Riesgos de una intervención militar en Corea del Norte

Detalle del Gran Monumento de Mansudae en Pionyang, Corea del Norte. Fotografía de Stefan Krakowski, vía Wikimedia Commons (CC BY 2.0).

Los 20 millones de dólares que gastamos diariamente en mantener el arsenal nuclear de Estados Unidos se podrían utilizar para suministrar USD1000 a los veinte mil niños que mueren de hambre en el mundo. – J. Philip Newell en A New Harmony.

Ahora que vivimos con la posibilidad de una guerra nuclear en Asia Oriental, a menudo me pregunto qué habrían dicho los civiles fallecidos durante las despiadadas campañas militares modernas sobre sus muertes prematuras, que fueron ordenadas por  presidentes y tiranos situados bien lejos de los lugares devastados.

Se han perdido muchas vidas con bombas convencionales, armamento atómico y, en los últimos años, también con drones.  ¿Los líderes electos democráticamente han hecho un examen de conciencia y han asumido lo que pasó en Hiroshima y Nagasaki? La tecnología ha convertido la guerra en algo impersonal y cruel, y parece que los dirigentes de las naciones del mundo están dispuestos a olvidar sus más altos principios a cambio de la tecnología militar y las armas de destrucción masiva más avanzadas.

El primer punto que Estados Unidos tiene en cuenta a raíz de la actual confrontación con Corea del Norte es si un ataque contra el país asiático pondría en peligro el territorio estadounidense. Teóricamente, se supone que Estados Unidos debe defender a sus aliados, Corea del Sur y Japón, aunque, si las autoridades estuviesen verdaderamente preocupadas por la seguridad de sus aliados tanto en un sentido estratégico como humanitario, no provocarían de una forma tan extrema a semejante dictadura, que ya ha manifestado sus intenciones de bombardear Corea del Sur y Japón.

El ejército estadounidense ya ha informado varias veces de la devastación exacta que podrían causar sus armas antibúnker, con el claro propósito de “decapitar” al régimen norcoreano. Los expertos en materia militar advierten que 300 misiles Tomahawk son suficientes para inutilizar el armamento de Corea del Norte, aunque esto no garantizaría que se pudiesen destruir todos los misiles y armas nucleares existentes si fuesen lanzados simultáneamente desde bases secretas, lanzamisiles móviles y submarinos nucleares.

Se podría decir que el régimen de Pyonyang se ha visto arrojado a una mentalidad persecutoria, un miedo racional a que Estados Unidos utilice sus fuerzas armadas para destruirlo en cualquier momento. Sin embargo, irónicamente, ahora el mundo se encuentra en el aprieto de ver al actual gobierno estadounidense atrapado en la misma trampa psicológica. Mientras Pyonyang siga adelante con su despliegue de misiles balísticos intercontinentales con cabezas nucleares, el gobierno de Trump podría llegar a la conclusión de que el único recurso posible sea lanzar un ataque inmediato, a pesar del daño colateral que causaría a sus aliados

Resulta desconcertante que tanto presidentes como dictadores tengan el poder de detonar armas de destrucción masiva sin que la ciudadanía de estas potencias militares les haya otorgado oficialmente este poder a través de un referéndum u otros medios democráticos. Si recordamos los tiempos en que se desarrolló el Proyecto Manhattan, se evidencia sobremanera cómo el general Groves, que dirigió ese proyecto, influyó en la decisión del presidente Truman de autorizar el lanzamiento de las bombas atómicas.

En los años que siguieron a ese suceso, pocas medidas se implantaron en la cadena de mando para evitar que posibles presidentes emocionalmente inestables pudiesen actuar impulsivamente guiados por el rencor y el miedo. En pocas palabras, Trump y Kim Jong-un tienen tal grado de autoridad que ni los Padres Fundadores de Estados Unidos ni Marx y Engels podrían haberlo imaginado nunca.

Puede parecer sorprendente que los jefes de estado de Corea del Sur y Japón no se opongan férreamente a una ofensiva estadounidense contra Corea del Norte. Los coreanos mayores de 70 años recuerdan todavía vivamente el bombardeo que arrasó Pyonyang y son conscientes de que el ejército de Kim Jong-un tratará de arrasar Seúl con la misma furia. El posicionamiento japonés no ha cambiado desde que el actual primer ministro Shizo Abe llegó al poder. Se ha comprometido a prestar apoyo incondicional a la política exterior de Trump y ha declarado en diversas ocasiones que Japón intentará cambiar pronto la Constitución para que un ejército estatal «defienda el país», cambio que con seguridad desestabilizará Asia Oriental aún más. Abe y su equipo de historiadores nacionalistas, en vez de buscar una mutua interpretación del pasado, han promovido un punto de vista revisionista de la Segunda Guerra Mundial que niega la coacción de las llamadas «mujeres de consuelo» y resta importancia a los trabajos forzados de 600,0000 coreanos bajo condiciones infrahumanas. Ciertamente, tanto en Corea del Norte como en Corea del Sur, durante mucho tiempo los políticos y diplomáticos se han sentido humillados por la falta de sinceridad y arrepentimiento del gobierno japonés.

Cualquier país que considere como opción un ataque contra Corea del Norte debe de hacer frente a la pregunta de quién convirtió a la República Popular Democrática de Corea en uno de los llamados «estados canallas». No se debe achacar la grave situación del país solo a Kim Jong-un, sino también a las tres décadas de brutal ocupación japonesa y a los bombardeos que sufrió Corea del Norte, que superaron al daño que padecieron las ciudades alemanas y japonesas durante la Segunda Guerra Mundial y que ayudaron, en parte, a crear este régimen militar tan rencoroso.

Para resolver el enfrentamiento nuclear se requiere autoreflexión y pensamiento relativista. Retroceder varias décadas para encontrar ejemplos de líderes nacionales que estaban dispuestos a renunciar a las bombas para evitar un desastre: particularmente el presidente Reagan y el secretario general Gorbachev, que respondieron de forma racional a la perspectiva de un holocausto nuclear en la Cumbre de Reikiavik en 1986, donde abordaron sus principales diferencias en los ámbitos estratégicos y políticos. Todo condujo a frenar la escalada de tensiones.

Servir a la nación también significa dialogar con los ciudadanos de las demás naciones y entre personas siempre hay esperanza para la reconstrucción de puentes y la transformación. ¿Por qué, entonces, sería imposible cambiar las relaciones entre naciones antagónicas?

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