Venezuela: El horror al otro lado de la puerta

Ilustración de Leonardo González. Usada con permiso.

La primera detonación se escuchó temprano. Eran poco más de las diez de la mañana, cuando la Guardia Nacional arrojó la primera bomba lacrimógena en la calle donde vivo.

Me asomé a la ventana y distinguí el espiral blanco de humo denso elevándose con rapidez. En una de las esquinas, una pequeña multitud de manifestantes se arrojaba al suelo, mientras un grupo gritaba y escapa en dirección contraria al estruendo de la explosión.

—¡Comenzaron temprano! —gritó mi vecina desde la ventana contigua — ¡No sé que está pasando!

Miré al pequeño grupo que corría por la calle. Los funcionarios con casco y peto les perseguían con el arma de reglamento en alto. Las figuras desaparecían en medio de las nubes opacas del gas tóxico. Comencé a percibir el picor en la piel, la cerrazón en la garganta. Me apresuré a cerrar la ventana. Una nueva detonación sonó tan cerca que sacudió los cristales. Cuando miro hacia la terraza de mi vecina, no puedo distinguirlo. La humareda blanca y tóxica avanza con una rapidez de pesadilla, lo cubre todo, infecta cada resquicio y lugar posible.

Seguí sin comprender el motivo del ataque. ¿Existe alguna justificación a su potencia desproporcionada? El mero pensamiento me llena de amargura. No la hay, por supuesto. La manifestación avanzaba calle arriba sacudiendo banderas y consignas. Un grupo considerable. La violencia le cortó el paso, le recordó sus límites, el poder de la agresión y la represión.

Otra explosión. Esta vez no pude identificar el lugar de dónde provenía o de qué se trataba. ¿Bomba de gas? Me quedé de pie en mi estudio y miré a través del cristal la ciudad convertida en una mancha borrosa, parpadeando en medio de un resplandor amarillo y ocre cada vez más denso. El miedo me recorrió como un escalofrío, un sacudón helado que me hizo retroceder con los ojos muy abiertos. A la primera detonación siguió dos o tres en rápida sucesión. La calle entera se cubrió de humo pardo.  

Corrí a sellar las ventanas con manos torpes. Una tira de papel periódico. En otra, solo pedazos de papel adhesivo. Nadie te prepara para este miedo, para esta sensación de indefensión, para el horror de ser rehén de la violencia en tu propia casa. Cuando comencé a toser, medio asfixiada y temblorosa, todo se tornó irreal, duro de asimilar. Corrí al interior de mi apartamento, atrapada sin querer en medio del humo tóxico.

La primera vez que protesté contra el Gobierno de Hugo Chávez, tenía dieciocho años recién cumplidos. Salí a calle con una bandera y toda la convicción que el esfuerzo valía la pena, tenía un sentido real, demostraba mi opinión de manera muy exacta y fidedigna. Acurrucada en mi habitación mientras intentaba respirar por encima del olor fétido y el picor insoportable, recordé esa primera vez. La rara valentía que me llenaba al recorrer las calles y avenidas con la mirada al frente, con la sensación inequívoca que el país dependía de mi esfuerzo. Me hizo llorar esa imagen rota y simple. Esa noción de algo perdido e irrecuperable.

Las detonaciones se hicieron más frecuentes, más cercanas. Las escuché intentando no perder la calma. A la algarabía de la calle, de los que insultaban y lanzaban alaridos de furia, siguió un silencio lento, abrumador. El aire se despejó un poco y la piel dejó de escocer. Pero continué acurrucada, con las manos apretadas con tanta fuerza contra el suelo que un dolor palpitante y blanco me subió por los nudillos y la muñeca. No podía dejar de imaginar a los que corrían para huir. A los que gritaban de terror, asfixiados y aplastados por la marejada de la violencia, devastados por el poder disfrazado de depresión. Cada explosión lenta, chata y seca parecía marcar el camino de un nuevo dolor, de una puerta abierta hacia el desastre. El miedo se hizo más duro de sobrellevar, de controlar.

