Dormido o muerto – Parte 3: El pensamiento es el crimen

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Este es el tercer episodio de «Dormido o muerto», una serie de seis partes del activista Sarmad Al Jilane sobre sus experiencias en una cárcel siria. Lean aquí las partes una y dos.

Uno memoriza el rostro de su verdugo por el sonido de sus pasos. Estamos cayendo directos desde el séptimo cielo, o al menos eso es lo que se siente, cuando de repente abre las cadenas, y luego las esposas. Nos saca y nos arrastra hasta la puerta golpeando y gritando.

Los gritos y lamentos llenan el pasillo. Los sentidos se entremezclan en tus oídos y todo el mundo tiembla de miedo en su interior. Sólo la muerte campa a sus anchas, en tranquilidad, sin miedo al verdugo o a la víctima, sin importarle el ahorcamiento, ni el cable, ni el neumático. No le preocupan los interrogadores o los «traidores», ni siquiera Mohammed, que asfixia la vida que queda en nosotros.

Volvemos a nuestra celda. Dos pasos, y nos desplomamos sobre el suelo. Los otros limpian la sangre de nuestras manos y pies. Cada uno de ellos nos ha guardado un pequeño trozo de pan; nos alimentan y nos quedamos dormidos hasta la muerte, o más allá.

Durante tres días ésta era nuestra rutina, repetida en cada detalle. El cuarto día, comienzan a pasar lista, terminan de pasar lista, y nuestros nombres no han sido llamados. Estar en prisión es más duro de lo que te imaginas. Duros son los días y duras las noches. Dura es la oscuridad. Incluso si no te torturan, el mero acto de esperar lo hace. ¿Se olvidaron de nosotros? ¿Nos quedaremos aquí para siempre? ¿Por qué no nos han llamado hoy? ¿Han encontrado el móvil, el portátil? La retahíla de preguntas sin fin que uno se hace a sí mismo.

El día pasa. Todos los días son iguales: el hedor a podrido y sangre, el lamento a tu alrededor. Uno memoriza cada chasquido en la piel de los otros presos y en las paredes idénticas. La repulsiva familiaridad de todo ello.

La misma rutina el quinto día, hasta la tarde. El guardia abre la puerta y llama: «Sarmad, ¡sal!» Yo salgo, alzando los brazos para cubrir mi cabeza y que me pongan las esposas. Cruzo el pasillo hasta una habitación. Imagino que es similar a la primera. «¡De rodillas!» Me arrodillo con la cabeza gacha. El chirrido de un bolígrafo escribiendo lentamente sobre papel acompaña el discurso; ahora hay dos personas. «Sarmad, oh Sarmad. Sinceramente, te ves bien, incluso pareces mayor que tu edad, y siendo el hijo de un médico, asumo que te han criado bien también. ¿Por qué llevar un arma, entonces?»

Comienza con un cargo de posesión de armas, esperando que al menos confiese haber participado en manifestaciones. «No llevaba ningún arma ni pienso hacerlo.» Un golpe de látigo desde atrás y caigo sobre el suelo, y alguien—una tercera persona, aparentemente—se sienta sobre mí. Sus rodillas presionan justo debajo de mis hombros. «Responde al interrogador con respeto para que te sigamos respetando! dice, haciendo un esfuerzo por disfrazar su acento original.

El Interrogador continúa: «Mira, Sarmad, nos puedes contar todo con calma. Te traeremos una taza de té incluso. Voy a creer lo que dices: no llevabas un arma, pero no me digas que no fuiste a las protestas y grabaste, o nos harás enfadar.» La persona sentada sobre mi espalda se levanta. «Sí, protesté, y aún lo hago». Me caen golpes desde la espalda a los pies durante varios minutos, hasta que decide parar.

«Bien, Sarmad, oigamos esto juntos.» Pone un video donde aparezco participando en una protesta. «Estás escuchando, Sarmad? Aquí no tratamos a nadie injustamente. Esa es tu voz, y este video fue grabado por Al-Jazeera». Un pensamiento brota en mi mente: «¿La misma Al-Jazeera que decís que fabrica cosas? Esto debe de haber sido fabricado entonces.»

