
Elena Zaretska (a la derecha) frente a uno de los murales de su abuela. Foto usada con autorización.
Por Olena Solodovnikova
Esta historia forma parte de una serie de ensayos escritos por artistas ucranianos titulada “Cultura recuperada: Voces ucranianas dan forma a la cultura ucraniana”. Esta serie se hace en colaboración con la Asociación Folkowisko/Rozstaje.art, gracias a la cofinanciación de los Gobiernos de República Checa, Hungría, Polonia y Eslovaquia mediante una subvención del Fondo Internacional de Visegrado. La misión del fondo es promover ideas para una cooperación regional sostenible en Europa Central. La tradujeron del ucraniano Iryna Tiper y Filip Noubel.
Nos encontramos con Olena Zaretska, nieta de Alla Horska, cerca del mosaico “Viento” que su abuela creó hace 60 años. En aquel momento, este mosaico de varios metros, hecho con piezas de vidrio y esmalte, decoraba la fachada del restaurante de moda “Vitryak” (viento). El restaurante ya no funciona y el edificio quedó oculto entre rascacielos. El panel, que combinaba motivos del arte popular ucraniano con el vanguardismo, se ha deteriorado y luce bastante descuidado, francamente.
Zaretska cuenta que se inició una petición para restaurarlo porque “Viento” es la única obra monumental de su abuela que aún se conserva en Kiev. La mayoría de las obras de Horska y de su grupo, que incluía a Viktor Zaretsky, Boris Plaksiy, Hryhoriy Synytsia, Anatoliy Limarev y Boris Smyrnov, fueron creadas en el este de Ucrania. En la capital, los funcionarios a cargo de la ideología tenían visiones conservadoras, pero en el Dombás el arte monumental era bien recibido, así que los artistas aprovecharon esa oportunidad.
“Los contemporáneos llamaban a Horska ‘el viento del cambio’. Ella entendía perfectamente que el arte monumental era una herramienta de propaganda, pero que a través del arte podían difundirse ideas prohibidas. Por eso se concentró en el monumentalismo, como si sintiera que debía dejar el mayor legado posible”, afirma Zaretska.
Al crear mosaicos sobre temas mineros como Flor de carbón o Prometeo, el grupo de Horska logró introducir en secreto los colores ucranianos, decoraban diseños con girasoles o usaban amarillo y azul, los colores de la bandera nacional. No era fácil lograr la aprobación en la etapa de bocetos, consejos de arte completos debían aprobar las obras y decidir los fondos para su ejecución. En un caso, hubo una queja sobre el mosaico Árbol de la vida: la planta estaba representada con raíces, lo que insinuaba un origen ucraniano, que contradecía la visión socialista y las imágenes soviéticas generales que rechazaban toda mención de identidades étnicas. Tuvieron que improvisar una excusa y dijeron que un árbol con raíces se parecía a un alto horno minero, algo común en la región de Dombás.
“Siempre fue difícil pasar la revisión artística. En una ocasión, el jurado no aprobó una vidriera con la imagen de Taras Shevchenko, poeta ucraniano del siglo XIX, porque no ‘correspondía con la imagen del hombre soviético’. ¡Pero él nunca fue un hombre soviético!”.
Horska no tenía diplomacia y en esas discusiones explotaba y gritaba cuando no estaba de acuerdo, en lugar de optar por un comportamiento menos excéntrico, menos sincero, pero más diplomático. Por lo general, eran otros miembros del equipo quienes participaban de las negociaciones: y lograban llegar a compromisos: “Si se observa bien, el mosaico Bandera de la victoria no está decorado con ningún símbolo soviético, ni martillos ni hoces”, reflexiona Olena Zaretska. Gracias a estos compromisos, paneles coloridos con elementos de bordados hutsules o pysankas (huevos de Pascua decorados) aparecieron en las paredes de escuelas del Dombás, que recordaban a la población ucraniana autóctona y a visitantes de otras repúblicas soviéticas la identidad ucraniana de la región. Eran puntos de color en la rutina gris de los mineros.
