¿Qué pasó en Perú? El despertar de la generación del bicentenario

Foto de Andrés Huacaychuco Quijada, utilizada con permiso.

El 9 de noviembre empezó la semana más significativa de los últimos 20 años en nuestro país. Ese día el Congreso, tras un escueto debate y excusando su accionar en la lucha contra la corrupción, decidió vacar al ex presidente de la República, Martín Vizcarra. Los objetivos de esta movida, azuzada por congresistas con investigaciones penales, era controlar los principales poderes del Estado: el Ejecutivo y el Legislativo, para plantear contra reformas o medidas que favorezcan a sus intereses.

La vacancia presidencial por incapacidad moral, regulada en el artículo 113 de la Constitución peruana, es una herramienta de control otorgada al Parlamento que está pensada para proteger la investidura presidencial, garantizando la idoneidad “moral” de quien ocupa el cargo. Sin embargo, su contenido es, especialmente ahora, objeto de diversos debates, en principio, porque sus alcances no son claros, y, en segundo lugar, porque su uso indiscriminado y arbitrario puede generar, de acuerdo al constitucionalista César Landa, un golpe de Estado encubierto.

Entonces, es importante señalar que, a pesar de que la “incapacidad moral” es un concepto indefinido, su utilización debe ceñirse a los márgenes que establece la propia Constitución. De este modo, además de los requisitos formales estipulados en el art. 89-A del reglamento del Congreso, es necesario que se respete y garantice en todo momento el derecho al debido proceso, y que la decisión sea racional, proporcional y razonable.

Lo que pasó el 9 de noviembre no cumplió estas exigencias. Por un lado, es cierto que Vizcarra se encuentra siendo investigado por hechos de corrupción cuando fue Gobernador Regional de Moquegua. Por otro, también es cierto que aún se están recogiendo pruebas al respecto para, posteriormente, plantear una acusación fiscal. Los reportajes periodísticos que se emitieron sobre el caso, sin contrastación de datos ni indagación por parte del parlamento, fueron usados para sacar al presidente en un proceso exprés, en el que los votos estaban decididos antes de escuchar su defensa.

Sumado a ello, el contexto social para promoverla era poco favorable. El Perú es uno de los países que más ha sido afectado por el COVID-19, tanto a nivel sanitario como económico. Al colapso de hospitales y empobrecimiento de la ciudadanía se le añadía otra crisis política, fruto de los constantes enfrentamientos entre Ejecutivo y el Legislativo, en esta ocasión, estando a puertas de nuevas elecciones presidenciales y parlamentarias. Entonces, faltando tan pocos meses (8) para que nuevos representantes asuman estos cargos, parte de la ciudadanía consideró que lo ideal era que Vizcarra terminara su mandato mientras la fiscalía lo investigaba. De hecho, en una encuesta hecha por IEP (2020), el 95% de los entrevistados estaban de acuerdo con esa postura y solo 4% opinaban a favor de la vacancia.

Siendo así, lo que motivó a los legisladores a actuar como lo hicieron fue quitar a Vizcarra del camino para aprobar medidas que los beneficien. El Gobierno significaba un obstáculo para la aprobación de normas controversiales que, en la mayoría de casos, habían sido observadas por organismos técnicos del Ejecutivo. Por ejemplo, al día siguiente de la vacancia se presentó un proyecto de ley que amenazaba la Amazonia al promover la expansión de la minería artesanal y otro en el que se flexibilizaba la obtención de la certificación ambiental. También, en los días siguientes, se programó en la Comisión de Educación, la exposición de un proyecto de ley que planteaba derogar o modificar la reforma magisterial y universitaria. Esta iniciativa ponía en riesgo todos aquellos procedimientos vigentes orientados a garantizar la calidad educativa tanto a nivel básico como superior. También hubieron más riesgos la calidad del sistema educativo del pais.

Todos estos actos, empezando por la aprobación de la vacancia, generaron indignación en miles de peruanos y peruanas, en su mayoría adolescentes y jóvenes que, desde el 9 hasta el 17 de noviembre, se organizaron y autoconvocaron para realizar protestas multitudinarias en defensa de la democracia y de las principales reformas estatales (educativa, política y judicial). Estas manifestaciones, a pesar de ser pacíficas, fueron reprimidas violentamente por la Policía Nacional del Perú, de tal forma que en la marcha del 14 de noviembre, dos jóvenes, Inti y Jack, fueron asesinados, y otros quedaron gravemente heridos. A las malas decisiones del Congreso, se le sumó un gobierno autoritario que, gracias a las movilizaciones, solo duro 6 días, pero dejó grandes heridas.

Finalmente, lo que sucedió gatilló un sentimiento de hartazgo frente a la clase política en adolescentes y jóvenes. La “generación del bicentenario”, término acuñado por la socióloga peruana Noelia Chávez, que salió a las calles a defender a su patria ha sido testigo de constantes hechos de corrupción. Ha visto cómo los políticos se disputan el país como si fuese un botín. Ha notado, además, cómo la desigualdad crece y cómo la justicia es esquiva. No son indiferentes a lo que sucede, quieren un país mejor y, para ello, hacen uso de nuevos discursos y nuevos espacios, como el Instagram o el Tik tok, para compartir información, organizarse y expresar su malestar.

No se asusten si se habla una nueva Constitución, es un debate necesario, la configuración de la sociedad y el contexto social es distinto al de 1993. Quizás sean necesarias reformas, quizás un nuevo pacto social, pero antes debemos escucharnos y respetarnos, dilucidar qué nos guiará en esta nueva etapa, se van a cumplir 200 años de independencia y aún no tenemos claro quiénes somos, quizás es momento de construir un nuevo futuro que incluya a todas y todos.

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