
Foto de Dimithri Wijesinghe via Groundviews, usada con autorización.
Este artículo de G.D. Lidurshan Avilash se publicó originalmente en Groundviews, galardonado sitio web de periodismo ciudadano de Sri Lanka. Publicamos una versión resumida y editada como parte de un acuerdo de intercambio de contenido con Global Voices.
Comenzó con un sentir simple pero poderoso: nosotros, como miembros de la comunidad malaiyaga, merecemos que nos vean y nos celebren en nuestra propia casa. La comunidad tamil malaiyaga (también conocida como tamiles de montaña) desciende de trabajadores del sur de India que llegaron a Sri Lanka durante los siglos XIX y XX para trabajar principalmente en plantaciones de café, té y caucho. Se celebran muchísimas actividades del Orgullo en ciudades y espacios cerrados, lejos de nuestras realidades. Pero ¿y nosotros? ¿Qué hay de las personas queer que crecimos en las plantaciones de té, que hablamos tamil con un acento malaiyaga, que llevamos generaciones de lucha en nuestros cuerpos?
Para mí, la idea no era solo ondear una bandera; era mostrarle al mundo que aquí también existimos. Nuestra identidad queer no invisibiliza nuestra identidad como tamiles de montaña, y nuestra identidad malaiyaga no invalida nuestra identidad queer. Somos las dos cosas. Y las dos cosas nos enorgullecen.
En este Orgullo buscábamos reclamar espacio: no solo espacio público, sino también espacio emocional. Reír, bailar, vestir un sari o un veshti, tomarnos la mano aquí mismo en las colinas donde nuestro pueblo ha vivido y trabajado por generaciones. También era un tributo a quienes nunca habían tenido la oportunidad de vivir libremente y una promesa a la siguiente generación de que pertenecen tal como son.
No esperamos a que nos dieran permiso. Creamos este espacio nosotros mismos. Ese es el espíritu del orgullo malaiyaga: audaz, arraigado y nuestro de una manera maravillosa.
La comunidad queer malaiyaga está en la intersección de muchos niveles de marginalización, y esta intersección no es solo política: es profundamente personal y dolorosa. Una de las cuestiones más urgentes es la invisibilidad. Incluso en los movimientos LGBTQ+ más inclusivos, las voces de los tamiles de montaña suelen ignorarse. Nuestra historia única, moldeada por el trabajo por contrato, la opresión de castas y los conflictos de clase, raramente se dedica a discutir los derechos queer en Sri Lanka.
Por otro lado, también está el acceso o falta de acceso. Muchos de nuestra comunidad viven en zonas rurales o estatales donde el acceso a servicios de salud es limitado, mucho menos para servicios de confirmación queer. Compañeros transgénero e instersexo, en particular, enfrentan enormes barreras cuando necesitan cuidados de confirmación de género, atención de salud mental o, incluso, simple reconocimiento. Hay muy poco conocimiento sobre derechos de salud sexual y reproductiva, prevención del sida o espacios seguros donde podamos simplemente ser nosotros mismos sin miedo.
El estigma en la familia y en la comunidad es otra herida profunda. Las estructuras familiares tradicionales en la región malaiyaga son muy unidas y, aunque esto puede ser un apoyo, también puede volverse una jaula. Aquí, muchas personas queer viven vidas dobles, cargan su identidad queer en silencio para evitar que los deshereden, los maltraten o los fuercen a un casamiento heterosexual. Los jóvenes queer enfrentan deserción escolar, falta de vivienda y, a menudo, no tienen a quién recurrir.
Por si fuera poco, las castas todavía proyectan una larga sombra. Muchas personas malaiyaga son de castas históricamente oprimidas, y la discriminación de castas sigue influyendo nuestro acceso a la educación, al trabajo y a la movilidad social. Cuando además agregas la identidad queer, la exclusión se profundiza: es como que te empujen a los márgenes de los márgenes.
Organizar Orgullo Malaiyaga fue impactante, además de profundamente emotivo; no solo porque fue la primera de su tipo en nuestra región, sino también porque fue completamente en nuestros propios términos, con nuestra propia gente y desde cero.
No recibimos ningún apoyo del Estado: ni financiamiento, ni respaldo, ni reconocimiento oficial. Pero lo que más dolió fue que no tuvimos las fuentes comunes de ayuda, no hay donantes, embajadas ni organizaciones no gubernamentales internacionales (ONGI). Nadie se acercó a ofrecer ayuda financiera. No llegó ninguna rupia del exterior.
Así que nos apoyamos mutuamente.
Recolectamos 500 rupias (1,67 dólares) aquí, mil rupias (3,33 dólares) allá. Algunos amigos dieron lo que pudieron. Algunos compraron comida mientras otros ayudaron a imprimir pancartas. Tuvimos cada una de las cosas, las banderas, el sistema de sonido, los saris, el té y la comida, gracias al amor y a la generosidad de nuestra propia comunidad. Fue increíble. Fue honesto. Fue real. Fue nuestro.
Incluso la Policía, sorpresivamente, nos apoyó pues garantizó nuestra seguridad. Esa presencia, aunque no es comparable con el apoyo estatal, nos brindó un sentimiento de protección, y fue muy importante para quienes tenían miedo de mostrarse públicamente.
Esta actividad no era sobre patrocinadores ni de grandes escenarios. Era sobre coraje, comunidad y forjar alegría donde nunca nadie nos había permitido existir. Construimos este momento ladrillo a ladrillo, corazón a corazón. Y eso lo volvió inolvidable.
