Ir a la universidad en Paraguay puede ser una carrera de vida o muerte (1ra parte)

Christian Quiñónez y Éver Pereira van de lunes a jueves a una universidad privada ubicada en Vallemí. Para llegar, deben cruzar un río en un pequeño bote. Fotografía de Nicolás Sáenz, tomada del sitio oficial de Kurtural con permiso.

La siguiente es una reedición publicada en dos partes de la última entrega de la serie Vacas que vuelan, escuelas que caen, escrita por Patricia Benítez y publicada originalmente en el sitio de Kurtural

De lunes a viernes, entre las siete de la mañana y la una de la tarde, Christian Quiñónez trabaja como secretario en el Juzgado de Paz de Puerto Casado, la ciudad que en Google Maps aparece como La Victoria, pero que debe su nombre a Carlos Casado del Alisal, un español que en 1889 se convirtió en el dueño de todo aquello al comprar más de cinco millones de hectáreas de tierras fiscales. Poco más que las superficies en metros cuadrados de Costa Rica, Eslovaquia, Suiza o Bélgica.

En estas tierras, ubicadas cerca de la frontera con Brasil, Casado estableció la primera empresa de extracción de tanino de América, una sustancia que por entonces era muy codiciada debido a su capacidad de convertir pieles de animales en cuero. La fuente de este poderoso astringente natural se encontraba en la corteza del quebracho, un árbol nativo de Sudamérica que entonces revestía gran parte del territorio que Carlos Casado había adquirido, con paraguayos e indígenas adentro.

En las primeras décadas del siglo XX, la explotación de los bosques de quebracho hizo que Puerto Casado creciera como nunca antes. La energía eléctrica llegó allí incluso antes que a la capital del país gracias a un sistema de autoalimentación: el aserrín del quebracho triturado alimentaba el fuego que hacía que el agua hirviera y se produjera así la energía requerida por la fábrica. El excedente de energía era distribuido a las viviendas de los empleados de alto rango, extranjeros provenientes de Argentina, Alemania, Hungría y otros países.

El pueblo entero, o al menos gran parte de él, trabajaba en la empresa, en cuya jerarquía los cuadros más bajos pertenecían a los paraguayos, que si bien no ocupaban puestos de mando, adquirían habilidades administrativas y contables. En las categorías inferiores se encontraban los peones y los trabajadores del obraje, puestos generalmente atribuidos a indígenas de varias etnias provenientes de otras zonas del Chaco y asentadas en Casado. Así lo cuenta Valentina Bonifacio, una antropóloga italiana que lleva años investigando la historia de Puerto Casado.

La actual población de poco más de siete mil habitantes de Puerto Casado son en su mayoría descendientes de trabajadores de la antigua empresa. La casa de paredes blancas y amplio patio que Christian Quiñónez se dispone a abandonar, cada vez que el reloj marca las tres de la tarde, se sostiene gracias a una estructura de voluminosas columnas, troncos de aquel árbol cuya madera era tan dura que quebraba hachas, de ahí su nombre: quebracho.

El techo bajo el que creció, y donde hoy vive junto con su familia, es fruto del trabajo de su padre y la herencia de un periodo de abundancia dentro del latifundio. Pero a diferencia de su padre, ex herrero en la antigua firma, Christian no conoció el tanino ni vio funcionar el ferrocarril que la empresa construyó en 1927 para trasladar los rollos de madera desde el bosque hasta la fábrica.

El viaje a la universidad

En Puerto Casado hoy no existe universidad pública ni privada. Por eso, para Christian Quiñónez, funcionario del Juzgado de Paz de la ciudad y estudiante de tercer año de la carrera de Derecho, la única esperanza de recibir un título universitario se encuentra al otro lado del río, en la ciudad de Vallemí, departamento de Concepción. Hasta ahí cruza de lunes a jueves acompañado de su viejo amigo Éver Pereira, con quien ya compartió aula durante la secundaria. Ambos asisten a la filial de la Universidad María Serrana, una institución privada creada en 2009. Pero sus carreras aún no cuentan con la acreditación de la Agencia Nacional de Evaluación y Acreditación de la Educación Superior (Aneaes), que otorga una garantía de calidad.

Si hubiera podido escoger, Quiñónez iría a una universidad pública. «El sueño del que quiere profesionalizarse es ir a la Universidad Nacional de Asunción», dice como obviedad. Pero en su experiencia, querer casi nunca es poder. La universidad pública más cercana a él es la Universidad Nacional de Concepción, situada en la ciudad del mismo nombre, a poco más de 200 kilómetros de su pueblo.

