Hay un lugar en Asunción donde viven hacinadas 4.000 personas en un espacio preparado para un máximo de 1300. En pabellones húmedos, a veces sin luz, a veces sin agua ni comida, hombres acusados de robo, asalto, homicidio o narcotráfico se mezclan sin distinción con pacientes psiquiátricos o adictos al crack. El 80% de ellos desconoce cuál será su futuro, porque no ha ido a juicio y no tiene sentencia. Pero hay diez hombres allí que sí tienen condenas: las más altas previstas en Paraguay, firmadas tras juicios irregulares y cuestionados. Se declaran presos políticos, los campesinos de la cárcel de Tacumbú.
Estos diez condenados tienen en común otras cosas. Su comportamiento es ejemplar y la población de la cárcel los respeta. Todos dan algún tipo de servicio educativo a los presos más pobres y realizan diariamente algunos de los pocos oficios que existen allí, como la panadería, la cocina o la carpintería. También comparten un pasado común. Trabajaban la tierra en zonas rurales de San Pedro, Canindeyú y Caaguazú, y en sus comunidades eran dirigentes y activistas de organizaciones que defienden el acceso a la tierra y al trabajo de campesinos y campesinas, en el país con la distribución de tierras más desigual del mundo.
En Paraguay, desde la caída de la dictadura en 1989, en el conflicto por la tierra fueron asesinados 115 dirigentes campesinos, pero ningún autor moral ha sido condenado. Desde 2012, año de una masacre que ocurrió en el municipio de Curuguaty, se vislumbra un cambio de método en la represión a quienes exigen tierra: si no los matan, los judicializan. Entre 2013 y 2015, fueron 460 personas imputadas y 273 detenidas.
Estos casos judiciales se caracterizan por incumplir normas básicas del debido proceso, como la preservación de evidencias, o garantizar la defensa de los acusados. Los procesos judiciales de los diez campesinos recluidos en Tacumbú fueron denunciados por graves irregularidades por el Parlamento Europeo, las Naciones Unidas, Amnistía Internacional, Oxfam y organizaciones paraguayas, como la Coordinadora de Mujeres Campesinas e Indígenas (Conamuri) y la Pastoral Social de la Iglesia.
Encerrados por luchar
La definición de preso político tiene matices, y es objeto de discusiones. Para la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, un preso político es aquel que ha sufrido una detención que responde a motivaciones políticas, o la detención es resultado de «procedimientos que son claramente ilegales, y esto pudiese estar relacionado con los motivos políticos de las autoridades».
Según Amnistía Internacional, presos de conciencia son aquellas personas que «sin haber utilizado la violencia ni haber propugnado su uso, son encarceladas (…) a causa de sus creencias, su origen étnico, sexo, color o idioma». En caso de que las personas presas hayan hecho uso de la violencia, la organización exige juicios justos.
El abogado y secretario general de la Coordinadora de Derechos Humanos de Paraguay (Codehupy), Óscar Ayala Amarilla, explica que la condena de varios de estos presos se apoyó en el testimonio de una sola persona, que además había hecho declaraciones contradictorias. «Son condenados sobre la base de un testimonio, que de por sí es ya una prueba mínima al no ir acompañada de documentación, y es controvertida porque no alcanzaría en ningún juicio normal para condenar a nadie», dice.
En el caso de la masacre de Curuguaty, la investigación fiscal no demostró que los encarcelados fueran autores de los disparos que provocaron la muerte de los policías ni que portaran las armas que causaron dichas muertes. Tampoco se investigó la muerte de los campesinos.
Rubén Villalba, condenado a treinta y cinco años de cárcel por el caso Curuguaty, asegura que no existen pruebas para incriminarlos y reclama que no se haya investigado la muerte de los campesinos. Él dice saber lo que pasó en Curuguaty: «Fue la política de la oligarquía y las empresas transnacionales. Fueron ellos quienes nos mataron».
El abogado Óscar Ayala coincide en que los campesinos apresados apresados pueden ser catalogados como presos comunes. «Hablamos de personas que han ejercido y que siguen ejerciendo un rol consciente en torno a las reivindicaciones sociales y al activismo por los derechos de su sector, y eso los distingue de cualquier otro», asegura.
Los vicios del largo juicio de Curuguaty están apuntados en un cuaderno muy usado de Margarita Durán Estragó, una historiadora, investigadora y activista que solo faltó a dos audiencias durante todo el proceso. Para ella, se plantaron evidencias y se escondieron otras para incriminar a los campesinos y las campesinas. «Acusaron a los civiles y no investigaron a la policía. Hasta frenaron las autopsias y necropsias», cuenta.
Los días se acumulan en la cárcel para los diez, entre los pasillos, el fútbol, los oficios de pasatiempo y la añoranza del destierro. Esperando por justicia, repasan sus vidas con activistas y periodistas extranjeros que de tanto en tanto los visitan para conocer sus casos.
Al cumplir diez años de prisión, los Seis acusados por el secuestro de Cecilia Cubas, publicaron una autobiografía. Allí, Aristídes Vera resume su deseo de vida, un deseo que asegura le ha costado la cárcel tanto a él como al resto de los campesinos en Tacumbú: «Mi origen es campesino. Mi sueño de libertad es que el campesinado tenga tierra, techo, salud, educación, accesibilidad a caminos para que sus productos sean más fáciles de comercializar. La libertad para mí es que toda mujer y hombre campesino tenga posibilidad de trabajar y vivir dignamente. Por eso he luchado durante toda mi vida y por eso me han encerrado. Soy un preso político».