Crónicas de la ciudadana preocupada: El paisaje del terror cotidiano

Policemen getting ready. Photo by Flickr user Rodrigo Suárez. Used under CC 2.0 license.

Policías se preparan. Foto en Flickr del usuario Rodrigo Suárez. Usada con licencia CC 2.0.

Este artículo es el segundo de una serie publicada originalmente por la autora en Medium. Lee aquí la primera parte.

«¿Tienes miedo?».

Me lo pregunta mi vecino de cinco años mientras espera junto a su madre para subir al ascensor. Tiene la carita pálida y bajo los ojos ojeras violáceas. Su madre me dedica una mirada preocupada y cansada. Me encojo de hombros, sin saber que responder.

«Un poco, pero trato de no hacerle mucho caso»,  digo por último.

«Mi mamá también tiene miedo», me explica entonces en voz baja. Todas las noches todos en la casa nos asustan los ruidos de la calle. No sabemos para dónde correr».

Mi vecina suspira, extiende la mano, le acaricia la mejilla al niño. Él la abraza, se aprieta contra su cintura. Me quedo paralizada por una angustia brumosa, helada. Quisiera tener las palabras correctas, ofrecerle algún tipo de consuelo, decir algo que pudiera no sólo conjurar el miedo sino protegerlo del real que padecemos los adultos. Pero por supuesto no puedo — quizás no exista algo semejante— de manera que permanezco muy quieta, por la frustración y la impotencia.

Dentro del ascensor tres vecinos nos observan en silencio cuando subimos. Entre los murmullos de saludos corteses, alguien comienza a relatar lo que ha leído en redes sociales sobre los ataques sectorizados que sufre nuestra zona, la violencia callejera, las balaceras nocturnas en varias partes de Caracas. Miro al niño, que esconde la cabeza contra el cuerpo de su madre. Las manos pequeñas tensas sobre la tela, el cuerpo rígido. La madre suspira, le pasa los brazos alrededor. Pero no hay manera de protegerte de la información, de la tensión, del clima asfixiante de un país en crisis como el nuestro.

Al niño lo vi crecer. He escuchado su llanto durante la noche, me tropecé con sus primeros pasos en el pasillo de mi edificio. Su familia es parte del paisaje común de vida, de los esporádicos encuentros aquí y allá. De pronto pienso que con cinco años de vida, no ha conocido otra cosa que la angustia que llena cada espacio de la vida cotidiana. Que ha padecido la escasez, el temor insistente, la carga de abrumador temor que está en todas partes. Una generación rota, herida. La incertidumbre como única respuesta al futuro.

Cuando las puertas se abren, la madre levanta al niño en brazos y los veo caminar por el pasillo en semipenumbra. El niño me mira sobre su hombro, todos ojos tristes, las mejillas tensas. La madre le besa la cabeza, le susurra algo —quizás justo lo que a mí no se me ocurrió para calmarlo— y caminan por la calle, con la cabeza baja, el cuerpo rígido. Y me quedo pensando en todo lo que hemos perdido, en todos los espacios en silencio, devastados y afligidos, de un país lleno de cicatrices.

Camino por la calle y miro a los transeúntes a mi alrededor. Todos tienen el mismo aspecto agobiado del niño y el que yo también debo tener, aunque ya no le doy importancia. Durante las últimas semanas, hemos sufrido los rigores de la represión nocturna que padece nuestra zona, el temor insistente de lo que pueda ocurrir por los ataques de desconocidos a moto y a pie. Se ha hecho un hábito las denotaciones inexplicables, las ráfaga de balas fugitivas. De pronto, la violencia se volvió parte de todas las cosas, de los pequeños hábitos, de la percepción de la normalidad. Me abruma la mera idea de la resignación que eso simboliza y sin embargo, que real resulta cuando te convences a ti mismo que debes continuar, que necesitas encontrar cierta normalidad. ¿Cuál?, me pregunto con cierta violencia. ¿Qué tipo de normalidad puedes encontrar en el país ahora mismo?».

Por supuesto, no hay respuestas para algo semejante. Lo pienso mientras me formo en fila para comprar un poco de pan, mientras avanzo por la calle tratando de sortear los restos de basura quemada en la que aún se percibe el olor de las lacrimógenas. Cuando me detengo frente a la pared de piedra de unos de los edificios que rodean la plaza pública y distingo una línea de agujeros requemados con olor a pólvora. Los rozo con los dedos, me invade el asco, el terror. Un tipo de amargura indefinida que tiene mucho que ver con la incertidumbre. La conciencia de vivir en un país en el cual con toda probabilidad haya una bala con tu nombre.

La tarde transcurre pacífica. La calle tiene el mismo aspecto que ha tenido durante los casi veinte años en que la he contemplado a través de la ventana de mi estudio. Hay un aire de tranquilidad plácida y engañosa, con los árboles en flor sacudiéndose por el viento y el sonido del tráfico esporádico. Y me asombra que sea tan fácil disimular lo evidente, lo crudo de lo que vivimos. Ese barniz de normalidad fragmentado e incomprensible.

Un funcionario militar cruza la calle llevando su arma de reglamento contra el pecho. A la distancia, tiene un aspecto amenazante, con el caso y el peto bien visible. Lo veo rodear la plaza, avanzar hacia adelante, detenerse en una esquina. Apoya el fusil contra el suelo, se queda inmóvil. Unos minutos después, se le unen dos funcionarios más. Y la calle en apariencia corriente se transforma en otra cosa. En una amenaza tácita pero imposible de ignorar. Hay algo alegórico en esa imagen, en el hecho que el Estado policiaco esté en todas partes, que sea un fragmento visible entre todas las concepciones de la rutina cotidiana.

