Día Mundial del Tambor Metálico honra instrumento nacional de Trinidad y Tobago

Semifinales del concurso Panorama, Puerto España, Trinidad y Tobago, febrero de 2023. Foto de Jason C. Audain, usada con autorización.

El 24 de julio de 2023, la Asamblea General de Naciones Unidas declaró al 11 de agosto como el Día Mundial del Tambor Metálico para rendir homenaje a este instrumento musical único creado en Trinidad y Tobago y que ha causado furor en todo el mundo.

El instrumento une a toda una comunidad e impulsa el desarrollo cultural, social y económico; está bien posicionado para contribuir al avance de los objetivos de desarrollo sostenible de Naciones Unidas, a través de sectores como turismo y educación, y también ciencia y tecnología.

Por supuesto, los percusionistas de tambor metálico locales están encantados con el reconocimiento internacional oficial del instrumento y con los actos de celebración previstos en todo el país.

La música de estos tambores, que alcanza su auge en la competencia Panorama en el carnaval de Trinidad y Tobago, es algo que debe experimentarse en carne propia. Tuve la oportunidad de vivirlo en el primer evento presencial tras el COVID-19 y de una manera completamente nueva: tras bambalinas, como productora de un cortometraje, en compañía del director y cinematógrafo Walt Lovelace y del fotógrafo Jason C. Audain.

Elaboramos un proyecto colaborativo que publicamos en línea, el cual relata la experiencia desde el punto de vista individual de cada uno de nosotros: películas, fotos y palabras. Con autorización y en honor de este día tan especial. lo reproducimos a continuación.

Soy guionista y productora y tiendo a pensar mucho:  sí algo atrae mi atención, retrocedo en el tiempo hasta encontrar el momento en el que se arraigó en mi mente. Por eso, cuando la producción de esta película me llevó a Panorama, luego de años de ausencia, también me transportó en el tiempo al carnaval Kiddies de la década de 1970, cuando tomé conciencia de los poderes transformadores de nuestro festival nacional. Para mi mente infantil el asunto era muy sencillo: todo lo que había que hacer era dedicarse en cuerpo y alma –luciendo un disfraz, tocando un tambor– y el carnaval obraría su magia de alguna forma.

En  1975 participé por tercera vez en el concurso de disfraces y conseguí mi primera corona de Reina del Carnaval de Niños. Ese mismo año, lord Kitchener ganó el Road March y el Panorama con el Tribute to Spree Simon. Cada vez que subía al escenario, este homenaje popular al tambor metálico me llevaba a exhibir mi disfraz de manera diferente. Contribuyó a mi victoria, nadie podrá convencerme de lo contrario. Bailé con ese atuendo con infinito brío, alegría y entusiasmo, con el impulso que me daba  la sensación instintiva de que los tambores eran la vibración central; todo lo demás surgía de ahí.

La música de estos tambores trasciende incluso al mismo carnaval. Esta música nació de la lucha y, como nos recuerda la representación anual de Kambulé, de la resistencia contra los continuos intentos de sofocar las expresiones culturales africanas, y es una luz que se ha abierto paso con determinación y atravesado las grietas de un profundo dolor. Es un instrumento potente, una herramienta para unirnos. Me cautivó tanto esta maravilla que incluso toqué un rato, aunque nunca conseguí los sonidos que extraen los magos de las grandes bandas.

Si el tambor fuera una película (y nunca dudé de que es digna de verse en el cine: es un espectáculo creativo y con una historia apasionante), estaría más que feliz de estar entre los espectadores. Disfruté los primeros Panoramas desde la tribuna norte, donde se reúnen los limers (más fiesta, menos tambores, pero siempre abundante comida). La tribuna principal es el polo opuesto y aunque ambas zonas crean su propia forma de unión, me sentí en una especie de purgatorio, con ganas de conectar, pero también de escuchar.