Intento trabajar mientras las detonaciones continúan. Han transcurrido más de tres horas y la violencia se sigue escuchando como un eco interminable. La calle está vacía y no puedo entender por qué las detonaciones continúan. El lento repiqueteo de las bombas se escucha como una metralla imposible, monstruosa. El metal se confunde con el estallido seco de la explosión. Todo es humareda blanca, el hedor insoportable de la violencia que avanza por la calle sin detenerse, que lo anega todo, que oculta la salvaje y agresiva violencia en todas partes.

Alguien está gritando, me digo mientras intento concentrarme en lo que hago. ¿Lo escuchas?, alguien está gritando. Alguien grita a todo pulmón, con un terror tan cercano y reconocible que me recorre como un sacudón. No puedo seguir intentando mantener la calma. Me acerco a la ventana, abro las persianas. El humo de nuevo, fétido y voraz, ocultando lo que ocurre más allá. Pero puedo seguir escuchando el grito, tan claro. Y de pronto, es algo más que un alarido. Son consignas, son insultos. Es toda la cacofonía de la rebeldía, del temor y de la angustia. Las detonaciones de nuevo. Y todo se mezcla, en un torbellino ácido, brumoso, hórrido. Las figuras de los Guardias Uniformados aparecen en medio de las sombras. Y también la de los manifestantes que resisten, que se esconden.

Un guardia uniformado emerge de entre la penumbra artificial. Camina por la calle llevando el arma sobre el hombro. Se detiene, mira a su alrededor. Se inclina. Fue en ese momento que escuché la explosión  y que entendí lo que pasaba. El sonido sacudió los cristales y me hizo retroceder. Están disparando al edificio en el que vivo. Y me lo digo en voz alta como si tratara de convencerme que lo que ocurre es real. Esto está ocurriendo. La violencia está aquí, absoluta e inescapable.

Corro hacia el pasillo y justo ahí otra detonación estruendosa. Se oyen cada vez más cerca. Sin resquicios, me quedo paralizada. Cierro los ojos, como si pudiera huir por un mero esfuerzo de imaginación. Me quedo de pie, intentando contener el llanto y respirar mientras las detonaciones continúan. Una y otra vez. Una espiral interminable. Una secuencia dolorosa e indistinguible. La violencia está aquí, me digo de nuevo. Y de pronto, el gas lacrimógeno está por todas partes. Una gran neblina tóxica rodeándome.

No puedo respirar y la piel me quema. Corro de nuevo, pero no hay otro lugar al cual huir. No hay ninguna parte que pueda guarecerme, en la que pueda sentirme segura. Y entonces creo que moriré, sola. Con la garganta cerrada, la nariz herida por el olor, los pulmones luchando por tomar una bocanada de aire. Me aterroriza el pensamiento, me impulsa a correr de nuevo. Tropiezo con muebles invisibles, con paredes que no deben estar allí. Cuando abro la puerta quiero gritar pero no puedo hacerlo.

Han transcurrido casi nueve horas desde que comenzó la represión. La tarde comienza a caer, el olor fétido de la lacrimógena está en todas partes, lo inunda todo. Las detonaciones se continúan escuchando. Un eco sordo, a veces lejano, otras cercano. Una secuencia invariable e incompresible. Y continúo aquí, temblando de miedo, desvalida y escaldada por la represión que golpea sin cesar como una lluvia lenta, interminable. No dejo de preguntarme cuándo me convertí en la víctima que causó su caída. Cuándo me hice enemiga del poder. Quizás no haya respuesta para eso, y eso me aterroriza más.

1 comentario

  • Bob Rashkin

    Es una verdadera lástima lo que sucede en un país tan lindo y amable. Era un paraíso cuando vivía por ahí en los ’80. Y ahora…

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