
Trabajadoras en el sector textil de Myanmar. Foto en Flickr por IndustriALL (CC BY-NC-ND 2.0).
Este artículo de Zung Ring se publicó originalmente el 27 de mayo de 2025 en The Irrawaddy, sitio web independiente de Myanmar que ha estado en el exilio en Tailandia desde el golpe militar de 2021. Reproducimos una versión editada en Global Voices como parte de un acuerdo para compartir contenido.
Los trabajadores de la fábrica de calzado de Tsang Yih en Rangún —proveedora de calzado con la marca Adidas— iniciaron una huelga con ocupación de local el 14 de mayo para exigir mejores salarios.
Quienes trabajan allí, en su mayoría jóvenes, pusieron en riesgo no solo sus empleos sino también su integridad personal al reclamar un aumento diario de apenas 6700 kyats (dos dólares) a 12 000 kyats (cinco dólares).
Tras una semana de protesta, la empresa accedió a pagar 12 000 kyats por una jornada de ocho horas. Sin embargo, solo 600 kyats (0,25 dólares) se sumaron al salario básico, que pasó de 5200 a 5800 kyats (2,17 a 2,42 dólares), mientras que el resto se contabilizó como «bonificaciones».
Aunque el resultado dista de ser ideal, al menos los trabajadores consiguieron la suma por la que habían luchado. A simple vista, parece ser un reclamo menor, pero en realidad, es un intento desesperado por sobrevivir.
¿Un salario digno?
¿Qué se puede comprar con este nuevo jornal diario de 12 000 kyats? Para comprender la magnitud de la crisis, alcanza con saber que un simple café capuchino en el Aeropuerto Internacional de Rangún cuesta 8000 kyats (unos tres dólares). Un kilo de carne de cerdo ronda los 35 000 kyats (16 dólares), lo que significa que, aun desempeñando tareas dos días completos, un trabajador no puede acceder a esta fuente básica de proteínas. No se trata solo de dificultades económicas; es una forma de privación estructural.
Hace unos días, visité un centro comercial muy concurrido en Rangún, alrededor de las 10 de la mañana. Mientras bajaba por el ascensor desde el segundo piso, vi a tres adolescentes sentadas en el suelo, detrás de un mostrador de productos de belleza, compartiendo en silencio una comida modesta: una porción de fideos instantáneos, un poco de arroz blanco y un recipiente pequeño de ngapi-—pasta fermentada de camarones o pescado típica de la cocina birmana—. Ese parecía ser su desayuno.
La escena era, al mismo tiempo, conmovedora y digna. Me acerqué a conversar un momento y supe que dos de ellas eran de Ayeyarwady y la otra de Bago. Trabajan de 08:00 horas a las 20:00 horas, y es probable que no ganen más de 300 000 kyats al mes (unos 68 dólares). Aún así, intentan ahorrar todo lo posible, muchas veces comiendo menos, para poder enviar parte de su salario a sus padres en sus pueblos de origen. Como alguien que también llegó a Rangún de una zona rural y en busca de trabajo, comprendo profundamente por lo que están pasando.
Las historias de estas trabajadoras no son casos aislados; reflejan un colapso económico mucho más amplio que sigue asfixiando la vida cotidiana en Myanmar. La inflación está fuera de control; la moneda se desplomó: el tipo de cambio actual ronda los 4380 kyats por dólar. Para quienes cobran en moneda local, esto vuelve los productos importados —como el combustible, los medicamentos e incluso los alimentos básicos— inaccesibles para la mayoría.
¿Empleadores sin corazón?
Pedir un jornal diario de 12 000 kyats no es un lujo; apenas alcanza para sostenerse. Es el costo mínimo de la dignidad en una economía que se derrumba. Y cuando un país deja de responder a las necesidades de su gente —sobre todo de quienes están en situación más vulnerable—, no son los trabajadores quienes exigen demasiado, sino los empleadores que eligen ignorar el bienestar de su propia fuerza laboral.