Sabíamos desde el principio que organizar una marcha del Orgullo en Hatton, Nuwara Eliya, no sería fácil. No era solo organizar la marcha, también se trataba de cambiar la mentalidad de un lugar donde la identidad queer todavía es muy incomprendida, a menudo se silencia o se esconde. Así que, por supuesto, esperábamos desafíos, y muchos.
La mayor preocupación era el rechazo de la comunidad. Teníamos miedo de la reacción del público, especialmente en un pueblo tan unido, con tanta sensibilidad religiosa y donde la gente es rápida para hablar y aún más rápida para juzgar. Nos preocupaba la vigilancia moral, las amenazas o que dijeran que estábamos «corrompiendo la cultura». Muchos crecimos escondiendo quiénes somos y la idea de caminar abiertamente por las calles de Hatton era tan emocionante como escalofriante.
Y, por último, el desafío emocional, el miedo a que nos vean. Para muchos participantes, esta era la primera vez que participaban en una marcha del Orgullo, en especial en su ciudad. El riesgo de ser descubiertos, de enfrentar consecuencias en sus familias o en el trabajo, era muy real.
Mi esperanza es simple, pero radical: vivir con dignidad, seguridad y libertad sin que la ley considere delitos nuestro amor y nuestras identidades.
Las secciones 365 y 365A del Código Penal no son solo reliquias coloniales anticuadas; aún son herramientas activas de miedo, silencio y control. No se ejecutan siempre directamente, pero su mera existencia provoca estigma, legitima la discriminación y produce un efecto atemorizante en todos los aspectos de la vida queer, desde la salud y la educación hasta la vivienda, el empleo e, incluso, el simple acto de existir en público.
Para la comunidad queer malaiyaga, que ya vive bajo el peso de la casta, la clase y la marginalización regional, estas leyes agregan otro manto de invisibilidad y miedo. Alientan a los guardianes de la sociedad, como la Policía, los doctores, los líderes religiosos e incluso las familias, a tratarnos como «menos» o «ilegales». Refuerzan nuestro miedo a hablar cuando nos acosan. Bloquean nuestro acceso a la justicia cuando nos dañan.
Así que mi esperanza y demanda es la despenalización total. Nada de reformas a medias, nada de promesas indulgentes, sino una eliminación definitiva de las secciones 365 y 365A de nuestro sistema judicial. No se trata solo de la ley, sino de liberación. Se trata de afirmar que los esrilanqueses queer y trans son parte de este país, no como ciudadanos de segunda clase, sino como iguales.
La despenalización no va a ser la solución a todo. Pero va a abrir puertas en cuanto a protección, reformas políticas, educación pública y cicatrización de generaciones de daño ocasionado por el silencio y la culpa.
Es hora de que Sri Lanka elija la compasión antes que el colonialismo. Ya hemos esperado bastante.
Nos acompañaron aliados de otros distritos: activistas, feministas, artistas, líderes juveniles y compañeros queer de espacios urbanos que no llegaron para liderar, sino para acompañarnos en solidaridad y aprender. Había miembros de redes trans e intersexuales, algunos que vinieron de lejos solo para decir: «Los vemos. Estamos con ustedes».
Organizaciones comunitarias locales que trabajan en derechos de trabajadores, equidad de género y empoderamiento de jóvenes también nos demostraron un apoyo silencioso pero poderoso. Algunos nos ayudaron con la logística, otros nos dieron un espacio en un pueblo que no estaba acostumbrado a tal visibilidad.
La respuesta de la comunidad malaiyaga fue una mezcla de sorpresa, silencio, apoyo y, en algunos casos, una resistencia leve. Pero sobre todo, avivó algo que no es fácil de apagar: debate.
Para muchos en Hatton y en las zonas circundantes, era la primera vez que veían personas queer caminando abiertamente, sin esconderse, sin disculparse, sino celebrando lo que son con orgullo y dignidad. Algunos observaron en silencio desde las veredas, sorprendidos. Otros sonrieron tranquilamente. Unos pocos aplaudieron. Y sí, hubo murmullos de desaprobación, incomodidad y confusión, pero nada que no hubiéramos enfrentado toda nuestra vida. Esta vez, sin embargo, lo enfrentamos con color y coraje.
Lo que más nos conmovió fue el apoyo silencioso, tras bambalinas. Los ancianos que susurraban: «No sabíamos que esto era posible». Jóvenes que después nos enviaron mensajes para decirnos: «Me vi en ustedes». Los trabajadores estatales que no se unieron a la marcha pero asintieron con la cabeza cuando pasamos. Algunos incluso nos ofrecieron agua y sombra. Esa calidez, silenciosa, pero que se sintió profundamente, nos recordó que los corazones están más abiertos de lo que imaginamos.
Por supuesto, también hubo críticas, algunas de líderes religiosos, algunas de familias conservadoras, y otras en línea, pero eso no nos apagó. Nos recordó que la visibilidad importa porque el silencio y la culpa solo crecen cuando nos mantenemos escondidos.
Lo más importante es que esta marcha plantó una semilla. Ahora la gente sabe que existen los malaiyagatares queer, que somos parte de esta tierra, este país del té, esta historia. Y una vez que te han visto, no vuelves a ser invisible. Así comienza el cambio.
Para la comunidad malaiyaga, la solidaridad queer a largo plazo no se trata solo de ondear banderas una vez al año o aparecer en fotos. Se trata de construir un futuro donde nos sintamos seguros, vistos y apoyados cada día.