Agitación en Belarús

Bordado de la artista Rufina Bazlova, residente a Praga, que representa un enfrentamiento entre la policía antidisturbios y los manifestantes en su país de origen. Imagen (c): Rufina Bazlova. Utilizada con autorización.

Traducción de Marta Capua.

Belarús está atravesando la que tal vez sea la crisis política más grave desde su independencia. Este país de Europa Oriental, de casi 10 millones de habitantes, está gobernado por el presidente Aleksandr Lukashenko desde 1994. Este antiguo director de una granja colectiva es un gran superviviente: durante más de 20 años ha derrotado a todos sus oponentes políticos, ha enfrentado a Rusia con la Unión Europea y reprimido la disidencia con una eficacia implacable. En la prensa internacional se le conoce como el último dictador de Europa. Mientras tanto, ha conocido el poder absoluto y esperaba continuar en esa línea con un sexto mandato consecutivo como presidente que conseguiría fácilmente en las elecciones del 9 de agosto.

Solo una de las elecciones bielorrusas ha sido juzgada como libre y correcta por los observadores internacionales. Lukashenko pareció comprometido a continuar esa tradición; uno por uno, sus más prometedores aspirantes fueron expulsados de la carrera: el famoso bloguero Syarhei Tsikhanouski fue detenido a finales de mayo bajo la sospecha de ser un agente extranjero, el empresario Viktar Babaryka, cuya candidatura fue rechazada, fue detenido a mediados de junio. A finales de julio, el empresario Valery Tsepkalo, cuya candidatura también fue rechazada, huyó a Rusia por temor a una persecución política. En junio, empezaron unas protestas callejeras esporádicas. Sin embargo, los protestantes fueron detenidos y Lukashenko reaccionó como era de esperar: burlándose de ellos como lacayos pagados de potencias extranjeras indefinidas.

Sin embargo, cuando la mujer de Tsikhanouski, Sviatlana Tsikhanouskaya, se presentó como candidata presidencial en lugar de su esposo, la oposición podría por fin reunirse en torno a una nueva figura. Su objetivo era sencillo: renunciar después de seis meses, para entonces se celebrarían elecciones libres y justas. Cuando se anunciaron los resultados durante la mañana del 10 de agosto, los bielorrusos los consideraron inverosímiles: al parecer, Lukashenko había recibido el 80 % de votos contra solo el 10 % de la Tsikhanouskaya.

Desde entonces, la situación se ha deteriorado rápidamente: Tsikhanouskaya ha huido a la vecina Lituania, miles de bielorrusos han protestado en todo el país, donde hubo un apagón de Internet, agitaciones laborales, amenazas a los periodistas y testimonios creíbles de los manifestantes detenidos sobre la tortura a manos de los servicios de seguridad. Muchos observadores creen ahora que toda la buena voluntad que hubo alguna vez hacia Lukashenko se ha desvanecido. Si gobierna, dependerá del miedo en un grado sin precedentes para los estándares bielorrusos. Sus oponentes son muy conscientes de esa perspectiva.

Por ende, el compromiso parece improbable ya que ahora los protestantes y la oposición exigen nada menos que un recuento completo de los resultados y la renuncia de Lukashenko como presidente de Belarús.

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