Cuando tenía diez años o un poco menos, vi por primera vez una tanqueta, ese enorme vehículo militar que en Venezuela se ha hecho parte del paisaje urbano a medida que recrudecen las protestas. Acababa de ocurrir el primer golpe de Estado y mi calle se encontraba custodiada por efectivos militares que me aterrorizaron por sus uniformes, sus armas bien visibles, el aire agresivo que parecían encarnar. Pero el recuerdo más vívido que tengo de por entonces es la silueta colosal de la tanqueta que cerraba la calle frente al colegio en el que estudiaba. Un armatoste de metal de aspecto envejecido y peligroso. Una criatura imposible a la que no encontré explicación ni tampoco justificación. Me detenía a su lado, con el morral sobre el hombro y apretando la mano de mi abuela con nerviosismo, sin saber el motivo por el cual me causaba tanto terror su silueta recortada contra el sol de la tarde. Todavía no sabía qué hacía en realidad aquel objeto incongruente en todo lo que conocía, pero el temor era real, cercano.

Crecí en un país cercado por el estado general de sospecha, tutelado por el militarismo, hundido y aplastado bajo la bota verde oliva. Mientras miro al grupo de funcionarios de pie bajo el sol, incómodos y un poco inquietos, pienso en que no recuerdo cuándo la violencia no formó parte de mi vida, cuándo no tuve que temer por la agresión por el poder. Y pienso en esa niña que fui, que asumió con facilidad — y con preocupante rapidez — la tanqueta en la calle, el militar armado en las esquinas, la percepción de la represión como parte de todos los lugares de la vida cotidiana. ¿Qué provoca en un niño la violenta perenne, silenciosa? ¿Esa persistente visión de la agresión como parte de tu identidad, de todo lo que aspiras y eres?

Hace poco, le comentaba a una de mis amigas que llevo tanto tiempo sintiendo miedo, que no sé cómo dejar de sentirlo. O mejor dicho, cómo sobrellevar esa combinación de amargura, cansancio y temor que parece inabarcable. Está en todas partes, en cada trozo de lo cotidiano, en los intentos inútiles por mantener la cordura, la calma. Simplemente la esperanza. El miedo forma parte de cada noción que tengo sobre el país, de la forma en que vivo, de la manera en que deseo vivir.

El grupo de militares camina hacia la esquina y desaparece bajo la copa de un árbol. Pero aún invisibles, la calle entera parece manchada y contaminada por esa violencia que palpita al fondo de todas las cosas. Cuando cierro la ventana, las manos me tiemblan. Y el miedo está allí de nuevo, porque no puede ser de otra forma. Porque Venezuela se refleja en todas las pequeñas cosas que recuerdan la fractura, la grieta, el dolor.

Cuando me asomo al pasillo para arrojar la basura en el depósito, mi pequeño vecino está allí. Está jugando en las escaleras, saltando de un lado a otro. Arroja la pelota, la ataja, vuelve a arrojarla. El sonido acompasado resulta casi relajante. Me hace pensar en tiempos inocentes, dolorosos por lo incomprensibles que me resultan ahora mismo.

Su madre le observa desde un peldaño de la escalera. Me siento a su lado. Ella suspira y me mira con los mismos ojos tristes y cansados de su hijo.

«A veces, le pongo sus películas, su música, sus programas a todo volumen para que no escuche las bombas lacrimógenas. Lo encierro con las ventanas cerradas y los espacios cubiertos con paños empapados en bicarbonato. Pero… eso no es suficiente. ¿Cómo puede serlo?»

El niño toma la pelota y corre escaleras arriba, fingiendo una finta. Le escucho narrar entre dientes un juego imaginario, reír en voz alta. Y siento un dolor ajeno, persistente, inexplicable. Su madre sacude la cabeza, aprieta las manos hasta que los nudillos le quedan blancos. Su angustia es tan directa y visible que es mía también. La entiendo con una claridad total.

«Estamos intentando irnos del país, pero no tenemos la plata. Estamos encerrados», suspira. Las mejillas contraídas, los ojos secos. Un sufrimiento tan lento que le deforma la expresión. «Y no me duele por nosotros, su papá y yo podemos con esta vaina. Pero él…».

El niño baja corriendo de nuevo y me arroja la pelota. La sostengo con un gesto torpe de manos abiertas. Sacude los bracitos, me anima a arrojarla de nuevo. «Vamos a perder el juego —me grita—. Pásamela ya». Cuando lo hago, él se burla de poca puntería y regresa al mundo pequeño y frágil que lo consuela. Su madre ladea la cabeza, se restriega los ojos con la palma de la mano.

«Hay que ver cómo se sobrevive»,  murmura. «Pero sobre todo, ¿cómo evitas te joda el futuro todo esto?».

Pienso en esa frase tendida en mi cama, escuchando los sonidos de la calle, atenta a las denotaciones acompasadas, el posible sonido de las balas fugitivas.

¿Me destrozó el futuro la violencia? ¿Ese lento goteo interminable en este país que lleva heridas tan profundas? El pensamiento me tensa el cuerpo, me hace sentir dolor. Me quedo sin aliento con la cabeza hundida en la almohada. Y de pronto, todo es incertidumbre a mi alrededor. En medio del silencio tenso de la noche, del eco de las primeras detonaciones que se hacen más cerca. Un dolor tan viejo que no puedo hacer otra cosa que pensar quizás es irremediable.

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