Esa frase marca el fin del interrogatorio oral, y empieza a hablarme en el único lenguaje que él entiende. Empieza a golpearme, continuamente, con breves descansos ocasionales. Después de lo que estimo haber sido una hora, finalmente para. Vuelvo a la celda, tambaleándome.

Hace falta que me golpean para despertarme. Siento como si hubiera dormido en un estado de letargo desde la primera interrogación. La cabeza cubierta, las manos esposadas, y viajamos por la misma ruta matutina, en la misma dirección. Las mismas voces hacen eco otra vez. Me arrodillo. Tengo un problema en los senos nasales que me hace respirar ruidosamente. «Si no puedes tragarte tu ruido mejor deja de respirar, ¡o yo lo haré por ti!» Supongo que está ocupado haciendo otra cosa. Tomo aire muy despacio y lo exhalo lo más silenciosamente posible. Estoy temblando: ¿de miedo o de frío? No hay diferencia, igualmente hace castañetear mis dientes. «OK, Sarmad, ¿por qué no confiesas ya y acabamos con esto para que pueda terminar e irme a casa y liberarte para que tú también puedas irte a casa? ¿Quién más te estaba filmando? ¿Cómo mandaste el material a los canales de televisión? ¿Algo más que no sepamos? Aunque ya lo sabemos todo, aún así me encantaría oírlo de ti.»

Aquí no hay espacio para pensar, cuanto más rápido respondes, menos lo dudan. «No filmé nada. Podría haberlo negado todo y decir que no hice nada, pero les he explicado que sí que fui a las protestas porque creo que son por el bien de este país.» Da la orden para que me descubran los ojos. «¿Ves? Soy mejor que tú, te he destapado los ojos para que puedas verme. Toma mi consejo, Sarmad, aún eres joven y tienes el futuro por delante. Podemos o bien cerrar todas las puertas en tu cara o abrirte mil puertas; eres libre de elegir. Toma asiento, aquí tenemos un portátil: inicia sesión en tu cuenta de Facebook o esa cosa de Yahoo o lo que sea que utilices para mandar tus videos, y dime a quién se los envías, y deja que ambos acabemos con esto ya».

Las líneas de los testimonios de todos los presos se cruzan en tu mente en un momento así. El valor de tu vida está inextricablemente unido al valor de las vidas de aquellos a tu alrededor. Empiezas a priorizar: ¿quién mantener a salvo pase lo que pase? ¿Quién podría ser sacrificado si fuera absolutamente necesario? Mi madre siempre solía hablarme sobre «calamidades que no le deseas ni a tus enemigos.» Esta es una de ellas. No le deseo a nadie pasar por lo que me está sucediendo.

«No uso el email más que para comunicaciones casuales. Aquí lo tienes, estoy iniciando sesión.» tras recibir una serie de bofetadas en la nuca por utilizar la contraseña equivocada—a pesar de haber preparado esta cuenta falsa de antemano para situaciones así—consigo entrar al tercer intento. Páginas de citas, chats y docenas de forums en línea. No le convence. «¿Quién demonios te crees que soy? ¿Un investigador criminal de pacotilla? No entiendes lo que significa Investigador de la Rama de Seguridad Militar, ¿no? No hay problema.»

Me cubre los ojos, me pone las esposas, toma sus cosas de la mesa y se va. Pasan los minutos y nadie cuenta mis respiraciones, no hay carcelero, ni látigo que acabe de lacerar la vida en mí. Se abre la puerta. «¡Arrodíllate!» La voz cambia. Me estruja dentro de un neumático y comienza a fustigarme. Empezando por los pies y subiendo poco a poco. Exploto en gritos descontroladamente. Continúa, con breves descansos durante los que me ducha con baldes de agua muy fría. Sigue con ello durante horas, tiempo en el cual se prepara una bebida que puedo escucharle sorber; también huelo a cigarrillos. Desafortunadamente, la habitación es para no fumadores, así que los tienen que apagar sobre mí.

Estoy exhausto, por lo que decide dejarme ir, bajo la condición de que me mantenga en pie sin ayuda. Lo consigo, tras varios intentos. Arrastrándome, me lleva de vuelta a la celda. Camino hacia dentro y me desmayo.