Al mismo tiempo, otros artistas de la década de 1960 eran constantemente intimidados, amenazados o encarcelados. Las autoridades soviéticas arrancaban meticulosamente cualquier brote de disidencia. Las demandas de mayores derechos públicos, religiosos o nacionales, incluso de pequeños grupos, se consideraban actividades antiestatales. Los disidentes eran aislados de la sociedad, enviados a prisiones o a hospitales psiquiátricos. Sin embargo, esto no detuvo el movimiento de resistencia artística; al contrario, lo fortaleció.
Horska afirmaba que el arte monumental estaba compuesto por muchos “yos”: aunque pudiera despojar a los artistas de su identidad individual, su presencia colectiva dejaba huella. Tal vez eso fue consecuencia del pensamiento colectivo impuesto por las autoridades soviéticas. Sin embargo, cuando en 1968 firmó la “Carta de los 139”, una carta abierta contra la represión de artistas ucranianos, su nombre fue eliminado de la lista de diseñadores del museo Joven Guardia como castigo político. Se sintió devastada: “Me quitaron la autoría, me quitaron el nombre”, escribió en una carta a su amigo exiliado Stepan Zalyvakha. Pronto a Horska también le quitarían la vida: fue asesinada, bajo el disfraz de un conflicto familiar.
También se intentó destruir su legado como artista disidente que solo vivió 40 años. Comenzaron a cubrirse los mosaicos del Dombás bajo el pretexto de renovaciones. Eso ocurrió con las obras fantasmagóricas Boryviter y Árbol de la vida en Mariúpol. Los paneles fueron redescubiertos milagrosamente durante la reconstrucción del edificio, y su obra resurgió. Sin embargo, al comienzo de la invasión rusa a Ucrania, un proyectil alcanzó los mosaicos y ahora hay un enorme agujero en la pared entre ellos.
“Da miedo pensar que los invasores renueven todo y traten de apropiarse de Horska, y que presenten como una artista soviética típica. Da miedo imaginar cómo pueden tergiversarlo todo, porque en realidad, ella era contraria a las visiones imperiales”, se preocupa Olena Zaretska. “Siempre tuve miedo del sistema totalitario”.
Luchar por una mayor libertad de expresión artística en Kiev
Yevgenia Fullen vive en Kiev y lidera un grupo de artistas murales; ha estado involucrada repetidamente en escándalos mediáticos. Se la acusa de dañar edificios históricos e incluso se le ordenó retirar uno de sus murales dedicado a Francia, que hizo como muestra de gratitud por su apoyo militar a Ucrania. La obra representaba a los personajes de Nuestra Señora de París, de Victor Hugo: Cuasimodo sostiene a Esmeralda sobre un acantilado, con una quimera al lado.

Yevgenia Fullen frente a un mural en Kiev. Foto de Elena Solodovnikova, usada con autorización.
“Teníamos permisos, teníamos la aprobación de los vecinos, pero a algunas personas no les gustó la imagen de la quimera. Por supersticiones antiguas, creen que es una mala señal, que un misil ruso podría impactar la casa. La gente no entiende que las quimeras decoran las catedrales católicas por toda Europa, no tienen nada de malo”, explica Yevgenia.
Como resultado, las autoridades municipales obligaron a los artistas a trasladar el mural a otro lugar. El boceto fue cubierto con pintura. Este incidente llevó a la creación de una comisión en Kiev para investigar los murales de la ciudad, ya que, según sus promotores, la capital está visualmente saturada de obras de baja calidad. Actualmente es imposible pintar al aire libre sin permiso oficial. Fullen sugiere que la comisión solo aprobará obras que estén de acuerdo con la tendencia “no escrita” del Estado: arte patriótico, pero no hiperrealista, o arte abstracto.