Los directivos, gerentes e inversionistas que entran y salen del Aeropuerto Internacional de Rangún, muchas veces tomando su capuchino de 8000 kyats en las salas VIP, seguramente pasan por los mismos supermercados y centros comerciales que el resto de nosotros. Visitan City Mart o Market Place y ven las mismas etiquetas de precios. Están involucrados en importación y exportación, así que deben saber cuánto se devaluó el kyat frente a todas las monedas de los países vecinos.
Me pregunto si alguna vez se detienen a pensar si los sueldos que pagan pueden realmente sostener una vida. ¿Alguna vez hicieron los cálculos? Más aún, ¿alguna vez se cuestionaron si están actuando como empleadores responsables o si simplemente están explotando la desesperación, bajo el disfraz de «generación de empleo»?
Tal vez estén demasiado ocupados contando la riqueza que acumularon gracias a esa explotación como para detenerse a examinar su propia conciencia.
Cálculo salarial manipulado
El modo en que se calculan los salarios en las fábricas de Myanmar suele ser manipulado y deliberadamente confuso. Tomemos como ejemplo la estructura salarial de la fábrica Tsang Yih. El jornal diario allí se compone de varios elementos: un salario básico, una compensación por antigüedad, una bonificación regular establecida por el Estado, además de pagos adicionales y extras. Estas categorías de bonificaciones suelen ser arbitrarias y pueden crearse o modificarse según la voluntad de la administración o del propietario de la fábrica.
En la práctica, antes de la huelga del 14 de mayo, el jornal típico por un turno de ocho horas rondaba los 8500 kyats, desglosados del siguiente modo: 5200 de salario básico, 2000 en bonificación regular, 400 en otro tipo de pago —según algunos informes, destinada a alimentación— y 900 como extra.
Cuando los trabajadores exigen un aumento, su objetivo principal es incrementar el salario básico, ya que eso afecta directamente a otras prestaciones, especialmente el pago por horas extras. Si sube el salario básico, también sube la tarifa de horas extras, lo que se traduce en un incremento general del ingreso mensual.
Por eso, los dueños de las fábricas —o sus representantes—tienden a evitar cualquier aumento en el salario básico. En su lugar, prefieren hacer pequeños incrementos en distintas bonificaciones que no están respaldadas por la ley. Esto no es un detalle menor: cuando un trabajador renuncia o es despedido, la empresa solo está obligada a calcular la indemnización en función del salario básico.
Esta estrategia complica de forma deliberada la estructura salarian en Myanmar, al parecer con el objetivo de maximizar las ganancias. A simple vista, ofrecer distintos tipos de bonificaciones puede parecer un gesto generoso por parte de la empresa. Sin embargo, se trata de una maniobra calculada para reducir los costos laborales a largo plazo y eludir responsabilidades económicas.
Los trabajadores merecen algo mejor
El precio de venta al público de un par de zapatillas Adidas en Finlandia, por ejemplo, oscila entre 45 y 230 euros. Con el nuevo jornal diario de 12 000 kyats, un trabajador de la fábrica en Myanmar que produce ese calzado tendría que ahorrar más de un mes de salario para poder comprar un par que cueste cien euros.
Según los informes, cada trabajador en la línea de producción fabrica más de 150 pares de zapatillas por día. Supongamos que un trabajador produce 150 pares con un valor de cien euros cada uno durante una jornada de ocho horas: eso representa 15 000 euros generados para la empresa. Mientras tanto, el salario diario de ese trabajador es de apenas 2,40 euros, lo que equivale al 0,016 % del precio de venta.
¿Acaso los empleadores perdieron todo sentido de compasión, empatía y dignidad humana básica? ¿Están tan consumidos por la codicia que incluso dejaron de lado el sentido común? Si hasta las máquinas —sin vida— necesitan mantenimiento regular para funcionar bien, ¿no merecen quienes sostienen con su trabajo toda la producción al menos un salario digno?