Pronto descubrí el encanto  de The Drag, el lugar donde se reúnen las bandas que van a competir mientras esperan su turno para actuar. Allí, sobre la hierba reseca de Queen’s Park Savannah, está lo mejor de ambos mundos. Estás más cerca de la acción y puedes moverte entre los grupos según el deseo de tu espíritu; las bandas ensayan la mayor parte del tiempo, pero estar ahí cuando hacen un recorrido completo es pura maravilla. También puedes hablar con la gente, y si escuchas de verdad, encontrarás que los relatos son dulces, como el zumbido melódico de un tambor tenor. A veces, son agridulces y salen burbujeando desde las profundidades de un bajo. Pero todas son historias esperanzadoras y gloriosas, como si sus narradores supieran que el amanecer siempre llega después de la oscuridad, que los débiles vencerán a los fuertes y que, al final, todo saldrá bien.

El primer día que rodamos We Going Pan, sentí la energía del lugar tal como la recordaba, pero con mucho más encanto. Una mujer practicaba con una bandera y sus movimientos exhibían un despreocupado abandono; no estaba actuando, sentía una felicidad que se desbordaba cuando la cintura captaba los acordes de una melodía. Los viejos amigos se abrazaban; las jóvenes se ruborizaban al ver a una coqueta Dame Lorraine. Los desconocidos ayudaban a sacar de un pozo las ruedas de la rejilla que transportaba el tambor metálico. Las madres bailaban con los niños malhumorados hasta que volvían a reír. Nadie se preocupaba por la clase social ni la raza; en ese lugar todos eran iguales. Se sentía la comodidad, era como estar en casa, o como vivir la versión más auténtica de Trinidad.

Cuando llegó el final, el ambiente en la pista era eléctrico, espiritual: como tocar el cielo con las manos. Sonreí. Polvo y música, suspendidos en una brisa fresca. La melodía de los vendedores que llamaban y los clientes que respondían. Jirones de papel plateado que se apoderaban de los reflectores y brillaban como estrellas. El suave retumbar de las ruedas sobre el asfalto; gritos de «¡Cuidado con los pies!» cuando pasaban las rejillas. Gente por todas partes, todos cuidándose entre sí. Gente que encontraba sentido, consuelo y placer en el «pom pom pidi pom» de los tambores.

Una banda de tambores preparada para el Panorama refleja el dinamismo de lo que podríamos ser si nos reuniéramos habitualmente en ese nivel elemental, como si nos juntáramos para ensayar. Todos tendríamos un papel único que desempeñar. Todos seríamos bienvenidos, nadie quedaría excluido. Se respetarían las diferencias y la diversidad. Habría un objetivo común. Amabilidad genuina. Paciencia. Destellos de genialidad. Amor. Posibilidades infinitas.

Todavía me asombra que esta cosa radiante, esta preciosidad resplandeciente que entibia con su calor a todo aquel se que se le acerca, surgiera de nosotros, de la determinación de crear belleza a partir de, como dice el calipsoniano David Rudder, nuestro «no amor». Nuestro país, nuestra región, incluso el mundo al que se ha extendido el tambor metálico, están lejos de ser perfectos. Como instrumento, el tambor también es imperfecto; Pat Bishop, profesor de música  y campeón de tambor metálico, dijo una vez que «el tambor está incompleto. Pero no deja de intentarlo. Mejora, innova, se reinventa. Me empuja a ser mejor; y no solo a mí».

Generación tras generación, músicos, arreglistas, compositores, afinadores, profesores y amantes del tambor metálico en general, se entregan a esta milagrosa creación, que les corresponde con amor. El tambor metálico es quizás el mejor reflejo de nuestras consignas nacionales; es lo mejor de nosotros porque es nuestra resonancia colectiva. Aunque Trinidad y Tobago se la haya regalado al mundo, la música de sus tambores nunca sonará igual en otro lugar del planeta. Al fin y al cabo, maduró en nuestros campos y se forjó sola a partir de nuestra brillante, ardiente, hermosa, desordenada, desgarradora y preciosa experiencia. Si lo pensamos bien, es toda una maravilla.

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