Cómo sobreviví a las bombas lanzadas en las protestas de Perú

Foto de Romel Pua, utilizada con permiso

Desde el día 9 de noviembre mi corazón empezó a latir a mil por hora cuando la necesidad de salir a las calles, en medio de la crisis sanitaria más grande que ha tenido Perú, se asomó.

No recuerdo bien qué fue lo más indignante. Si fue que Manuel Merino asumiera el poder tras haber vacado a Martin Vizcarra sin fundamento o que el Congreso (que “nos representa”) fuera, una vez más, cómplice de las mafias enquistadas en el poder.

En la mañana del 10 de noviembre llegamos a Jirón Lampa en el centro histórico de Lima y una hora más tarde, empezó la represión. Habíamos avanzado hasta la entrada de Jirón pues un cerco policial nos impedía seguir avanzando. La gente estaba callada, con miedo e incertidumbre como todo el país en ese momento. Entonces empecé a corear: “¡Vamos pueblo, carajo! ¡El pueblo no se rinde, carajo!” y la gente me siguió. Nos agarramos de la confianza que te da estar en grupo y logramos romper el cerco. Fue en ese momento cuando la Policía empezó a lanzar bombas lacrimógenas por todos lados.

Un contingente policial se acercó y todos empezaron a escapar. Quise calmar a la gente, explicarles que corriendo se ahogarían con el humo, pero yo misma empecé a asfixiarme porque tres bombas habían caído a mi alrededor. Salí ‘con las justas’. Seguí avanzando y gritando “¡AGUA, POR FAVOR!”, pero no había auxilio de nadie. Sentía que me moría. No había ido preparada. Solo tenía mi mascarilla de tela y mi botella con agua que estaba en la mochila de mi novio, a quien perdí de vista después de la primera bomba lacrimógena.

Entré por una calle y pude encontrar una tiendita. El cielo se abrió para mí. Saqué unas monedas del bolsillo y con voz desesperada le pedí al dueño: “¡agua, señor! ¡por favor, agua!”. Me auxilió.

Cuando pude recobrar el aliento pasaron dos policías, tranquilos, con escudos, armados y sonrientes. Les grité. Les grité con lágrimas en los ojos en medio de los demás manifestantes que también se recuperaban: “Ustedes, que defienden a un hombre que ha llegado al poder de manera ilegítima. Ustedes que nos agreden, nos violentan. Ustedes son unos traidores.”

Foto de Andrés Huacaychuco Quijada, utilizada con permiso

Los días siguientes fueron de organización. Entré de repente a varios grupos de Whatsapp donde se debatía cómo debíamos defendernos de la policía. Unos proponían fuerzas de choque, otros desactivar bombas, otros auxiliar a la gente y a los perros callejeros.

Mi novio se plegó a un grupo de desactivación de bombas lacrimógenas lanzadas por la policía. Me aterró pensar que algo le podía pasar y él me dijo que podía quedarme en casa. Yo respondí que no, que estaría con él. Que estaríamos juntos. Así que también me plegué a ese grupo. 

Pero mi ansiedad no desaparecía. Me aterraba pensar en las voces de la gente pidiendo ir hasta el Congreso, me aterraba que usaran la fuerza bruta, me aterraba pensar en el estruendo de las bombas y las armas disparándose.

Desde aquel 10 de noviembre en adelante, mi corazón siguió latiendo a mil. No podía dormir bien, tenía pesadillas. Tenía una presión en el pecho cada vez que mi novio hablaba de las estrategias que se usarían y yo no tenía claro cuál sería mi rol. Solo pensaba en que no quería que más personas sufrieran lo que yo sufrí: no ser auxiliada ante una lluvia de bombas lacrimógenas.

Entonces los días empezaron a pasar y con ellos los cacerolazos y las marchas: el 11N, el 12N, el 13N, que corresponden a las fechas de las manifestaciones.

El día 14 de noviembre llegamos alrededor de las 6:00pm al punto de encuentro con el equipo. Nos pusimos cascos, protectores faciales, máscaras antigás, lentes; marcamos nuestros equipos para poder reconocernos y luego nos dirigimos a la Plaza San Martín.

Seguimos avanzando hasta llegar al lado del Parque Universitario. Caminamos hasta el lado del Bloque de hip hop , una agrupación cultural y universitario. El líder de este grupo pidió cierren cualquier hueco para que no entren los temidos ‘infiltrados’ que podían incitar a la violencia desmedida y atacar por la espalda. El plan inicial de mi grupo era resistir y cuidar a los manifestantes. Habíamos aprendido como desactivar las bombas: se tenía que correr hacia ellas con un contenedor como un bidón grande con agua y bicarbonato de sodio, meter la bomba dentro del bidón, tapar la botella y agitarla para que el gas no escape más.

Me sentí un poco más segura, aunque cuando empezamos a avanzar mis piernas también empezaron a temblar. No pasaron ni cinco minutos cuando un estruendo llenó el espacio y las bombas empezaron a caer. Una, dos, tres, cuatro… perdí la cuenta. Corrí como pude, con rociador en la mano y el bidón de agua en la otra. Un poco del gas se filtró en mi máscara, pero aún podía respirar. Seguí avanzando hasta llegar a donde la gente estaba llorando desesperada, no estaban preparadas, tal como yo el martes 10. Entonces, empecé a rociarles el agua con bicarbonato: “Cierra los ojos. Cierra la boca. Todo va a estar bien. Respira. Tranquila. Todo va a estar bien”.

Después siguieron llegando las bombas, pasaron los heridos, los sonidos de disparos.

Mi grupo desperdigado por todas esas calles y yo tratando de ubicar a mi novio hacía que el miedo en mí creciera. Me daba cólera ser cobarde y quedarme en la retaguardia, pero en este punto creo que auxiliar también era importante. Para resistir. Para seguir luchando.

De pronto, mi novio y un compañero del grupo regresaron. Él estaba bien. Pero no sabíamos dónde estaban los demás. No sabíamos cómo avisarles que aquello nos sobrepasaba y que ya no podíamos quedarnos un momento más, porque se nos acabo el agua y porque el toque de queda empezaba a las 11PM. Después de esa hora, la policía se vuelven aún más agresivos. Lo único que quedó fue comunicarnos accidentadamente por Whatsapp, para decidir por dónde escapar.

Cuando estuvimos reunidos nos vimos las caras: cansados, indignados, con miedo, con alivio de que estuviéramos, aunque magullados, vivos y con ánimos de seguir luchando si ese dictador no caía.

Nos retiramos por esa noche, pero mensajes de celular empezaban a vocear muertos, heridos, detenidos. Al cruzar el umbral de la puerta de mi casa, Lima retumbó en cacerolazos. La primera muerte de la noche había sido confirmada. Inti había muerto. Inti, que había estado en el bloque de hip hop y que probablemente había pasado por mi lado en algún momento antes de que la matanza empezara.

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