Este artículo es un extracto exclusivo para Global Voices. Puede consultar la versión original de “La urbanización de los pobres” aquí y leer otros artículos de Geisy Guia Delis aquí.
Indaya es una comunidad al margen del río Quibú, en el oeste de la capital cubana. Allí se llega después de dar la espalda al mundo de asfalto y concreto para envolverse en uno de tierra, polvo y humedad. Personas que vienen de otras provincias con el propósito de vivir en La Habana han levantado este grupo de “casas”.
A 500 metros del Indaya original – el de fango y viviendas construidas con materiales reciclados o sacados de la basura, léase zinc, papel de techo o cartón –, varias empresas estatales construyen un asentamiento de igual nombre con 102 viviendas en suelo urbanizado.
En 2012, llegaron los bulldozers a remover la tierra en el sitio que se había señalado para la obra.
Inicialmente, el Consejo de la Administración Provincial (CAP) del Poder Popular fijó la fecha de entrega de las nuevas viviendas para 2013. Desde entonces, destina entre 9 y 14 millones de pesos anuales (9 y 14 millones USD*) para la urbanización. Según Greta Rodríguez, subdirectora técnica de la Vivienda en Marianao, en 2016 se entregaron unos 11 millones de pesos (11 millones USD*), y añade:
El Estado quiere que esas casas se hagan, y no es poco el dinero que está dando para la obra.
La inestabilidad en los suministros y la escasez de mano de obra, así como plazos poco realistas que violentaban los procesos constructivos, retrasaron el proyecto, que aún no tiene fecha límite de culminación.
De acuerdo con Tania Oliva, designada por la Empresa de Proyectos de Arquitectura e Ingeniería de La Habana para administrar la construcción, cuando el CAP fijó la fecha de entrega de las nuevas viviendas para 2013, estaba asumiendo que se violentarían las etapas de los procesos constructivos.
La empresa Diseño Ciudad Habana (DCH) fue la encargada de proyectar en 2009 el asentamiento. Idania Galíndez, una de las arquitectas que estuvo en el equipo de trabajo, explica que en la propuesta aprobada cada módulo tendría cuatro casas: una de tres dormitorios, una de dos y dos de uno. En el nuevo asentamiento se incluirían áreas verdes, una zona deportiva y otra de comercio.
El ingeniero civil René Rosabal pidió que se trabajara con los mejores materiales, y en el proyecto especificó suministros de primera calidad para darle a la obra una resistencia y un acabado que permitieran asegurar los 50 años de durabilidad calculados por él.
La DCH había indicado que las calles y las aceras fueran incluidas en la etapa inicial de las acciones en el asentamiento, entre otras razones, porque si se construían primero las viviendas, los movimientos de tierras posteriores harían vibrar los cimientos, lo que podría generar grietas e incrementar el riesgo de una severa afectación en las estructuras.
Sin embargo, se hizo una primera compactación del terreno, se cubrieron con relleno técnico las terrazas e inmediatamente se comenzaron a levantar las primeras casas. Hasta la fecha se han construido 48 casas – según un cartel informativo en la obra –, pero ninguna calle.
A juicio de casi todos los entrevistados, lo que más destaca, junto con la inexperiencia y los problemas de ejecución, es precisamente la calidad de los materiales asignados. En un par de ocasiones, Tania tuvo que devolver cargamentos enteros de arena u otro suministro que no servían ni para relleno. Si el presupuesto para este asentamiento es elevado en comparación con el de otras construcciones similares, no se entiende que lleguen materiales de pésima calidad.
Las primeras casas se entregaron en 2015. Un año después, ninguna de esas personas tiene el documento que los acredita como propietarios y, por tanto, no están facultadas para hacer reparaciones en su vivienda. No saben siquiera cuánto han de pagar por el inmueble.
Carmelo Morejón vive desde 2016 en una de las casas. Cuando llueve un poquito, se quedan los rastros de humedad en el techo y en algunas de sus paredes interiores. En los primeros meses tuvo que reparar una tupición de los drenajes porque el patio y la cocinan se le llenaban de agua. Las filtraciones las tiene desparramadas en el cuarto de los niños y en el baño.
Carmelo no pide que venga una brigada y le arregle todos sus problemas. Solo quiere que le entreguen la propiedad de su vivienda, porque de esa manera no tendría que preocuparse por los inspectores. De momento, cada vez que intenta arreglar algo le ponen una multa.
Ibrahim Masó se queja porque dos de sus puertas abren en sentidos contrarios. Hay otros problemas en esta casa y él los enumera de a poco, con cierta pena:
Estoy muy agradecido porque yo vivía muy mal, pero como yo hay gente que cuando recibió su casa no sabía qué hacer, si comprar los muebles o si comenzar a reparar una vivienda nueva.
Bárbara Díaz también se mudó en mayo. El día de la entrega, su satisfacción por un nuevo techo era inmensa, tanto que no la dejó abrir los ojos mientras levantaba la cabeza al cielo para dar gracias.
Tres días después de la mudanza, Bárbara se fue percatando gradualmente de las grietas del techo, esparcidas por toda la casa, y la alegría se le gastó. Eso fue en mayo. En septiembre, el piso pulido se había agrietado y levantado, dejando varios huecos de concreto duro.
Al edificio de Bárbara le falta la baranda metálica que se pone por seguridad en las escaleras. Juana Heredia es vecina de Bárbara, tiene 83 años y es débil visual. Para ella y sus dos nietos pequeños, el acto cotidiano de subir y bajar los escalones se ha vuelto un peligro silencioso que parece no tener respuesta.
La idea del asentamiento es noble, es una acción necesaria, pero si busca dignificar a las personas de Indaya debe ser asumida con el mismo decoro con el que se haría un hospital o una escuela.