La oferta de educación terciaria pública en Paraguay es limitada. Hay siete universidades públicas en todo el país con filiales repartidas en algunas ciudades. Mientras, existen 47 universidades privadas con un altísimo número de sucursales en todo el territorio. Además, la mayoría de la población, por lo general, no puede estudiar en universidades públicas por varias razones. Los costos de ingreso son altos, y los horarios de algunas carreras impiden trabajar de manera paralela a los estudios, una obligación para quienes necesitan ganar dinero para sostenerse.

El traslado en su propio bote le cuesta a Christian Quiñónez 1 dólar. La alternativa sería una balsa de una empresa privada que cobra 15 veces más que el transporte público de Asunción. Fotografía de Nicolás Sáenz, tomada del sitio principal de Kurtural con permiso.

En un día radiante, sin nubes o vientos que amenacen tormenta, la travesía de ida a Vallemí dura al menos una hora y treinta minutos. Aún con el clima a favor, la inmensidad del río Paraguay en confluencia con el río Apa y los magníficos cerros que bordean el trayecto, no siempre es un viaje de placer. El ensordecedor sonido del motor del bote sumerge a los viajantes en la solitaria contemplación de un entorno natural que resulta fascinante para quien lo ve por primera vez, pero que aburre cuando se vuelve rutina. «Nos sentamos y tovasy (caras serias), jagua canóaisha (como perro en canoa) nos aventuramos hacia Vallemí», bromea Christian en guaraní.

A Éver Pereira, estudiante de Licenciatura en Contabilidad, siempre le gustaron las matemáticas. Él también es padre de dos niños pequeños a los que mantiene derribando árboles que luego se convertirán en postes. Es un trabajo extenuante que realiza en medio del bosque.

Fue en esa oficina a cielo abierto, de la que disfruta mucho, donde un día de 2015, decidió volver a estudiar.

El naufragio

Hasta el pasado miércoles 8 de junio, ni Christian Quiñónez ni Éver Pereira habían naufragado. Ese día el viento no soplaba desde el norte ni desde el sur, pero hacía mucho frío. Como ya se había hecho costumbre, Quiñónez, Pereira y su hermano menor Luis, de 19 años, quien entonces también estudiaba con ellos, cruzaron el río con destino a la universidad tal como lo venían haciendo desde marzo. Esta vez fueron acompañados de Ramón Paredes y su hijo Blásido, vecinos que habían solicitado un aventón hasta Vallemí, a donde iban a comprar repuestos para motocicletas. No era la primera vez que el mecánico Paredes viajaba con ellos. Nadie sospechó que sería la última.

Esa fría tarde de finales de otoño el viaje de ida transcurrió sin inconvenientes. El regreso, tal vez por el peso extra que suponían las cajas de repuestos adquiridas en el otro lado, fue devastador. A los 20 minutos de zarpar, el terror se apoderó de los tripulantes. Eran cerca de las 10 de la noche cuando la pequeña embarcación se empezó a hundir estando a más de 6 km del puerto de Vallemí. Guiados por una sola linterna, los cinco tripulantes trataron de vaciar el agua que no dejaba de inundar el bote, sin buenos resultados. Tampoco funcionó el intento de colisión que Christian ensayó a sugerencia de alguien que ahora ya no recuerda, alguna de las voces que en ese momento gritaban desesperadas. Con el motor completamente sumergido, la única alternativa era saltar en la oscuridad. Ninguno tenía salvavidas.

«Sin ver nada me tiré. Di algunas brazadas, me agarré de unos camalotes y empecé a salir del agua», recuerda Quiñónez de ese fatídico instante. Pero no había alcanzado la tierra firme de Vallemí ni la de Puerto Casado. Se encontraba en una pequeña isla situada en medio de ambas localidades. Los hermanos Pereira, hijos de pescadores y expertos nadadores lo habían logrado también. Pero no había rastros de Ramón ni de Blásido Paredes.

Quiñónez y los hermanos Pereira gritaron sus nombres durante algunos minutos, pero nadie respondió. Mojados y al borde de la hipotermia, se abrieron camino en la isla en busca de ayuda y solo después de media hora de caminata hallaron a un grupo de pescadores que los auxilió y los ayudó a buscar a sus amigos. El cuerpo sin vida de Blásido Paredes fue hallado unas horas después. El de su padre apareció tres días más tarde luego de una búsqueda realizada por las Fuerzas Armadas.

«Nosotros estábamos conscientes de que alguna vez podía pasar, pero no de que sería así de grave. Con ese riesgo nos subíamos al bote todos los días. Estar en el agua es todo un riesgo ya, la vida misma es así, solo que el agua es un poquito más peligrosa nomás», dice Quiñónez sobre el accidente que en aquella noche de junio se llevó a dos de sus amigos. Pero esta no era la primera vez que, por estudiar, salió con vida de una tragedia.

En la segunda parte de esta entrega, se verán más de cerca las dificultades y los riesgos tomados por Quiñónez y otros aspirantes a seguir y terminar una carrera universitaria.

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