Esta es sólo una anécdota del descabellado sistema que percibe el pensamiento como un crimen, y a los pensadores como criminales que merecen ser arrojados a prisión. Un sistema que quiere que dejemos de alucinar con la libertad, una libertad que las dictaduras odian, pues expone la verdad.

«Sarmad… Sarmad, no puedes dormir todo el tiempo, tienes que levantarte y lavarte.» Es Abdel Rahman. Parece que he estado durmiendo hasta la tarde siguiente—excepto por un breve instante cuando han pasado lista como siempre. «Tranquilo, te trasladarán o te liberarán como a todos aquí,» dice, sonriente.

Abdel Rahman es un chico joven de la ciudad de Tabka. Es uno de los pocos intelectuales aquí, habla con todo el mundo con una sonrisa que nunca pierde. Solía trabajar en el centro cultural de Raqqa, lo que le dio la oportunidad de leer muchos libros. Entraron en su casa y encontraron algunos libros prohibidos y fotos de él en las protestas. Fue suficiente para que lo detuvieran.

Llegaron algunos nuevos al día siguiente. Todos hablan de Taher, que ha sido trasladado a la celda de aislamiento cerca de la nuestra. «No pudieron arrestarle sin dispararle en la pierna. Se lo puso aún más difícil cortándose la arteria carótida con una cuchilla,» dice uno de los recién llegados, impresionado por la fuerza de Taher. Continúa: «Es alto y grande, hace buena pareja con ellos.»

Pasaron horas antes de que llamaran a Taher para interrogarle. Nos apresuramos en silencio hacia el agujero diminuto en la puerta para poder echarle un vistazo: un joven alto, de hombros anchos, con rodilleras en las piernas para aguantar los huesos destrozados por la bala, y puntos en su cuello. ¡Los guardias le tienen miedo!

Le sacan al pasillo. Nosotros estamos en silencio, esperando escuchar todo lo que se pueda oír. ¡Nada! Esperar a ver lo que le va a pasar a Taher rompe nuestra rutina. Parece que le han llevado al cuarto de los interrogatorios. Pasa el tiempo sin que nadie diga ni una palabra. Todos vuelven a lo que estaban haciendo, es decir, nada, pero qué otra cosa hay cuando no hay nada más que hacer sino sentarse y esperar.

La puerta del pasillo se abre con fuerza. Se aproxima el sonido de los pasos del guardia. Se abre la puerta de la celda y Taher es lanzado al interior con nosotros. La puerta se cierra. Esperamos a que el guardia se aleje, y entonces limpiamos las heridas de Taher de la cabeza a los pies. Si fuéramos perros en esas tierras lejanas ahora estaríamos sentados cerca del fuego, siendo mimados, incluso protegidos. Pero aquí, como humano, esperas tu turno; o bien limpias sus heridas o ellos limpian las tuyas.

En menos de una hora Taher se despierta, y tras unos minutos consigue ponerse en pie, a penas. ¡Pone su mano en la ranura de la puerta! Es más como la ventana de una tumba. Ninguno de nosotros se ha atrevido a acercarse tanto antes ya que es sólo del uso del guardia y sus amigos.

«Ey, Señor Interrogador! Yo solía ser un joven caprichoso que engañaba a un montón de chicas. ¿Puede ser que una de ellas fuera tu hermana? ¿Por eso estás tan enojado conmigo? ¿Quizás te di una paliza un día y me la tienes guardada desde entonces? Si me lo hubieras dicho podíamos haber resuelto esto fuera amigablemente? No tenías que complicarte tanto.»

Taher grita y se ríe. Podía escuchar los latidos de los otros a mi alrededor y estaba casi seguro de poder oír los míos también. «Sólo vivimos una vez, y sólo tenemos un Dios. Sabíamos desde el principio que podíamos morir. Al menos muramos asustándoles. ¿Creen que todos esos asesinos a nuestro alrededor matan sólo porque les tememos? No—ellos están más asustados de nosotros que nosotros de ellos.»

Nos habla alto para que puedan escucharle los guardias. Tres guardias abren la puerta de golpe e irrumpen dentro de la celda. Golpean a Taher salvajemente y le arrastran fuera.

Esa fue la última vez que vi a Taher en la Rama de Seguridad Militar de Deir Ezzor.

 

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