si fuera esa persona. No obstante, no consideran la posibilidad de que políticamente, Turquía podría haber llegado a un punto en el que la transición de poder de Erdoğan a su sucesor pudiera no ser posible de forma pacífica. A finales de 2024, hay ciertas posibilidades de que Imamoglu sea apartado de la política y no pueda presentar su candidatura contra Erdoğan.
La combinación de esperar a un salvador político de Turquía y la creencia ingenua de que unas elecciones derrocarán a Erdoğan es un espejismo que ha resultado en una pasividad que afecta a toda la sociedad. Es un error confiar en que con paciencia, y votando por la persona correcta, a Turquía le espera un mejor futuro. Por tanto, tomar una posición claramente opuesta a Erdoğan y resistir abiertamente su gobierno autoritario se ve innecesario, incluso antiturco.
¿Anti-Erdoğan = antiturco?
Desde que me uní como observador turco a la Fundación de Defensa de las Democracias (FDD), grupo de expertos radicado en Washington abiertamente crítico con Erdoğan, he identificado una clara tendencia: denunciar sin tapujos los actos antidemocráticos de Erdoğan provoca la hostilidad de muchos turcos, y no solo de sus simpatizantes, también de muchos que quieren verlo fuera.
Suponía que los críticos apoyarían los análisis y las recomendaciones políticas que detallan los agravios de Erdoğan a la democracia, el estado de derecho y las prácticas corruptas. En su lugar, los críticos de Erdoğan rechazan a menudo los análisis basados en hechos e información, tildándolos de «propaganda antiturca».
Vemos frecuentes argumentos de que las investigaciones de la FDD, además de menospreciar a Erdoğan y al AKP, son demasiado «occidentales», en el sentido de que se centran demasiado, o están impulsadas por el único interés de que Ankara siga siendo una marioneta de los poderes occidentales. En conversaciones privadas, se me ha hecho saber que una exposición directa de las políticas de Erdoğan, que arroja una luz negativa sobre Turquía, solo es aceptable entre turcos. Esto se basa en la opinión de que, entre turcos, podemos ser tan críticos de los políticos turcos como queramos, pero hacerlo abiertamente en público daña la imagen general de Turquía, y debemos abstenernos de lavar los trapos sucios del país cuando estemos con personas de otras nacionalidades.
Mi compilación del entorno, afiliación, demografía, etc. de esas personas no tiene una variación metodológica realizada de manera científica. Son simples observaciones que he hecho desde que me uní a la FDD.
¿Dónde está el escándalo público?
Es cierto que los análisis de las políticas de Erdoğan realizados por la FDD han sido duros, por decirlo suavemente, en cuanto a la retórica y el tono. Es deliberado. En mi opinión, analizar solamente las acciones de Erdoğan sin exponer la maldad, corrupción y abuso del poder que suponen sería una negligencia por mi parte. Lamentablemente, es lo que hace la mayor parte de mi grupo de expertos y colegas periodistas de Washington: solo analizan lo que Erdoğan hace o dice, como si fuera un líder mundial cualquiera. Al no denunciar todo lo que implican sus acciones, ayudan a perpetuar su autoritarismo.
Sin lugar a dudas, la imagen de Turquía sufrió cuando la FDD ayudó a destapar una descarada violación de las sanciones internacionales contra Irán por parte de Ankara. La investigación de la FDD sobre el caso Halkbank arrojó luz sobre la forma en que Erdoğan ayudó a orquestar un golpe de 20 000 millones de dólares, en el que que Turquía compró ilegalmente gas natural iraní y lo pagó con oro. Pedir responsabilidades de todas estas acciones no es denigrar la reputación de Turquía, sino un intento de salvarla. Erdoğan es un delincuente, simple y llanamente. Cualquiera que rechace semejante comportamiento ilegal debería unirse a nosotros para exigirle explicaciones ante la ley.
Fundamentalmente, Erdoğan ha arrancado a Turquía su alma. Ha infligido más daño al desarrollo democrático del país que cualquier junta militar. Merece la pena recordar que se refiere a las protestas de Gezi Park de 2013 como «actos de terrorismo». Estas protestas fueron manifestaciones públicas multitudinarias y en su mayor parte pacíficas para denunciar la impune corrupción de Erdoğan y el AKP. Durante las protestas, Berkin Elvan, un niño al que su familia había enviado a comprar pan, resultó muerto por un disparo de la Policía. Erdoğan lo calificó de terrorista el día que lo enterraban, y su asesinato ha quedado impune.
Este es el mismo gobierno que eliminó las protecciones para evitar la violencia machista en cumplimiento de la convención de Estambul (que ellos mismos legislaron). Es el mismo gobierno que ha vaciado las reservas del banco nacional, más de 128 000 millones de dólares robados. Es el mismo gobierno que apoya abiertamente y da ayuda material a Hamás, organización terrorista que llevó a cabo los ataques del 7 de octubre contra Israel. Aunque los aliados de Turquía, especialmente la OTAN, están siendo muy críticos con las operaciones militares israelíes para eliminar a Hamás, Turquía es el único país de la OTAN que elogia sin tapujos las acciones de dicha organización.
Por primera vez en sus cien años de historia, Turquía corre el peligro de dejar de ser una entidad política cohesionada. Ya es tiempo de que los analistas políticos y los críticos de Erdoğan dejen de lado sus diferencias y reconozcan que si queremos que la Turquía democrática sobreviva, necesitamos apoyarnos y trabajar unidos. Ni elecciones, ni salvadores, ni tratar blandamente a Erdoğan van a salvar al país. Quienes aplauden el proyecto autoritario de Erdoğan están unidos. La gran pregunta es: ¿por qué preferimos socavarnos y debilitarnos entre nosotros por no fusionarnos alrededor de los que intentan con todas sus fuerzas librar a Turquía del azote de Erdoğan?