Para toda clase de migrantes, el campo de fútbol puede ser un lugar de verdadera empatía

Kids playing football in Madagascar. Photo by the author with his permission)

Chicos jugando al fútbol en Madagascar. Foto del autor.

Tengo que hacer una confesión: Soy pésimo jugando al fútbol. Mi movimiento característico es intentar un cabezazo mientras caigo al suelo, un movimiento que Phil Jones del Manchester United me robaría descaradamente más tarde. Mis compañeros de clase, mis primos y mi mujer pueden dar fe de que soy muy torpe.

Aun así, siempre aprovecho cualquier oportunidad de hacer el ridículo en el campo de fútbol, junto con cualquiera que sea lo suficientemente caritativo como para jugar conmigo. Suelo acabar como portero, pues ahí es donde los equipos tienden a poner a los jugadores con habilidades limitadas.

Entonces, ¿por qué me someto a la humillación cierta de que tanto amigos como desconocidos me hagan el caño? ¿Por qué insisto en correr por todas partes como pollo sin cabeza en busca del balón esquivo y casi perder un pulmón en el intento?

Se remonta a mi niñez. Mis padres trabajaban para agencias internacionales de salud, y sus trabajos requerían que, en promedio, nos trasladáramos cada cuatro años. Para mi hermana y para mí, adaptarnos a nuevos idiomas y culturas se convirtió en algo natural.

Mucha gente tiene sus propios trucos para habituarse a nuevos entornos y vecinos. El mío fue jugar deportes de calle. Según mi experiencia, no hay manera más rápida de entender tu círculo social que participando en una charla durante un juego de pelota. (Yo prefiero jugar al baloncesto por mi altura, pero cuando viajas por el mundo es menos probable que te topes con un partido de baloncesto que con uno de fútbol). En estos días uno de los partidos informales en el que suelo participar de vez en cuando tiene lugar a solo unos metros de mi piso. El campo de la foto de abajo es un punto de encuentro habitual en París para migrantes recién llegados y refugiados que se reúnen para jugar al fútbol.

Make shift football field for refugees in Paris (photo taken by the author with permission)

Improvisado campo de fútbol para refugiados en París. Foto del autor.

Los juegos generalmente son amistosos, pero de todos modos un tanto competitivos. Los participantes vienen de muchos países diferentes, por lo que las charlas se mantienen al mínimo durante el juego. Hace unas pocas semanas algunos malienses se nos sumaron en un partido. Después de que nos dieron una paliza en el juego, conversamos un poco. Las historias que contaron de su travesía por el Mediterráneo desde Mali hasta Europa eran horrorosas. Alassane, el mayor del grupo de malienses, era obviamente un jugador con talento, pero cojeaba un poco y rápidamente se quedó sin aliento. Nos explicó que el motivo de su viaje a Francia era intentar mantener a sus cuatro nietos. Como no quería que sus hijos tuvieran que dejar a sus familias para buscar trabajo en el exterior, él hizo el largo viaje a través del desierto hasta Europa para buscar nuevas oportunidades y enviar dinero a casa. Dijo que unos cuantos pasajeros del camión en el que viajaban cayeron enfermos durante el viaje y no lograron llegar hasta Marruecos, el punto desde donde cruzaban a España. Alassane no dio más detalles sobre el viaje, pero en su repentina mirada vacía se notaba que había cosas que nunca olvidaría.

El deporte como vehículo de comprensión y empatía es una idea popular El equipo de refugiados en los Juegos Olímpicos de 2016 en Rio es uno de los ejemplos más conocidos del concepto.

EQUIPO OLÍMPICO DE REFUGIADOS en RIO 2016

Más recientemente, el equipo joven de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo (UNRWA en inglés) ganó el torneo de fútbol juvenil más grande del mundo, la copa de Noruega en Oslo, en el que se reunieron 2.199 equipos de más de 70 países.

Para mí, jugar al fútbol también se trata de reconectarme con una parte de mi vida que dejé atrás demasiado pronto. Crecí en Madagascar, y me fui del país cuando tenía 13 años. Siento que me perdí la oportunidad de pasar mis años de formación entre amigos y parientes que fueron tan importantes en mis primeros años. Ahora, cuando regreso a Madagascar, se siente al mismo tiempo como mi hogar y un lugar diferente. Imagino que realmente es cierto que es imposible volver a casa.

Cuando visité Madagascar hace algunas semanas, con mis primos fuimos testigos de un rudo partido de fútbol entre chicos en la playa de Ramena, una aldea de pescadores de la costa norte. Les pregunté si podía participar, y generosamente los chicos aceptaron. Mis primos y yo resaltábamos un poco entre los jugadores: eramos más grandes y pesados, y los chicos eran más veloces y tenían más resistencia. Nos preocupaba hacer los pases correctos y no sufrir lesiones, mientras los chicos jugaban libremente y aprovechaban para decir boberías a «turistas locales». Mis primos y yo y esos chicos vivimos en mundos diferentes, pero durante 20 minutos fuimos hijos de la misma tierra—del lugar que, independientemente de las diferencias de edad, origen étnico y status social, es nuestra patria.

Como migrantes, aunque nuestras luchas son diferentes en muchos aspectos, todos enfrentamos dos desafíos: adaptarnos al nuevo entorno, pero sin olvidar nuestros lugares de origen. En mi caso, los ocasionales partidos de fútbol me han ayudado a aliviar lo difícil de las circunstancias en modos que ningún programa o política pública lo pudo haber logrado.

Playing football with fishermen's kids in Ramena, Madagascar (photo from author with permission)

Jugando al fútbol con chicos de la aldea de pescadores. Ramena, Madagascar. Foto del autor usada con permiso.

 

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