“En vez de apoyarnos y darnos la oportunidad de avanzar, los hacen retroceder. Siempre he temido a los sistemas totalitarios de represión, pero siento que estamos yendo hacia eso, porque las autoridades comienzan a controlar a los creadores y eso me asusta. Hay una lista de documentos que debes reunir, luego debes presentarte a una discusión, mostrar una visualización de la obra desde la izquierda, la derecha, desde abajo y desde el costado. Solo entonces, quizás lo aprueben. Y puede que haya que pagar sobornos. Pero simplemente queremos que la ciudad tenga al menos una pared menos llena de garabatos, sin tanta burocracia”, dice Yevgenia Fullen. Ella y su grupo se dedican a obras con contenido social, contra la violencia doméstica, por la liberación de prisioneros. Recientemente pintaron el muro de un orfanato y ya empezaron a decorar un refugio para animales.
El precio de la disidencia

Borisi Plaksy (a la izquierda) en su apartamento. Foto usada con autorización.
“Mi padre era un hombre de principios; nunca pactó con las autoridades, aunque eso tuviera consecuencias catastróficas”, dice el hijo del artista Borys Plaksy, figura destacada de la década de 1960. Nos recibe en un apartamento en un edificio corriente. El lugar parece más un museo: además de numerosos cuadros en las paredes, las habitaciones y pasillos están decorados con muebles tallados en madera con patrones inusuales. Nos sentamos en la cocina y su hijo, también llamado Borys Plaksy, comienza a recordar: “Este no es solo un apartamento, sino el taller donde mi padre trabajó hasta sus últimos días. Con Horska hacían mosaicos de vidrio y cerámica; luego él empezó a trabajar solo con formas de madera. Mi padre podía encontrar una rama en la calle y convertirla en arte. También me hacía participar desde niño, me dejaba tallar objetos. Una vez incluso me llevó a una expedición en la región de Cherkasy, donde creó un parque de esculturas gigantes de madera inspiradas en el poeta Taras Shevchenko”.
Pero todo eso ocurrió a finales de la década de 1980, antes del colapso de la URSS. Antes, Borys Plaksy vivió las purgas de la KGB contra los disidentes. La persecución comenzó después de que, junto con otros, firmara la “Carta de los 139”. Las consecuencias fueron inmediatas: le ordenaron rediseñar los murales del restaurante Khreshchaty Yar, en el centro de Kiev, donde aparecían decenas de poetas modernos progresistas. El artista se negó categóricamente, así que los obreros raspaban los murales de las paredes, y a él lo despidieron del taller monumental del Combinado de Arte de Kiev.
‘Soy un vándalo, pero a mucha gente le gustan mis ideas’
El artista Hamlet Zinkivsky crea carteles de arte callejero en blanco y negro. Durante muchos años, las autoridades de Járkiv consideraban sus murales como actos vandálicos y los trabajadores municipales destruían sus obras. Sin embargo, desde el inicio de la invasión rusa a gran escala, los murales de Hamlet decoran las entradas de edificios municipales dañados, con cócteles explosivos simbólicos. Nadie los ha tocado, ni a obras cuyas.
“Járkiv es mi galería callejera. Todos los habitantes conocen al autor de las obras y si pasa algo, las defienden. ¡Eso me alegra mucho! Así protegemos el espacio público. Mientras todos estaban confundidos, hice varias obras en la calle con métodos bárbaros. Si se cobrara una multa por cada una, sería una suma considerable. Soy un vándalo, pero a muchos les gustan mis ideas. También estoy preparando a Járkiv para el regreso de su gente después de la guerra”. Es imposible no ver los murales de Hamlet, están por toda la ciudad.
Si los muralistas ucranianos de la década de 1960 esperaban que sus obras duraran siglos, sus equivalentes actuales no esperan que sobrevivan siquiera una década. Dicen que el tiempo se ha acelerado; sin embargo, el inconformismo no ha desaparecido. La negativa a someterse a las reglas del poder sigue uniendo a diferentes generaciones de artistas ucranianos que han elegido la calle como medio de expresión. No obstante, hay que distinguir entre la lucha por la libertad de expresión en un sistema totalitario cerrado y los desafíos actuales en un país democrático joven y en guerra, donde los artistas aún pueden entablar un diálogo abierto con la sociedad y la burocracia. El “derecho a dibujar” exige mucho coraje hoy en día y cuesta mucho trabajo, y a sus predecesores, a menudo les costaba la vida.






